CORONADA Y EL TORO. O cómo salir de la charca espesa de color marrón

Zebedeo, alcalde de Farolillo de San Blas, se complace en anunciar el inicio de los festejos populares. En la misma plaza principal del pueblo, presenta a su hermana Coronada: moza casadera, pero revoltosa que pronto se rebelará  contra la opresión que padece denunciando así la situación de régimen dictatorial que atañe a todo el pueblo.

Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «Coronada y el Toro» que, con texto de Francisco Nieva y dirección de Rakel Camacho, nosotros hemos podido ver en la Sala Max Aub de las Naves del Español en Matadero, Madrid.

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No sabemos si Rakel Camacho leería el poema «España Mística» de Carlos Edmundo de Ory, poeta del Postismo y, a la postre, amigo del autor de «Coronada y el Toro», pero creemos que sí porque esta última obra, inscrita en el teatro furioso, es un fiel reflejo de ese modo de comprehender a una España que es «cerro lomo» e «inmenso tímpano doliente». De entrada, a la manera de preaviso, diremos ya que el montaje resultante que hemos podido ver es, con creces, lo mejor que nuestros ojitos y nuestros lóbulos cerebrales podrán haber contemplado, seguro, en un teatro, en este 2023 que todavía no ha llegado a su ecuador. Ahí queda eso.

Dice Nieva:

Yo no soy radical. Soy matizable y matizador»

Bendito arte de la matización y bendita oleada surrealista, gótica, barroca, contra el realismo acuciante y ramplón que, tantas veces, nos asesta sus puñaladas traperas. Nieva es un oxímoron. Clásico moderno. Tranquilidad y nervio. Ora presa de un cosmopolitismo, ora de un localismo/costumbrismo. Ora Parménides, ora Heráclito. Sentarse a ver este artefacto incendiario y volátil, esta mantis religiosa y esta mariposa que es, al mismo tiempo, «Coronada y el Toro»,  es cuasi epifánico. Todo el despliegue sensorial y la agilidad con la que avanza la propuesta poseen  una maestría intachable.

Tenemos por un lado un texto de palabra inventada frente a palabra inventariada. El lenguaje de Nieva vuela por sí mismo, sin necesidad de encontrar pistas de aterrizaje. En algunas de sus obras, la toponimia española sirve para crear un catálogo de tacos y exabruptos (Guarromán, Ciempozuelos, Cabuérniga, Horcajo, Cogolludo) así como en otras encontraremos el lenguaje al servicio de lo torrencial, de la farsa que parece farsesca, pero esconde una profunda irreverencia y análisis social. Los personajes parecen hablar como los dieciochescos, como salidos de una obra de Leandro F. de Moratín, pero residen en otro ambiente alejado de la mesura del siglo XVIII y pueden, deben, habitar la fantasía, la mística, lo delirante, lo enajenado. El teatro como un carnaval articulado por medio del lenguaje y los gestos, los símbolos. La fiesta es el mayor de todos ellos. La fiesta con la que arranca «Coronada y el Toro». Una historia que se sumerge en lo local, en la intimidad de un pueblo español y que termina engendrando una fábula universal sobre los desvaríos del poder, sobre las tradiciones, la revolución (y, lo que es más importante, sobre quienes obran para que se produzca el revulsivo). 

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Nieva escribe para echarle un pulso al realismo y, obviamente, es hijo de su tiempo. El año 1973, de la publicación de «Coronada y el Toro», pensemos en que era también la fecha de estreno de películas como «Amarcord» de Fellini (Y «El Exorcista», aunque esta creemos que tuvo menor impacto). Pier Paolo Passolini ya había estrenado, pocos años atrás, cintas como «Medea», «El Decamerón» o «Los cuentos de Canterbury» (es sabido que, tras separarse de su mujer, Nieva viajó a Venecia y participó en la primera película de Pasolini, “Accatone”).

Toda su obra está preñada e influenciada por aquellos hacia los que mostraba una proximidad en lo estético y en lo ético: desde Goya a Carlos Bousoño (y sus teorías sobre el superrealismo y la simbolización); desde el carnaval veneciano a la palabra de Artaud (que no aceptaba el espíritu planeado). Un tipo cosmopolita como él, salido del mundo del dibujo y la pintura, abriéndose paso en una España tardofranquista que no llevaba muy bien las vanguardias, pero que permitía las primeras experimentaciones y, de forma implícita, lo alucinatorio, lo deformante.

