Dorotea, la hija de un gerifalte de un pequeño pueblo, no consigue casarse. Los correveydiles de sus paisanos han espantado al mozo con el que se iba a casar y la pobre se ha quedado plantada, sin boda. Pero ella ha decidido su particular venganza contra los vecinos de su comunidad: seguir dando que hablar al dejarse el vestido de novia puesto, una larga temporada, y salir a pasear, de tal guisa, por las calles del pueblo.
Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra La bella Dorotea que, con texto de Miguel Mihura, dirigida por Amelia Ochandiano y protagonizada por Manuela Velasco, nosotros hemos podido ver en la sala Principal del Teatro Español, en Madrid.
“En el humorista se mezclan el excéntrico, el payaso y el hombre triste que los contempla a los dos”, decía Gómez de la Serna.
Está claro que Mihura reune, en diferentes dosis, estas características porque él mismo se definía como hombre triste. Su parte más excéntrica quizás deba ser revisada en torno a una etapa que, también él mismo, intentó soslayar: la de la guerra y posguerra civil españolas. Lo de excéntrico, tomémoslo como un sucedáneo de otros calificativos, se lo concedemos, aquí, por su adscripción clara a la Falange y al franquismo, para no perder, en aquella etapa oscura, sus privilegios de señorito madrileño que pasaría muchos años de «marqués» en San Sebastián. Revisar a la otra generación del 27 (como la definiría José López Rubio en su discurso de ingreso en la Real Academia Española) está al alcance de cualquiera y no todos los de esa otra generación del 27, a la luz de sus filiaciones franquistas y falangistas, quedan en muy buen lugar a día de hoy. (Solo hay que echar un vistazo a algunas colaboraciones y disertaciones humorísticas de aquellos años cuasi filonazis, por su antisemitismo, en el caso de Jardiel Poncela o altamente misóginas y tan próximas a las soflamas de la ultraderecha actual de nuestro país, que pueden encontrarse en publicaciones como «María de la Hoz», firmadas por el autor de «La bella Dorotea»). En fin, que no solo hay que ver las luces de un autor sino también sus sombras y conocer su procedencia para poder contextualizar sus obras en cada momento.
Como señalaba Arturo Ramoneda, una cosa que se puede llegar a entender, en autores como Mihura en aquella época, (la guerra civil y la posguerra), era el intento distorsionador del bando en el que militaban, con mayor o menor furor, pero ello «no impide que se pongan de manifiesto los afanes de los autores por ridiculizar y presentar de forma grotesca una realidad dramática y confiictiva […] y, sobre todo, el deseo de igualdad social y de poner fin a los abusos de las clases superiores y las aspiraciones sociales de los obreros, de los campesinos andaluces y de los marineros». Tan lejos, tan cerca.
Estamos de acuerdo con Ríos Carratalá cuando este afirma que las publicaciones de los humoristas del 27, durante los años de la guerra, «no añaden nada a su gloria literaria. Les fueron útiles porque evidenciaron su adhesión a los vencedores cuando ello fue imprescindible, pero después las olvidaron, no por exigencias de una inexistente evolución ideológica, sino porque una toma de partido tan descarada no se avenía con la imagen que cultivaron de sí mismos durante el resto de su vida». ¿Puede esto aplicarse a Mihura? Pues sí, porque esa conducta de «servilismo» al régimen le sirvió para mantener un estatus y una individualidad que se resistía a perder frente a los vientos de cambio e igualdad que reclamaba el bando republicano. Afanarse a una existencia displicente y aliviada de molestias.
¿Nos habrá de servir, también, para el análisis de la presente «La bella Dorotea», la mirada que él tenía sobre las mujeres a finales de los años treinta y principios de los cuarenta? Quién sabe. Por qué no. El olvido es una forma de disociación peligrosa. Sostenía, por ejemplo, Mihura, en una publicación por capítulos llamada «María de la Hoz» (una fuerte sátira contra la mujer anticristiana, antiespañola y antifemenina) que para las mujeres: «sean estas pobres muchachas de servicio, vicetiples con aspiraciones o, ahora, milicianas, la vida se reduce a buscar marido y a representar aplicadamente su papel de adorno social». ¿Cuánto nos puede esto recordar a la semblanza de su Dorotea, escrita dos décadas más tarde? (Pregunta retórica).
En cualquier caso, sabiendo que estas apreciaciones trascenderían el objeto de esta crítica, corramos un (es)túpido velo y centrémos el foco en la pieza que vimos sobre el escenario del Teatro Español pues no deseamos caer en el error de principiantes de confundir la parte con el todo. Además, ¿quién no tiene contradicciones?
Reza en el programa de mano:
«La bella Dorotea (…) tiene en su personaje protagonista una de las más peculiares «Mujeres de Mihura», personajes muy potentes, rebeldes, inconformistas y, sobre todo y en general, incomprendidos, como personajes sin cabida en el mundo que les ha tocado vivir. Con otra interesante peculiaridad: en el fondo, no se creen merecedoras de ser amadas, y sin embargo y a pesar de ello, son mujeres que luchan por conservar su dignidad enfrentándose a todo y a todos, sabiendo que el precio a pagar puede ser muy alto».
