Un hombre hace el relato, monologado, de una historia de amor y desamor enmarcada en el la historia de México que comprende desde el año 1979 hasta 2012.
Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «Cada vez nos despedimos mejor» que, con texto y dirección de Alejandro Ricaño e interpretada por Diego Luna, nosotros pudimos ver en las Naves del Español, en Madrid.
La madre de Mateo está apunto de parir y romperá aguas justo en el momento en que encuentre a a su marido teniendo sexo con otra mujer en un cuartucho. Este dato, de arranque de la función, es necesario, nos dice el protagonista, Mateo, porque servirá para entender la historia que viene después. Mateo es el personaje principal de este relato o narración contada (porque este es el margen de maniobra teatral que va a tener la pieza: una narraturgia). Como protagonista, se apropia de su experiencia en primera persona para contarnos algunas cosas de su vida, pero situando el foco en su relación de amor con Sara (que nació el mismo día y a la misma hora que él). Serendipias.
Diego Luna, actor Mexicano conocido internacionalmente por sus papeles en largometrajes como «Y tu mamá también» o «Rogue One: una historia de Star Wars» (por mencionar solo dos ejemplos), es quien encarna al protagonista del monólogo. Lo hace con sencillez, sin estridencias, conduciendo al espectador por una serie de hitos biográficos de los personajes principales que discurren en paralelo a otros hitos en la historia de México (las elecciones de 1988, un gran terremoto en la ciudad, la elección del Presidente Peña Nieto).
La interpretación de Luna no es destacable por algo en particular; su papel resulta creíble, sí, y aceptable, pero no emociona, no revuelve en la butaca, no desgarra, no impresiona ni dispara en el espectador un efecto que vaya más allá de una media sonrisa, cierto afecto hacia el tono de lo que se cuenta y hasta ahí. El actor se hace cargo de un texto que apuesta por una historia demasiado sencilla con personajes que no logran maravillar ni asombrar. El relato que se sumerge en lo cotidiano (no siendo esto óbice para poder desplegar una historia apabullante), se queda en una mezcla entre sencillez y tozudo neo romanticismo para todos los públicos. Un tozudo neo romanticismo que puede sentenciar, para mal, una historia (nos viene a la memoria una película, que no sabemos por qué nos ha recordado en el tono. Se trata de «Grandes esperanzas», con dirección de Alfonso Cuarón. Película en la que la línea romántica destrozaba todo el relato).
Una historia de pareja daría para elevar el nivel de intensidad mucho, pero mucho más y, qué decir de la historia de México y sus avatares: ¿Lo más afilado y ácido es lo de la pregunta que le hace un periodista a Peña Nieto sobre los libros que le influyeron en su vida? Ay.
«Cada vez nos despedimos mejor», en escena, abandona la posibilidad de apuntalar una historia trepidante en aras de afianzar una trama un tanto falta de carácter, pequeña, amparada en la escritura previsible y sin riesgos. El epicentro de la historia, cuyo final no sorprende, nos habla de los errores del pasado que se repiten, de automatismos que, tal vez heredados, nos hacen volver a meter la pata hasta el fondo. ¿Los errores de mi padre son mis errores? ¿O mis aprendizajes? La vida no tiene marcha atrás y lo único que podemos es anticiparnos al futuro para enmendarnos a nosotros mismos. Amén.
La historia de la pareja es melancólica, como las historias de tantas parejas que terminan envueltas en la vorágine de la deslealtad. De la infidelidad. Aunque en esta obra la palabra vorágine suena demasiado intensa pues las reacciones de los protagonistas son las propias de dos tipos muy civilizados que se quieren y saben administrar sus desavenencias. Lo único que tiembla en esta historia es un terremoto que se evoca. Pero no se asusten: los temblores apenas son perceptibles (un dos coma cinco en la escala de Richter), porque la trama y la escritura priorizan el cuento, la fábula cándida e inocentona. Encuentros y desencuentros, sin más, y vueltas a la relación con un padre antisemita que pasa sus días, frente al televisor, con la compañía de un perro tullido y ciego (por cierto, el antisemitismo no es gracioso).
Texto con intenciones de evocador de imágenes tal vez demasiado reposadas, mansas, que, les aseguramos, no se les van a quedar en la memoria. Es esta correosa ternura, de principio a fin, incluso en los aspavientos del actor Diego Luna y en su voz ASMR, lo que hace de esta pieza una propuesta fácilmente digerible a la par que fácilmente olvidable.
«Cada vez nos despedimos mejor» y, a este paso, por desgracia, cada vez nos estamos olvidando mejor de la última obra que hemos ido a ver a un teatro.
CADA VEZ NOS DESPEDIMOS MEJOR
PUNTUACIÓN: 2 CABALLOS Y 1 PONI (Sobre cinco).
Se subirán a este caballo: Quienes acudan al reclamo del nombre «Diego Luna» y no tanto por la historia.
Se bajarán de este caballo: Quienes sientan que la historia deja el mismo temblor que un terremoto de 2’5 en la escala de Richter
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FICHA ARTÍSTICA
Texto y dirección: Alejandro Ricaño
Interpretada por: Diego Luna
Músico en directo: Darío Bernal
Composición música original: Alejandro Castaños y Darío Bernal
Diseño de espacio escénico e iluminación: Matías Gorlero
Diseño de vestuario: Sara y Mateo
Residencia de ayudantía de dirección: Noelia Pérez
Producción México Berenice González
Producción Madrid: Eva Paniagua, Juanfran García
Asistente de producción compañía: Tomás Manterola
Una coproducción de Producciones Come y Calla y
La corriente del golfo
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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo
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