La mediadora de conflictos Geneviève Bergeron conduce bajo una terrible tormenta de nieve, camino de Ottawa, donde tiene una conferencia. Al día siguiente ha de tomar un avión rumbo a África, pero deberá descansar antes de irse al aeropuerto. Lo hará en una habitación de hotel en la que, sin saberlo, perderá la cordura enfrentada al sinsentido de la tecnología y a sus propios fantasmas como hija y como hermana.
Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «Soeurs«, que escrita y dirigida por Wajdi Mouawad y protagonizada por Annick Bergeron, nosotros hemos podido ver en la sala Roja de los Teatros del Canal, con motivo del pasado 40 Festival de Otoño.
Todos los resortes que nos hacen identificar a Mouawad, por el estilo y los temas que abundan en su escritura, se pueden encontrar también en esta producción: la familia, la identidad, las guerras, el duelo migratorio, la tragedia, la resiliencia. Estamos ante una propuesta formulada como un falso diálogo pues, en realidad, la protagonista de la obra se desdoblará en varios personajes que, con la ayuda de la técnica (paradójicamente), parecerán comunicarse entre ellos. Una mujer, mediadora en conflictos internacionales, tras impartir una charla, ya instalada en una habitación de hotel, reflexiona acerca de la falta de interés del público asistente a su seminario. Nos instala así frente a la deshumanización del mundo en que vivimos en el que ni los propios mediadores parecen mostrar interés en una charla sobre mediación ante el conflicto. Incluso, la comida servida por un chef libanés al que ella pidió que organizase el catering tras la charla, ha sido un desastre y la gente no parece haber degustado los maravillosos platos típicos de aquel país. Un gesto ofensivo y alejado de la apertura hacia la otredad, hacia la multiculturalidad.
El punto de vista apesadumbrado, pero sereno, de la mediadora, irá apuntalándose cada vez más y más auspiciado por una habitación de hotel en la que todo funciona mediante domótica e inteligencia tecnológica: desde el encendido del televisor, hasta la luz del baño o el cobro de los productos que uno consuma de la nevera. La voz de una asistente virtual será la encargada de hacer perder los papeles a la veterana mediadora llegando a un clímax cuasi bélico que se desatará en la habitación de hotel y que logrará que nuestra protagonista acabe pertrechándose bajo el colchón de la cama de la habitación en la que pasa la noche. Este podría ser el resumen de una primera parte (sin entrar en detalles que revelen más todavía). Sentimos que el autor, que juega con la infernal interacción humano-máquina, se centra especialmente en lo falible que puede ser el lenguaje (así como en los intrincados e insidiosos resortes del arrinconamiento de una lengua materna frente a otra lengua normativa que acaba imponiéndose en un territorio francófono como es Quebec: el inglés fagocitando al francés).
Mouawad plantea el asunto de las dificultades en la convivencia entre el francés y el inglés en diferentes lugares de Canadá (el caso Manitoba versus Montreal: Manitoba es una región en la que lo francófono ha perdido la batalla frente al empleo del inglés como lengua mayoritaria; no es ese el caso de a región de Quebec, a la que pertenece la ciudad de Montreal). Tal asunto no debiera ser relegado a un hecho localista, más comprensible para quienes habiten en aquellas latitudes, puesto que el tema es francamente interesante y tiene un efecto mucho más universal que local. Podemos citar aquí los estudios de Benjamín Whorf en los, este autor, sostiene la siguiente tesis:
“Vemos, oímos, percibimos el mundo en gran parte de tal o cual manera porque los hábitos lingüísticos de nuestra comunidad nos predisponen a determinadas opciones de nuestras interpretaciones”.
Whorf llega a asumir que si una palabra no existe en un idioma, los hablantes de ese idioma son incapaces de concebir ese concepto. Imaginemos, entonces, no poder honrar a un ser querido en su idioma, en su funeral, o tener que interactuar con un robot domótico que no acepta el uso de nuestra lengua materna. Sin tratar de ponernos en modo sesudo, diremos que empatizamos con el personaje de la mediadora porque cualquiera podría colocarse en ese micro universo lost in traslation que se produce en su habitación del hotel. Si nos niegan el lenguaje, nos niegan la identidad: lo que somos, los afectos, los vínculos más profundos.
El personaje de la mediadora parece sucumbir frente a esa apisonadora de la globalización lingüística, frente a esa apisonadora de la indiferenciación, de la imposición de un código-fuente uniforme. Y al mismo tiempo, detectamos también que hay un correlato similar en lo que revela la interacción humano-máquina: ¿hasta qué punto debemos aceptar las premisas de una tecnología que nos esclaviza, que no está a nuestro servicio ni nos hace la vida más cómoda sino que nos exige el pago de un peaje? He ahí la mirada nostálgica del señor Mouawad que, nos atreveríamos a decir, responde a una especie de duelo migratorio implícito, a una especie de rabia consciente, legítima, contra un mundo que va muy deprisa y no está atento a los detalles valiosos, a los significados que acontecen, diariamente, en las relaciones que entretejemos.
