CALÍGULA. Delicioso paroxismo por un amor lacerado

Ha muerto Drusila, la hermana y amante de Calígula. Este, azorado por la noticia se transforma en otra persona. En alguien absolutamente despótico y opresivo. Su cambio desata la cólera de los Patricios, senadores en su gobierno. Pronto estos comenzarán a urdir un plan para vengarse de un Calígula que parece haber perdido el juicio por completo.

Esta podría ser una sinopsis de la obra «Calígula» de Albert Camus que dirigida por Mario Gas e interpretada, entre otros, por Pablo Derqui, nosotros hemos podido ver en el Teatro María Guerrero de Madrid.

Escrita en 1937, la obra de Camus sigue teniendo plena vigencia desde el instante en que su argumento se resiste al paso del tiempo y logra relatar con acierto aquello que el propio autor esgrimía de que «nadie puede ser libre actuando en contra de los otros».

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Calígula, que recibe este nombre del diminutivo de «caliga», un tipo de calzado militar, llega muy joven a ser emperador, nada menos que con veinticinco años. Hijo de Germánico, muy querido por los romanos, según cuenta su historia Cayo Suetonio en «Vidas de los Doce Césares». Su vida queda retratada como la de un hombre cultivado, inteligente, alguien capaz de cumplir con la estela y la herencia familiar. Durante unos años se gana el cariño, la lealtad, de los romanos. Pero, pronto, Suetonio cambia el relato y comienza a hablar de un Calígula trocado en monstruo. Es esta la imagen que ha perdurado para la historia: la del ser cruel e inhumano, repleto de rarezas, extravagancias y maneras propias de sátrapa.

Camus advierte que todo acontece tras la muerte de su hermana Drusila. Desde entonces, Calígula se obsesiona por hacer realizable lo imposible creyendo que esa es la manera más radical de ejercer la libertad: mediante la perversión sistemática de cualquier valor que tenga apariencia de noble.

Camus nos sitúa frente a un Calígula sin máscara, a quien podemos llegar a compadecer por momentos, dada su locura humanizada en algunas escenas. Buscar la luna es un buen ejemplo de ello. Pedir a su cancerbero fiel, Helicón, que emprenda la tarea de traerle la luna. Ahí podemos leer su angustia ante la muerte, ante la infelicidad, ante la pérdida de quien amaba. Podemos incluso sentir que tiene sentido esa búsqueda de lo inverosímil, de lo irrealizable, como manera de huir de una realidad insoportable, que solo comporta, a menudo, insatisfacciones. Pero, luego está ese Calígula letal, tóxico, antojadizo que mata reduciendo al absurdo, que emplea su poder como un mono emplearía una metralleta cargada. Ante ese Calígula, nuestra mirada como espectadores se hace tensa, el absurdo nos salpica y nos deja incómodos en la butaca. La muerte sin sentido, el abuso del poder y el miedo como herramienta pura de control. El miedo sin aleaciones de ningún tipo.

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Cuando enfrentamos el deseo de Calígula de pedir lo que no es de este mundo, sentimos que es la rabieta de un adulto/niño frustrado que no quiere aceptar que la vida es lo que es y no lo que debería ser. Su lógica se pervierte y se nos hace implacable, indigerible. Él piensa que «las cosas no se consiguen porque nunca se las sostiene hasta el fin. Pero quizá baste permanecer lógico hasta el fin» y, así, es cómo comenzará a conducirse. Su voluntad al servicio de su locura. Su fatalidad reside en negar lo que le hace humano. Si uno destruye todo lo que está a su alrededor es porque, desde luego, está dispuesto a pagar el peaje de destruirse, también, a sí mismo. Como Quereas, uno de los senadores dice: «No queda más remedio que golpear cuando la refutación no es posible».

Esta es una historia de suicidio premeditado, de autodestrucción que llega tras la pérdida del amor. Calígula es el humano que no quiere seguir sufriendo ante lo humano y decide, más o menos conscientemente, endiosarse para autodestruirse por completo, dejando, eso sí, un buen número de cadáveres a su paso. Su negación del amor es el resumen del conflicto de la obra. El amor no vale nada. No sirve para nada, y si el amor no sirve, la empatía, la humanidad, la caridad, la bondad, etcétera, tampoco.

¿Cómo habita este desolador paraje Mario Gas? Con maestría. Si en lo reciente no conseguíamos llevarnos ningún poso de su «La strada», en el Teatro de la Abadía, sí podemos decir que de este «Calígula», bajo su dirección, salimos plenamente complacidos.