Nos resulta, cuanto menos, curioso. Porque el personaje de Dorotea, en particular, parece más el retrato de una niña mimada que acepta las convenciones de su estatus: casarse como leitmotiv. Es más, cuando su prometido huye, ella se deja puesto el vestido de novia. Oiga usted, quitarse el vestido blanco y, qué se yo, replantearse el matrimonio, pues tal vez sería algo más rupturista, pero, claro, menos teatral. Dorotea mantiene así, vestida de casadera, un modo de protesta que se parece más a una pataleta de burguesa. Y, mientras tanto, para no morirse de aburrimiento comiendo pipas y viendo los barcos pasar por la costa, se entrega a las tareas de gerencia de un local, en la estación de tren del pueblo, del que su padre es propietario. A su lado, una empleada del hogar con carisma y algunos tics un tanto trillados, hace las veces de confidente y de hermana mayor, o de cable a tierra, para una Dorotea que nos resuena, toda la función, a niña de papá con pajaritos en la cabeza (a falta de un diagnóstico psiquiátrico profesional).
¿Vemos en la pieza el mordiente o la mordedura de la que habla Gomez de la Serna para referirse al sarcasmo como elemento propio del humorismo? Pues, francamente, no. Ni socarronería mezclada con mordiente. Tal vez, algo, solo algo de ello se dé en las escenas en las que aparecen tres vecinas del pueblo, que están estupendas y levantan la pieza hacia ese mordiente y hacia el retruécano, porque, en lo que resta, el relato nos sumerge en unas acciones superficiales, no del todo interesantes y más bien pías, mojigatas.
Manuela Velasco no termina de ofrecernos un personaje con el que enganchemos a través de su interpretación que es dirigida desde la búsqueda de un naturalidad y espontaneidad que no terminan de eclosionar, del todo, en honestidad.
César Camino compone un personaje al servicio de dos papeles bien distintos: el de Doña Rita, de opereta, (¿a quién le pareció gracioso dejarle el bigote?) y de Juan, un pícaro que flirtea con Rosa, la criada, en manos de Rocío Marín cuya interpretación es de lo más salientable junto a la de las tres vecinas del pueblo, papeles estos últimos en manos de Mariona Terés (Benita), María José Hipólito (Inés) y Belén Ponce de León (Remedios). Raúl Fernández de Pablo, que interpreta a Don Manuel y a José Rivadavia, está correcto, sin otros malabarismos que el texto le posibilite para su lucimiento interpretativo.
Interesante apartado de diseño escénico de la mano de Raúl García Guerrero que le confiere a la pieza dinamismo y casi un punto de cartoon setentero.
El texto: localista, sin un conflicto que nos mueva a la reflexión o que nos persiga al salir del teatro. Créannos. Así de simple. Bien es cierto que tampoco esperábamos más de una escritura que no se hace cargo de los problemas contemporáneos. Que se parece más a esas postales de los años cincuenta y sesenta que conserva la Biblioteca Nacional de España: postales temáticas, a modo de folletos turísticos, que nos devuelven las imágenes de una España que fue, pero que ya no es porque, por suerte, ha cambiado.
Mihura y su «bella Dorotea» recrean una foto fija del tiempo que no sirve más que como cuento moral sin demasiada sustancia, ajeno a toda preocupación de quienes ocupan el patio de butacas. Ese lugar donde, algunos, a medida que la obra llegaba al final, comenzábamos a comprender esta postal con novio a la fuga.
LA BELLA DOROTEA
PUNTUACIÓN: 2 CABALLOS (Sobre cinco).
Se subirán a este caballo: Para nostálgicos de comedias pretéritas no (pluscuam) perfectas
Se bajarán de este caballo: Quienes busquen comedia afilada y brocha fina.
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FICHA ARTÍSTICA
De: Miguel Mihura
Dirección: Amelia Ochandiano
Con Manuela Velasco (Dorotea), Raúl Fernández de Pablo (José Rivadavia / Don Manuel), Rocío Marín (Rosa), César Camino (Juan / Doña Rita),Mariona Terés (Benita), María José Hipólito (Inés) y Belén Ponce de León (Remedios)
Diseño de iluminación: Juan Gómez-Cornejo (AAI)
Diseño de espacio escénico: Raúl García Guerrero
Diseño de vestuario: María Luisa Engel
Diseño de espacio sonoro y videoescena: Jose Mora
Ayudante de dirección: Ana Barceló
Residencia de ayudantía de dirección: Virginia Rodríguez
Ayudante de escenografía: Juanjo González Ferrero
Ayudante de iluminación: Irene Cantero
Residencia de ayudantía de dirección: Virginia Rodríguez
Una producción de Teatro Español
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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo
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