Una familia formada por tres hermanos y la madre se reúne al completo tras el regreso de una de las hermanas, que se había emancipado y vuelve a casa con su novia embarazada para que el bebé nazca en España. El regreso no será fácil porque en la casa familiar vive una madre propensa al drama y dos hermanos: una que es poetisa y está soltera y otro que dice ser el mismísimo Jesús de Nazaret.
Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «La voluntad de creer» que, con texto y dirección de Pablo Messiez, nosotros hemos podido ver en Las Naves del Español, en Madrid.
El texto nace del trabajo de revisión de la obra «La palabra» del autor Kaj Munk (dramaturgo y pastor luterano Danés nacido en 1898) que sería llevada al cine por Carl Theodor Dreyer con su película «Ordet» del año 1955. Messiez señala que «La voluntad de creer» fue trabajada a partir de ese film de Dreyer y si uno repasa la película observará que la historia transita por lugares muy similares en cuanto a la forma. Otra cosa, más discutible, en cuanto al fondo.
En las formas, «La voluntad de creer» pareciera querer nutrirse del dramatismo o tenebrismo de la luz blanca y el contraste con la oscuridad tal vez en clara apelación al pintor danés, admirado por Dreyer, Vilhelm Hammershøi cuyo simbolismo pictórico le llevaría a realizar pinturas fundamentalmente de interiores cargadas de melancolía, de introspección y silencio. La casa que habitan los personajes de la pieza de Messiez, con el diseño de escenografía de Max Glaenzel y el diseño de iluminación de Carlos Marquerie, bien podría haber salido de alguno de los paisajes interiores de Hammershøi como «Dos figuras frente a la ventana» o «Cuatro habitaciones», pintor que nos recuerda a un Vermeer más tétrico o a un Andrew Wyeth menos optimista.
En ese aspecto, la recreación de un imaginario Dreyeriano como homenaje, al margen de una pequeña pantalla de televisión que emite escenas de la película «Ordet» mientras se representa la obra en el escenario de la Sala Max Aub, queda amortizada. Messiez parte de Dreyer en lo estético y logra llevarnos a esa sustancia difícil de lograr. Pero si lo consigue en lo estético, no creemos que suceda así en lo ético. Nos parece improbable, ya no diremos imposible, recrear las hechuras éticas de Dreyer y encarnar, en los tiempos que corren, un mensaje similar al de Ordet (al de La palabra de Munk) porque, por mucho que el posmodernismo se pueda vertebrar como rupturista y expresión máxima de la crisis del pensamiento metafísico moderno, capaz de deslegitimarlo todo y relativizar el progreso, diríamos que la fe, como asunto espiritual enfrentado a las luces del racionalismo, tiene, como reflexión, un calado y una hondura sin parangón en la época en la que Dreyer rodó su película (más todavía en el momento en que Munk escribió la pieza teatral) que, desde luego, no tiene en los tiempos que corren.
Si esa fe encarnada en un Jesús de Nazaret redivivo hubiera sido sustituida por la metáfora de un neo mesías tipo Elon Musk, o similares, podríamos quizá comprender el juego de la revisión de «Ordet/La palabra» de otro modo puesto que, en lo que respecta al muchacho que sufre el brote psicótico en la familia, no hay transgresión alguna y, en nuestros tiempos la discusión no debería encontrarse con la, muy trasnochada, disyuntiva entre Fe/creencias y razón/ciencia. La enfermedad mental del hermano no nos puede conmover más que de modo que recojamos su sufrimiento y nos hagamos cargo de no estigmatizar, pero, mire usted, nunca del lado de pensar en «a ver si va a tener razón y es realmente Jesús de Nazaret». Esto último, mirando para otro lado, se lo permitiríamos dudar a su familia en la escena, pero es demasiado aventurado esperar que el público pueda llegar a dudar también.
Por otro lado, toda esa estética simbólica Dreyeriana que atisbamos en el escenario choca, en esta pieza de Messiez, con una especie de capa gruesa de costumbrismo Berlanguiano que, si somos honestos, no se compadece ya, en modo alguno, con «Ordet» y menos con la teología Luterana de Munk. Queremos entender la risa y el sentido del humor como parte de la obra y, les aseguramos que es inevitable no reírse con el papel del madre de la familia y todos sus aspavientos, pero, por momentos, muchas de las escenas y acciones quedan trufadas de un quiero y no puedo que cimbrea entre lo trágico y lo esperpéntico sin encontrar un hilo conductor que los entremezcle con soltura.