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Primero, por su capacidad de dotar de estilo y empaque a un texto, reconozcámoslo, ya de por sí brillante. La escenografía de Paco Azorín nos convence y nos resulta muy pertinente. Un suelo en pendiente que parece estar destinado a que los actores y actrices obtengan otra perspectiva desde el patio de butacas. Las entradas de algunos personajes desde las escaleras situadas al fondo generan un efecto de confabulación, de intriga, muy bien conseguido.

La dirección actoral es sobresaliente. En términos generales todos los que están en escena gestionan con eficacia sus roles. Nos convence una ponderada y cuidadosa Mónica López que encarna a Cesonia. Su habilidad para situarse a la par de Calígula y escuchar sus arrebatos junto con su profunda humanidad cuando sabe segundona, no es Drusila, y aún así se mantiene fiel al emperador. La parte final en la que Calígula avanza hacia la catástrofe es en la que la actriz más nos conmueve.

Ahora bien, hay una actuación que es la actuación: la del papel protagonista interpretado por Pablo Derqui. Digámoslo así: de una entrega absoluta. Sus casi dos horas en escena y todos sus exabruptos controlados, medidos, asombrosamente tamizados, son suficientes motivos para que merezca la pena pagar la entrada. Quizá cueste entrar fácilmente en el relato en una primera etapa, de la primera media hora, pero pasada esa barrera inicial, la función, créannos, deslumbra. Brillante Derqui que es feroz, despiadado, ágil, epicúreo. La elección del actor para este personaje es exquisita.

Nos quedamos con tres escenas, en concreto, de una fuerza plástica y actoral extraordinaria: La del banquete en el que los senadores son obligados a comer y beber, amedrentados por el emperador; la del momento del baño de Calígula (qué evocador y poderosamente bello el texto de Camus) y el momento final que va desde su diálogo con Cesonia hasta el momento en que Calígula es cercado por sus senadores. Paroxismo absoluto. La ética del absurdo queda tan bien retratada en esta pieza que, nosotros, solo podemos desearle larga vida por los escenarios. Llegamos incluso a comprender el exabrupto de un Calígula trasmutado en Bowie y de unos Helicón y Cesonia convertidos en La máscara o el Joker. Un respingo inicial que rompe con el resto de la estética, pero que sabemos valorar como metáfora de lo delirante, de la extravaganza necesaria en una obra que sabe circunscribirse a aquel aforismo del «todo está permitido», como instrumento contra el teatro de tesis y de verdades reveladas, por el que tanto apostaba el premio Nóbel Francés.

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Para el que escribe no hay texto más maravilloso en la obra de Albert Camus que «La peste», no obstante, este «Calígula» no se le queda atrás en cuanto a pujanza. Mensaje y lenguaje. Ética y estética. Tantas posibles lecturas con personajes que pueblan la política, las esferas de poder, también, de nuestros días.

Si nos quedamos con los relatos biográficos que exponen Suetonio, Cornelio Tácito, Dion Casio, Séneca o Filón de Alejandría, los datos sobre la vida de Calígula son una amalgama de historias que deben ser leídas e interpretadas con cautela puesto que no son testimonios de primera mano y muchos de ellos están pasados por el filtro de quienes, ideológicamente, pensaban de modo muy diferente. Con todo, Camus elige esa idea de un Calígula humano que revienta de sufrimiento tras la muerte de su amante y hermana Drusila. Nos gusta esa elección por lo que tiene de intento de humanización y por lo que implica de comprensible en el tormento de alguien que, podemos pensar, decidió morir matando. Morir de pena, eso sea dicho. Quizá, con esa imagen de rebelde monstruo con causa podamos empatizar mucho más porque detrás de esa destrucción de todo cuanto estaba a su alrededor se escondía un amor lacerado, hecho pedazos. Pero un amor, al fin y al cabo.

 

CALÍGULA

PUNTUACIÓN: 4 CABALLOS

Se subirán a este caballo: Cualquiera que quiera obtener del teatro una experiencia maravillosa.

Se bajarán de este caballo: No aconsejamos, a nadie, bajarse de este caballo.

***

Ficha artística

Autor: Albert Camus.

Dramaturgia y dirección: Mario Gas

Traducción: Borja Sitjá

Reparto: Pablo Derqui, Borja Espinosa, Pep Ferrer, Mònica López, Pep Molina, Anabel Moreno, Ricardo Moya, Bernat Quintana y Xavi Ripoll

Equipo artístico: Paco Azorín (Escenografía), Quico Gutiérrez (Iluminación), Antonio Belart (Vestuario), Orestes Gas (Música y espacio sonoro) y Toni Santos (Caracterización)

 

Producción Teatre Romea, Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida y Grec 2017 Festival de Barcelona

 

Una reseña de @EfejotaSuarez

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