Dos hermanos se reencuentran en la casa familiar. Uno de ellos ya lleva allí algún tiempo, intentando escribir un guion de cine que pueda vender a un productora. El otro hermano acaba de llegar tras haber estado una larga temporada viviendo como un nómada, en el desierto, y su vuelta está marcada por el alcoholismo y la hostilidad de las que hará gala frente a su hermano con el que, paradójicamente, tratará de convencer para que escriba un guion basado en una historia que él ha imaginado.
Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «True West» que, con texto original de Sam Shepard, adaptación de Eduardo Mendoza y dirección de Montse Tixé, nosotros pudimos ver en las Naves del Español, en Madrid.
Poco tiempo antes de morir de ELA, cuentan que Shepard le había prometido a Patty Smith llevarla conocer el verdadero oeste americano. No pudo ser, por la enfermedad del autor, pero asumimos que ese oeste que Shepard quería mostrarle a Smith no sería el que plasmó en su texto «True West»: una pieza repleta de un paisanaje herido, una semblanza del ocaso de los vínculos familiares. Shepard, considerado uno de los grandes del teatro norteamericano, posee, con toda seguridad, obras mejores que la que se presenta en las Naves del Español y que, en su repertorio, queda alejada de la escritura de obras como «Fool for love» o «Buried Child», la que le haría ganar el Pulitzer en el año 1979 (pese a que True West podría cerrar una trilogía junto a las otras dos mencionadas).
«True West» es una obra menor en lo que respecta a la poética y al texto, aunque, ciertamente, se erige como paradigma de escritura al servicio de una catarsis autoral con ecos de su propia familia. La trama, bien sencilla, escatima en subtramas e intrahistorias que no se dan y nos resulta un tanto monocolor, lineal, sin una hondura que vaya más allá del análisis de la rivalidad entre hermanos o la, subtextual, historia biográfica del autor y la impronta de un padre alcohólico que, en su día, arrastró a toda la familia desde el estado de Illinois al de California para vivir junto a una plantación de aguacates. Así lo constata el propio Shepard en algunas entrevistas. También relata que su padre pasó, sus últimos años en el desierto porque no encajaba entre la gente. Es algo que observamos en Lee, el rol de uno de los hermanos en la obra que parece ser un subproducto de ese padre que educó al autor rozando el maltrato y entrando de lleno en el machismo más recalcitrante. Hay quien dice que los dos hermanos, en la obra, son en realidad un yo dividido o escindido: dos partes de un mismo ego. El relato de dos almas que conviven en una: la del que se ha tratado de autoregular y autonivelar con disciplina y trabajo y esfuerzo constante para conseguir sus objetivos y la de aquel que decidió vivir al estilo cowboy, solitario, aquejado de malditismo, de una misantropía que solo el desierto puede calmar. Pensemos en el desierto como un lugar de destierro, de distanciamiento, de ostracismo elegido en el que uno puede operar al margen de la civilización, pagando, eso sí, el peaje del apátrida, del paria que es el peaje que ha pagado el personaje de Lee en la pieza.
El juego narrativo incluye a un tercer actor en la historia: el productor de cine que apostará por la idea del hermano menos disciplinado. ¿Una crítica a esa industria hollywoodiense que engulle lo que le echen y deja fuera a los más válidos? Pues probablemente, sí. Como tantas industrias que han prosperado inyectando y auspiciando a mediocres. Los dos hermanos tratarán de pelear por sus ideas que, mire usted, siempre es un sustrato muy atemporal y asistiremos a esa rivalidad mediada por las collejas, los empujones, los zarandeos y las cervezas como líquido elemento que precipitará la historia desde una primera parte más sombría y con cierto carácter o músculo a una segunda parte convertida en quiero y no puedo sin un solo mimbre intelectual al que aferrarse, rozando, en su final (episodio de las tostadoras mediante) un cierto tono sonrojante con la aparición de una madre que «estaba de vacaciones» en Alaska e irrumpe en escena con la sutileza de un deus ex machina surrealista que rompe con todo el realismo sucio de la primera parte y el costumbrismo que invade la segunda parte. Hay momentos en que uno piensa que está viendo una sitcom en vivo y que en cualquier momento podrían poner, entre acto y acto, un anuncio de la superbowl. El tono de la obra trata de conciliar el cinismo de los dos hermanos con otro tono mucho más naif que desdibuja la pieza de aquellos contornos al optar por el subrayado de una dramaturgia más disparatada que rompe con el drama apuntalado. Al final, todo parece escapar a ese alegato que Shepard hacía en torno a la violencia como herencia cultural cuando sostenía que:
» (…) No hay manera de escapar del hecho de que hemos crecido en una cultura violenta, no podemos escapar de ella, es parte de nuestro patrimonio. (…) La impotencia se responde de muchas maneras, pero una de ellas es la violencia (…)».
