Una mujer irrumpe en un teatro, a punta de pistola, para decir a todo el público que ella es el propio Juan José Millás que se supone iba a impartir una charla en ese mismo teatro.
Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «Miércoles que parecen jueves» que con dramaturgia de Juan José Millás, dirección de Mario Gas e interpretación de Clara Sanchis, nosotros pudimos ver en el Teatro Quique San Francisco.
Fíjense: tenemos a Millás dando el salto mortal de la narrativa a la dramaturgia y ese, de entrada, es un elemento más que interesante para acudir a ver la función. Nunca es fácil acomodar el relato que se articula en lo narrativo en su paso al hecho teatral e intuíamos que todo iba quedar muy narratúrgico, es decir, todo vertebrado en un monólogo en el que se irían hilvanando, con sentido de trama o de continuidad, diferentes escrituras de Millás en una forma de teatro collage que puede funcionar o salir como el ortho (lo de ortho por orthographía, de su raíz latina/griega). Tranquilidad, no teman: no es el caso de esta pieza por un par de razones (no sé si en el siguiente orden): primero, porque contar una historia, por medio de la palabra, el textocentrismo, nunca debería devaluarse y, segundo, porque los quiebros y filigranas con las palabras que bien sabe emplear el señor Millás, son más que solventes.
Hay muchos asuntos que salen a relucir a través de su lenguaje y el análisis daría para digresiones, debates sesudos, reflexiones más o menos acertadas, etcétera, pero lo que nos vino a la mente fue el tema del apropiacionismo (ignoramos si en la escritura de Millás abunda este asunto). Apropiacionismo en términos de narrador cazado por su personaje, quien se apropia de la autoría en un juego de enredos de identidades. Nada nuevo desde el punto de vista del constructivismo radical que bien podría ser el sustrato de esta pieza en la que la realidad es tejida desde la perplejidad autorreferencial. Sin saber muy bien cuál es el interés profundo de la reflexión en torno a esa idea de que el autor ve arrebatados sus privilegios por el propio personaje creado, nosotros nos quedamos con la riqueza de la prosa del escritor que, en un delicioso trabajo con el lenguaje y sus serendipias, nos regala una ristra de microrrelatos a cual más humano o más lúcido sin perder de vista el humor.
En un guiño Pirandelliano, aquí un personaje no va en busca de autor sino que trata de fundirse con él, orillando al escritor a un lugar cuasi esotérico, como si el escritor solo fuese un medio (o un medium) para justificar un fin (la existencia de un personaje). En el fondo, amigos/as (ojo, que nos vamos a poner intensos), aquí se está indagando acerca del arte de crear, de la propia creación y de la figura del autor. Sobre esta figura, la del autor, ya el gran Foucault se atrevió a horadar en las partes sacralizadas del término llegando a decir que la figura del autor no tendría que ser indispensable, llegando, más allá, a hablar de que se podría concebir:
«una cultura en la que los textos circulasen en el anonimato».
Antes de esa cultura del anonimato, Millás, que es mucho Millás, se introduce en la historia como la madre de Sheldon en «Historias de Nueva York» (de Woody Allen), pero en vez de hacerlo desde el cielo, lo hace por medio de un ordenador, para calmar los ánimos de su personaje. El autor-padre tratando de reconducir las cosas; el autor que puede hacer lo que desee con su historia jugando a la fábula, a la metaautoría, divirtiéndose y, en el fondo, restándose peso en el discurso de lo que significa ser escritor. Millás nos dice que todos podemos ser Millás porque él escribe de lo que extrae de la realidad, como una pulpa de la que podríamos, cualquiera, licuar un trago de su jugo. O mejor, ese trasvase de autor-personaje, parece querer transmitirnos la idea de que nadie somos, puramente, uno/una mismo, sino, antes bien, lo que nos hacen ser los otros, las circunstancias, el ecosistema en el que habitamos. Agárrense, viene susto: todos/as estamos definidos por la otredad. Que, al final, no es una idea aterradora o devastadora, sino esperanzadora, reparadora por aquello de que nos permite salir de nuestra personalidad para no amurallarnos en ella. (Bueno, vale, una idea no aterradora o devastadora a no ser que uno sea Camille Paglia, Georgia Meloni o similares).
Y, en el escenario, es la actriz Clara Sanchis (ya acostumbrada al estilo monologado) la que hace las veces de anti personaje, un no-yo similar al del Olegario que el escritor creó en «Tonto, muerto, bastardo e invisible», (pues ella es la voz del autor, a quien tacha de impostor), la que se esfuerza por hilvanar los diferentes relatos haciéndonos creer que hay un sentido entre todo lo que cuenta. La que existe porque relata pues si dejase de hablar y contar, desaparecería como un Brockengespenst o espectro de Brocken (que no es más que una sombra/reflejo de alguien que se puede ver cuando el sol brilla a través de una neblina). Su papel es complicado dado que debe acomodarse a un texto no siempre sencillo de hilvanar y cumple con creces.
Tal vez nos convenza menos el final de la pieza en lo que respecta a apostar por un cierre un tanto dramático cuando, hasta entonces, todo coqueteaba con la ironía, las sutilezas casi mágicas del lenguaje y sus posibilidades y con un tono de humor bien traído. Igual que algunos miércoles parecen jueves, hay escritores dotados para poner sobre la mesa que hay lenguajes que parecen realidades, y viceversa. Y sí, por supuesto, uno de esos escritores, maravilloso, es el señor Millás.
MIÉRCOLES QUE PARECEN JUEVES
PUNTUACIÓN: 3 CABALLOS y 1 PONI (Sobre cinco).
Se subirán a este caballo: Quienes gusten de penetrar en el universo de Juan José Millás.
Se bajarán de este caballo: Aquellos/as que crean que la narraturgia son los padres.
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FICHA ARTÍSTICA:
Dramaturgia: Juan José Millás
Dirección: Mario Gas
Reparto: Clara Sanchis
Videoescena: Isabel de Ocampo
Producción: Entrecaja producciones teatrales y Clara Sanchis
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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo
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