A lo mejor somos nosotros los únicos que, por momentos, no sabíamos a qué gato ponerle el cascabel: al del drama o al de lo grotesco, pues ambos pululaban juntos en muchas escenas. ¿Quiere generarse alguna reflexión certera entorno al asunto de la muerte y la creencia en otra vida posible más allá? Pues el intento de reflexión se queda en boutade. ¿Desea el autor jugar con la percepción del espectador de modo que la propia función sea una puesta a prueba de su fe? Pues no sabemos si los espectadores habrán puesto a prueba su fe, pero nosotros nos preguntamos, todavía, a qué fe se estará refiriendo.
Debemos decir que hay muchos momentos en los que el texto nos atrae, sobre todo, en aquellos que llevan a algunos personajes a disertaciones casi de soliloquio que nos resultan muy estimulantes con temas tan universales y atemporales como el amor o la muerte. Nos sobra, y mucho, todo el prólogo de ruptura de la cuarta pared. No entendemos nada este convencionalismo ya un tanto apolillado.
En lo interpretativo nos quedamos con la actriz que, desde su silla de ruedas, sentencia en el papel de madre sostén, casi tomada de Winnicott; una madre que comprende el mundo desde el hartazgo que este le genera, llena de prejuicios morales y siendo fiel a ese aforismo tan prosaico y genuino que dice: «para lo que me queda en el convento, me cago dentro». Sin duda, el personaje más próximo a lo Berlanguiano de todos los que se pasean por escena. Los demás, debemos señalarlo, no terminan de resultarnos demasiado interesantes y más pareciera que se mueven entre el desconcierto, el nihilismo o la angustia existencial. Difícil de digerir, por ejemplo, el papelón de la hermana que regresa a casa y que, agárrense, debe convencernos de que siente que su hermano está mentalmente enfermo, luego de que ha muerto alguien muy querido y sufre por ello y, al poco rato, de que transita hacia la credulidad en una resurrección, de su ser querido muerto, gracias al acto misericordioso y milagroso de su hermano, el que antes creía, sí amigos, enfermo mental de manual. Todo un arco de personaje. ¿He ahí el milagro de la función?
A nosotros «La voluntad de creer» nos ha recordado más a la película «Lars y una chica de verdad», de Craig Gillespie, que a la «Ordet» de Dreyer.
Nos hubiera resultado todo más verosímil si el sentido del humor funcionase en todo momento y encajase, sin chirriar, con algunos episodios más ceremoniosos o emperifollados en términos de solemnidad o dramatismo (nótese la presencia del médico en la casa que parece salido de otra obra diferente o algunos requiebros del texto que colocan a los personajes en un semivacío existencial empleando un lenguaje casi propio de R. D. Laing).
Decía Kierkegaard que «sólo quien ha experimentado la angustia y la desesperación puede tener relación con Dios y alcanzar la fe«. (Queremos suponer que experimentando la desesperación uno puede tener una relación con casi cualquier cosa, antes que con Dios, ¿no?) En cualquier caso, nosotros no nos hemos desesperado ni angustiado viendo «La voluntad de creer» y creemos que tiene los suficientes aciertos como para pasar un buen rato. Otra cosa es que, como espectadores, les haga alcanzar la fe.
LA VOLUNTAD DE CREER.
PUNTUACIÓN: 3 CABALLOS (Sobre cinco).
Se subirán a este caballo: Quienes acepten un crossover entre Dreyer y Berlanga.
Se bajarán de este caballo: Quienes tengan la voluntad en modo «ver para creer» y no en «creer para ver».
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Texto: Pablo Messiez a partir de La palabra de Kaj Munk
Dirección: Pablo Messiez
Con Marina Fantini, Carlota Gaviño, Rebeca Hernando, José Juan Rodríguez, Íñigo Rodríguez-Claro y Mikele Urroz
Diseño de espacio escénico: Max Glaenzel
Diseño de iluminación: Carlos Marquerie
Diseño de sonido: Iñaki Ruiz Maeso
Ayudante de iluminación: Juanan Morales
Diseño de vestuario: Cecilia Molano
Entrenamiento corporal: Elena Córdoba
Temas musicales: Viene clareando (Atahualpa Yupanqui) en versión de Leda Valladares y María Elena Walsh; Vidala del último día (Raúl Galán y Rolando Valladares) en versión de Sílvia Pérez Cruz
Producción Buxman Producciones: Pablo Ramos (producción ejecutiva) y Jordi Buxó y Aitor Tejada (dirección de producción)
Ayudante de producción: Roberto Mansilla
Ayudante de dirección: Javier L. Patiño
Residente ayudantía de dirección: Noelia Pérez
Una coproducción de Teatro Español y Buxman Producciones
Agradecimientos: A todo el público que nos acompañó durante el proceso de ensayos y a Sílvia Pérez Cruz
Para la escritura de esta obra, el autor disfrutó de una residencia de escritura en la Sala Beckett en 2022
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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo
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