«Vengan a mí románticos alemanes, simbolistas franceses visionarios nórdicos y orientales, esotéricos de todo tipo, soñadores irlandeses y bretones, místicos y metafísicos, cuentistas y pintores chinos y japoneses, mitologías indias y griegas. Todo, con tal de salir de esta charca espesa de color marrón»

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Venga a nosotros su reino. Ya era hora. Pregunta: ¿Por qué se ha tardado tanto en volver a traer a las tablas a un autor como Nieva? ¿El teatro hecho en España sigue anclado en esa bahía de la tranquilidad que es la bahía de las aguas realistas? ¿Hay temor a enfrentarse a las posibilidades infinitas, y al mismo tiempo al bloqueo, a la fuerte carga simbólica, de las obras de Francisco Nieva?  Preguntas por responder.

Por suerte, una directora de escena que nos ha acostumbrado a un estilo personalísimo, ha cogido este toro por los cuernos (lo teníamos en bandeja). Ella es Rakel Camacho que, en esta aventura dionisíaca, echa toda la carne en el asador (y todo el jamón) y nos ofrece el que posiblemente sea uno de los mejores trabajos de dirección que se puedan encontrar en la cartelera. Se compone así un montaje entreverado y rotundamente fascinante, brioso, de exuberancia cañí, que deja al espectador con la sensación de que hay esperanza en el teatro. En un teatro imaginativo, no moralista, capaz de atender al desafío de la deshumanización, de meterse en camisas de once (o doce) varas y operar sobre materiales tan escatológicos y tan personales y provocativos. Camacho sabe hundir las manos en el fango, si hace falta. Sabe dónde está la cicatriz de los subtextos, conoce como pocas de qué modo engrasar las hélices del lirismo, de lo onírico, sin dejar de pisar ese suelo fértil de las costumbres, de lo que frisa la tradición, el atavismo porque, en el fondo, es una romántica. Manejo imbatible de lo artístico, blindado por completo, en esta propuesta.

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Reparemos, justamente, para terminar, en  otros lugares: por ejemplo, el diseño del espacio escénico que, en manos de José Luis Raymond, con su instinto, penetra en la esencia del autor de «Coronada y el Toro». Estamos en una plaza de un pueblo. Sentimos la fiesta, la matraca, la procesión del santo, el olor a incienso que podría mezclarse con el olor a hueso de jamón y de fritanga de churros aunque el aroma que acabará llegando hasta nuestro epitelio olfatorio es, sin duda, el del chocolate que deviene sobre los cuerpos como la sangre de la matanza de un cerdo o el vino derramado de un cáliz por parte de unos apóstatas. Casi todo tiene sentido. Tal vez el disfraz de E.T  pueda asumirse como exabrupto un tanto extemporáneo. Los demás: la ovejita, las botas de vino, los tricornios, el reo jesucristizado, la mantilla, los ataúdes, el asta de toro, etcétera, conviviendo dentro de otro universo más fantástico, expurgado, forastero, consiguen hibridarse con acierto pleno. Además de profusión existe una fusión maravillosa, que asombra, que aglutina, que nos remite al juego de la ambigüedad calculada, de la antítesis, de la impugnación. Chapeau.

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Y en la parte de interpretación, con qué nos topamos. Pues verán, con un equipo sólido, coral, en el que destacan dos personajes sobremanera. Por un lado el actor Jorge Kent que, cual niña medeiros salida de la saga REC, encarna al hombre monja. Un personaje cargado de tetas y de expresionismo. Tetas multiplicantes que bien podrían lanzar el mensaje de amamantamiento, de Luperca rediviva. Personaje el de Kent que emerge como un Khoti en el festival Mayana Kollai en una aldea de pescadores al sur del estado indio de Tamil, aquí, apareciéndose en un pueblo de la Iberia profunda e invertebrada como paradigma de la vieja y no tan vieja España. Sus movimientos, su dicción, su carisma, su interpretación, sencillamente, nos embelesan. Es un ídolo del que necesitamos sus bendiciones. Un mártir que emprende el camino del martirio como una modelo con plataformas en una pasarela empedrada. Con recato, con la soberbia de la cabeza bien alta. Además, su personaje es el punto álgido del misterio que atraviesa la obra. Antes de que llegue el toro, llega el hombre monja a la plaza del pueblo con sus seis pezones como metáfora de aureola de santidad.

En unas declaraciones en torno a la importancia del misterio en sus obras, Francisco Nieva sostiene:

«Porque lo que yo pensaba y que me di cuenta enseguida cuando consultaba con Vicente Aleixandre y con Carlos Bousoño, era que al teatro, al teatro en general, no solamente el español, le faltaba misterio, ¡misterio!, fiesta y… y… ¿cómo diría yo?… ¡Un estallido!»