Impotencia palpable en la relación entre ambos hermanos que responden, sí, con cierto nivel de violencia, pero una violencia que quedará, al final, tan tamizada por la necesidad de empaquetarla dentro de lo surrealista que Shepard se diluye en cierto modo. La expectativa que uno puede tener de encontrarse con los núcleos duros del autor, va evaporándose: la aspereza y dureza del desierto, las condiciones de vida de quienes eligen el lado de los outsiders, las fragilidades de una virilidad dañada, el malestar de la figura paterna que sigue apretando el cuello con su larga mano, las contradicciones de la herencia cultural norteamericana. Digamos que todo eso está, sí, de algún u otro modo, pero reducido a espejismo.
En lo interpretativo destaca, por encima de los demás, Tristán Ulloa en el papel de Lee, el hermano con pintas de homeless que regresa a casa. Su forma de llevar la pesada carga de quien no encaja con el mundo, es impecable, por mucho que el texto le conduzca, llegando el final, hacia derroteros más difíciles de sostener. Sus parlamentos brillan más en el subtexto que en la carga de las palabras que suelta por la boca; el riesgo se encuentra en lo que no está dicho, en lo que no se nombra, como si Shepard trazase unos implícitos a modo de un Pinter o de un Jon Fosse. Kike Guaza y José Luis Esteban encajan en dos papeles que no desentonan, pero que tampoco brillan. El papel de la madre, Jeannine Mestre, en el tramo final de la obra, desnorta por completo y produce cierto alejamiento de la trama que había discurrido hasta el momento.
La escenografía de Sebastiá Brosa posee un curioso doble vínculo: por momentos la casa se convierte en un personaje más, un tanto ramplón, de cliché, (daríamos por bueno que dentro de uno de los cajones de la cocina pudiese haber algún libro de recetas de Julia Child), pero, en otros momentos, el espacio escénico nos extenúa, ejerciendo la propiedad subjetiva de una jaula en la que los dos personajes están francamente encerrados; dos ascetas, a su modo, que solo logran escapar por medio del alcohol como puente colgante hacia otra realidad.
La directora Montse Tixé ajusta la pieza a la adaptación de Mendoza potenciando el lado de comedia. Lo atestiguamos al observar cómo los dos actores revelan sus diferencias, en sus ademanes y aspavientos y en sus bobaliconadas de cachorros que se pelean sabiendo que encuentran a su Doppelgänger solo con mirar a quien tienen en frente. Se deja un espacio interesante para que se desarrolle el ritual catártico y de regeneración entre ambos familiares, al modo de purga, de territorialización de ideales, siendo la máquina de escribir la clara frontera que les separa; la tecnología como detonante de una brecha que no es digital sino de valores. Estos aspectos quizá sean los que nos atraen más de la propuesta en su conjunto, pero, con todo, las expectativas no se cumplen y, al final, aunque la pieza alcance cierto punto de entretenimiento, también comporta un cierto grado de suspensión del juicio, como espectadores. pues la radiografía de la violencia que salta a la escena es lo suficientemente pueril y de pataleta como para preguntarse si este era el verdadero sentido de la propuesta: mostrarnos a dos hermanos, Austin y Lee, como un ying y un yang, respectivamente, centrifugados en el texto; encerrados en el mismo desastroso círculo de la vida con los colores negro y blanco mezclándose, irremediablemente, en un apenas penetrante gris.
TRUE WEST
PUNTUACIÓN: 2 CABALLOS y 1 PONI (Sobre cinco).
Se subirán a este caballo: Quienes deseen pasear por el desierto de los lazos familiares que propone Shepard.
Se bajarán de este caballo: Aquellos/as que sientan que la violencia familiar se queda aquí en pataleta entre hermanos.
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De Sam Shepard
Adaptación: Eduardo Mendoza
Dirección: Montse Tixé
Con Tristán Ulloa, Kike Guaza, José Luis Esteban y la colaboración especial de Jeannine Mestre
Diseño de espacio escénico: Sebastià Brosa
Diseño de iluminación: Rodrigo Ortega
Diseño de espacio sonoro: Orestes Gas
Diseño de vestuario: Reme Gómez
Una producción de Octubre Producciones, Tanttaka Teatroa y Bitò
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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo
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