Nos gusta mucho la ternura que existe en la necesidad del personaje de la mediadora de aferrarse a lo humano, a lo reconocible, a un código que legitime sus valores. Así, aún cuando Geneviève, la protagonista, intenta por todos los medios gestionar el secuestro que está a punto de efectuar su propia amígdala, un secuestro emocional en toda regla, somos conscientes de que la acumulación de detonantes es suficiente para provocar en ella una crisis nerviosa: el frustrante resultado de su charla, el nulo éxito del chef de oriente medio que preparó la comida para los asistentes, las llamadas de su madre, que le ha comunicado que ha muerto un tío suyo y que en la zona de Canadá en la que viven (Manitoba) ya no hay posibilidad de oficiar una misa en francés porque todo se hace en inglés; por no no hablar del frenesí agotador al que la desafiará la asistente por voz de la habitación interactiva en la que se aloja. Todo conducirá al caos. Todo conducirá al estallido.
Una primera parte que deriva en un segundo tramo final en el que salta a la palestra otro personaje: una perito de una aseguradora que deberá acudir a la habitación de hotel para valorar los daños y desperfectos que la usuaria (Geneviève) ha provocado. La perito no dará crédito a lo que ve en la habitación: nunca podría decir que todo el destrozo del mobiliario y de la estancia hubiese sido provocado por una mediadora de conflictos, pero ahí está la gracia. En lo paradójico. En la contradicción de los términos. La mediadora que causa el conflicto. Observemos el grito de impotencia del autor frente a un mundo en el que los obstáculos para la comunicación se ceban, se potencian, no se eliminan sino que proliferan y nadie parece hacer nada para señalarlos como responsables de una sociedad más imperfecta, más propensa a su propia auto aniquilación. Dicho así, podría pensarse que Mouawad vuelve a echar mano del dramón y lo trágico (que no sería nada malo), pero no. El autor se instala, en «Soeurs», en otro lugar para afianzar el relato: la ternura, la nostalgia y un compromiso, también, con el sentido del humor. Reírse de la farsa que encierra lo trágico para obtener cierta redención.
La segunda parte nos presenta a esa perito del seguro que acabará encontrando un vínculo poderoso con la mediadora que se ha pertrechado bajo el colchón; un vínculo que llega, precisamente, en forma de identidad compartida: la comida del chef del Líbano que la mediadora salvó del catering y se llevó consigo a la habitación del hotel. La perito descubrirá las bandejas de esa comida y conectará con sus raíces: el Líbano como paradigma del hogar, desvirtuado por la guerra, del que hubo que partir, al que hubo que abandonar físicamente, pero nunca mentalmente. El Líbano y su presencia implacable transformada en pérdida ambigua (como la del muerto cuyo cadáver no se ha podido encontrar y, ergo, dar sepultura). La guerra, una vez más, omnívora, cercenadora de presentes y tamizadora de futuros.
Lo más hermoso, al margen de una escenografía estupenda, una virtuosa dirección y una más que elogiable interpretación de Annick Bergeron, es el encuentro y la sororidad que se produce en la historia. La empatía a través del lenguaje y de los recuerdos evocados. La perito sabe leer/calibrar el miedo y el desamparo en la mediadora que se ha escondido bajo la cama. Ahí aparece el lenguaje como una fuerza que aferra, con sus brazos espectrales, a las dos mujeres y se obra la identificación. ¿Acaso hay mecanismo más poderoso? No.
Una suerte que el 40 Festival de Otoño nos haya regalado esta pieza que, pese a llevar en gira desde el año 2014, sigue manteniendo todas sus resonancias, apuntaladas en un fantástico ejercicio interpretativo de Bergeron y en un texto delicioso y hermosísimo de ese hombre que sabe sacarle los frutos a la experiencia de la nostalgia, de la migración, de la guerra. Ese autor que sigue siendo capaz de recordarnos que «en el corazón de todos los inviernos» puede vivir «una primavera palpitante».
SOEURS
PUNTUACIÓN: 4 CABALLOS (Sobre cinco).
Se subirán a este caballo: Quienes gusten de una historia más que interesante en torno a la identidad, la nostalgia, el lenguaje y un mundo que va camino de no ser.
Se bajarán de este caballo: Aquellos/as que tengan poca hambre de buena y reparadora cultura.
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FICHA ARTÍSTIC
Texto y dirección: Wajdi Mouawad
Inspirado por: Annick Bergeron y Nayla Mouawad
Con: Annick Bergeron
Dramaturgia: Charlotte Farcet
Asistente de dirección: Alain Roy
Escenografía: Emmanuel Clolus
Iluminación: Éric Champoux con la asitencia de Éric Le Brec’h
Vídeo: Dominique Daviet y Wajdi Mouawad
Vestuario: Emmanuelle Thomas
Dirección musical: Christelle Franca
Composición: David Drury
Realización sonora: Michel Maurer
Maquillaje: Angelo Barsetti
Con las voces de: Annick Bergeron (le réfrigérateur, la télévision, les chaînes de télévision), Christelle Franca (Virginie), Aimée Mouawad (voces de niños), Wajdi Mouawad Arnold (músicas adicionales Ginette Reno Je ne suis qu’une chanson, Sabah Saat Saat, Jean Sibélius Étude Op. 76 nr2).
Producción: La Colline – théâtre national
Coproducción: Au Carré de l’Hypoténuse-France & Abé Carré Cé Carré-Québec compagnies de création, le Grand T – Théâtre de Loire-Atlantique, Théâtre national de Chaillot, L’Archipel – Scène nationale de Perpignan, Le Quartz – Scène nationale de Brest.
Decoración construida en los talleres Grand T
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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo
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