Fiesta (que fantástica, fantástica esta fiesta), hay de sobra y nos encanta. Y el estallido, amén de Jorge Kent, nos llega también de la mano de otra de las interpretaciones clave de la propuesta: la de Coronada. Nerea Moreno es la actriz que da voz a la hermana de Zabedeo y su interpretación es apabullante, magnífica. Nos deja pegados de tal forma a la butaca que deseamos su presencia constante en escena. Arrebatadora sin discusión. Nos cuesta creer que esta actriz no acumule proyecto tras proyecto. Las producciones deberían estar rifándosela. Si la ven, solo querrán verla más y más. Preguntarse cuál es la próxima obra que tiene pendiente de estreno para comprar entradas. Su personaje nos remite a una potentísima voz, a una poética primordial. Nos la imaginamos como a una virgen cuyo corazón está atravesado por varias espadas. Una virgen que salta de su pedestal para emanciparse de su rol de hermana, de su rol de moza de pueblo esperando casamiento; preparada para el acto sacrifical previo paso por el toro mecánico de la vida que ya le ha zarandeado y corneado bien profundo. ¿Penitencia?, para los demás. Harta de renuncias, su embestida será épica. Su cornamenta es su propia independencia, su oposición a una sociedad que solo espera que cumpla con el dictado que tienen previsto para alguien como ella. Mujer poderosa, una suerte de Juana de Arco a la que no se le aparece el Arcángel San Miguel sino un toro enorme y un hombre-monja. Todos los momentos en los que aparece Nerea Moreno en escena son mayúsculos interpretativamente y destacamos, en particular, el momento en que sale de detrás de unas largas y vaporosas cortinas de colores y comienza su discurso. Boquiabiertos es poco. Maravillosa. 

Fantástico, igualmente Chani Martín en su papel de Zebedeo, el alcalde, que logra dejar en escena la impronta de ese tipo de hombre que tanto nos recuerda a muchos alcaldes y concejales de la España fracturada actual: ese tipo de hombre que ha aprendido a regatear con volquetes de putas, cocaína y con los pagos en B al mismo tiempo que sale, cada semana santa, como costalero.

Francisco Nieva, el matizador matizable, el hombre cosmopolita que apuntaba al universo, pero miraba a España, junto a Rakel Camacho, la directora a la que debería garantizársele un lugar en lo más alto del olimpo de la dirección escénica, juntos, en una comunicación personalísima entre los dos mundos, el del autor que ya no está y la directora que nos lo devuelve henchido y jubiloso, nos han extasiado. Arrebatado.

Con esta «Coronada y el Toro», han logrado hacernos salir de esa charca espesa de color marrón que, gota a gota, se ha ido haciendo un hueco en el panorama teatral de este país. Y, ya saben, para qué están las charcas sino para saltar sobre ellas, como lo hacen los niños.

CORONADA Y EL TORO

PUNTUACIÓN:  5 CABALLOS (Sobre cinco).

Se subirán a este caballo: Quienes quieran vivir una experiencia teatral arrebatadora y apasionante.

Se bajarán de este caballo: Los/as que tengan una existencia vacía y fútil

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FICHA ARTÍSTICA

De Francisco Nieva

Dirección: Rakel Camacho

Con Lorena Benito, Eva Caballero, Juanfra Juárez, Jorge Kent, Chani Martín, Nerea Moreno, Pedro Ángel Roca, Álvaro Romero, Antonio Sansano, Sanna Toivanen y Germán Vigara

Diseño de espacio escénico: José Luis Raymond

Ayudante de escenografía: Tomás González  

Diseño de iluminación: Baltasar Patiño  

Diseño de vestuario: Ikerne Giménez

Ayudante de vestuario: Tania Tajadura    

Composición música original: Pablo Peña con la colaboración de Chani Martín “El Zurdo” con el tema J de Tinieblas

Adaptación musical letras de Francisco Nieva: Álvaro Romero

Movimiento escénico: Julia Monje

Ayudante de dirección: Teresa Rivero

Ayudantes de producción: Javier Galán y Elena Martínez

Residente de ayudantía de dirección: Cristina Simón

Agradecimientos: José Pedreira, Guillermo Heras, Francisco Peña, Francisco Javier Flores Ruiz, Julio Jiménez, vecinos de Villarta de los Montes (Badajoz), Face2Face

Una producción de Teatro Español y SANRA Produce

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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo

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