Un joven treintañero cuenta la historia de su infancia y su adolescencia en la que un padre maltratante, la pobreza y el entorno social en el que vivían son partes centrales de su relato.
Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «Quién mató a mi padre» que, con texto e interpretación de Édouard Louis y dirigida por Thomas Ostermeier, nosotros pudimos ver en el Centro de Cultura Contemporánea Conde Duque, en Madrid.
El monólogo del actor, autorreferencial, a nosotros sí logró meternos en su cuento gris. Nos convenció para viajar por esas carreteras de la Francia rural en la que, hoy, gobierna la ultraderecha. Pudimos empatizar con el protagonista cuando nos hablaba de su infancia desgraciada y atormentada por la presencia de un padre que miraba a su hijo como a un animal de vitrina al percibir en él expresiones impropias de su género; un padre que humillaba a su madre llamándola gorda, reduciéndola a sirvienta, madre y esposa cuyo papel era del de saber regatear y aguantar (poner la comida en la mesa o esperar a que el marido llegase del bar. Ah y también no maquillarse o dejar de sonreír). Comprendemos que los bailes infantiles y juveniles del hijo eran su manera de disociar la realidad del pequeño pueblo en el que vivía (en el que a ojos de su padre era un afeminado y a ojos de sus compañeros de clase un marica).
El monólogo está transicionado por canciones y bailes o coreografías naif que el autor/actor compone para quitar peso a la sombra de una infancia marcada por una ruina afectiva evidente. Y ahí está el sustrato de esa palabra llamada resiliencia. ¿Es Édouard Louis una persona resiliente? Si nos atenemos a su historia pasada y presente, absolutamente sí. Porque el autor logró emanciparse de un entorno que parecía destinado a devorarlo y vomitarlo, a excretarlo y reducirlo a un joven y adulto reprimido o autodestructivo. No nos habla apenas de amistades en su infancia, de personas significativas que le estimulasen para creer en sí mismo o pensar que el mundo, más allá de las fronteras de la fábrica del pueblo y del cementerio cercano, era habitable. Un puñado de canciones, todas ellas propias de un catálogo gayfriendly, habrían de servirle para autocuidarse y autoafirmarse: desde el Barbie Girl de Aqua hasta el My heart will go on de Celine Dion. Asideros mentales para poder pasar de una etapa evolutiva a otra. Quién no ha cantado frente a un espejo, frente a sí mismo, para fugarse de la realidad. Quien canta su mal espanta y quien disocia, a veces, su salud mental pone a salvo.
A lo largo de la pieza, el autor parece decidido a retornar a la figura del padre que, con el paso de los años, acabará muriendo de cáncer. Un retorno para perdonar o, mejor dicho, comprender, aceptar. Signo distintivo, este, de la humanidad. Vuelve así, Édouard Louis, a tratar de reconciliarse con un padre solo, agotado, que también ha ajustado cuentas consigo mismo. Un padre que ha aceptado a su hijo. Un hijo que ha aceptado a su padre. ¿En este orden? Da igual. Lo que pasa es que, hacia el final de la obra, algo no termina de encajarnos. Es lo siguiente: el autor/actor ha hecho un balance de su existencia y nos ofrece una explicación cuasi Bronfenbrenneriana de todo a lo que hemos asistido.
Su familia, su microsistema, su mierda de infancia y toda la violencia verbal explícita de su padre hacia su madre y hacia sus dos hijos, no puede ser un sinsentido; ha de obedecer a una fuerza mayor y más poderosa que, con frecuencia, se soslaya o se queda fuera de la ecuación: el macrosistema (las condiciones sociales, culturales y estructurales que determinan en cada cultura los rasgos generales de las instituciones, los contextos, etc. en los que se desarrolla la persona y los individuos de su sociedad). Y en la configuración de un padre que termina solo y aquejado de fuertes problemas digestivos, Louis le echa la culpa al sistema: al sistema que le recorta la pensión, que recorta la sanidad pública, que sube los precios de los medicamentos. En su lista, (es francés, recordemos) caben varios presidentes de la República. Desde Sarkozy a Macron pasando por Hollande.
Leemos en una entrevista que le realizaron en el diario británico «The Guardian» esta frase que el autor comenta:
«La violencia no es imputable a los individuos, no es la responsabilidad de un individuo, sino, muy a menudo, el resultado de un contexto». («… violence is not imputable to individuals, it’s not the responsibility of an individual, but very often the result of a context…»)
Todo tendría sentido si responsabilizásemos al contexto, en último término, de los problemas de salud de su padre o de cuestiones relacionadas con la economía familiar, etc, pero, de veras, ¿ese argumento serviría para justificar la misoginia de un marido hacia una esposa o la homofobia de un padre hacia un hijo? Es una derivada poco responsable.
A los padres se les pueden perdonar actos vergonzantes, por supuesto. Eso ya dependerá de la conciencia de cada cual, pero asimilar la idea de que un padre fuese un capullo debido a la sociedad en la que vivía, debido al sistema mejorable que le tocó vivir, eso, amigos, es harina de otro costal. Sentimos que en ese análisis escasea la depuración por parte del autor y hay exceso de implicación emocional y, en cierto modo, un ejercicio de falta de autocrítica. La sociedad a tu alrededor puede ser una auténtica porquería, pero tú no tienes porque convertirte en parte de ese engranaje. Al contrario, puedes y debes ser beligerante contra los que oprimen, contra los que recortan derechos, contra los corruptos y los abusadores.
Sí, al padre del autor pudo matarle la sociedad. A todos, potencialmente. Pero el padre del protagonista no fue violento con sus hijos y con su mujer por culpa de la sociedad o la política. Eso es escurrir el bulto.
Nosotros sí somos más de pensar que lo micro es lo macro. La importancia de lo colectivo es incuestionable, desde luego, pero reducir a lo colectivo algunos actos cuya responsabilidad es sustancialmente individual, es un error. Todo un debate. Nos quedamos, eso sí, con el magnetismo melancólico que tiene la propuesta y con esa reflexión, en forma de pregunta, escondida bajo un relato sencillo e intimista: quién mató al padre del autor.
Ya sabemos que el mayordomo, aquí, ha quedado descartado.
QUIÉN MATÓ A MI PADRE
PUNTUACIÓN: 3 CABALLOS (Sobre cinco).
Se subirán a este caballo: Quienes busquen historias sencillas, melancólicas e intimistas.
Se bajarán de este caballo: Aquellos/as que salgan corriendo cuando algo les huele a auto ficción.
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FICHA ARTÍSTICA
TEXTO Édouard Louis
DIRECTOR Thomas Ostermeier
ASISTENTES DE DIRECCIÓN Elisa Leroy & Christèle Ortu
DISEÑADOR DE VÍDEO Sébastien Dupouey & Marie Sanchez
MÚSICA Sylvain Jacques
DRAMATURGIA Florian Borchmeyer & Élisa Leroy
ILUMINACIÓN Erich Schneider
VESTUARIO Caroline Tavernier
ESCENOGRAFÍA Nina Wetzel
TRADUCCIÓN Albert Tola
COPRODUCIDO POR Schaubühne-Berlin and Théâtre de la Ville-Paris
ESTRENO EN Théâtre de la Ville – Abbesses el 9 de septiembre de 2020 2018 – Éditions du Seuil
COLABORA Goethe-Institut
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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo
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