Un grupo de jubilados estafados por su asesor fiscal deciden secuestrarlo para que les devuelva el dinero que les robó.
Este puede ser un intento de sinopsis de la obra «Los secuestradores del Lago Chiemsee» que, escrita por Alberto Iglesias y dirigida por Mario Gas, nosotros hemos podido ver en los Teatros del Canal, en Madrid.
Helvecio nos legó, en el siglo XVIII, aquel aserto suyo tan socorrido que dice que el hombre siempre buscará el placer y evitará el dolor. Tiene miga la frase y sirve, además, para justificar algunos comportamientos quizá más propensos al hedonismo que al estoicismo. No quiero ponerme filosófico (pero, a ver, la filosofía reside everywhere you look around).
Los personajes que ha compuesto Iglesias en la obra que nos ocupa no se guían por el sentimiento del hedonismo sino por el de revancha, pero, oiga, es que a menudo la revancha es un placer.
Un grupo de amigos jubilados que tenían planes de comprarse un piso en Florida, pero que ven imposibilitada esa realidad porque el tipo que les asesoraba fiscalmente se ha quedado con la pasta. Bien. Hasta ahí una historia sin demasiada originalidad (Un «señoros» del hampa, versión Bávara prêt à porter).
La idea es construir a un grupo, variopinto, de personajes, todos mayores de sesenta y cinco y frisando los setenta, que sean capaces de embarcarse en la épica de la revancha (sí, es que además de placentera, la revancha tiene algo de épica) y se pongan manos a la obra para secuestrar al asesor que les estafó y llevarlo hasta una bonita casa con jardín cerca del Lago Chiamsee, (el lago más grande de Baviera) y hacerle sitio en una pequeña habitación donde aprovecharán para sonsacarle dónde está el dinero. Su dinero. Si hace falta ser crueles y arrancarle un dedo del pie, pues, fíjense, estos entrañables jubilados lo harán. Pero no se preocupen, no, porque los tiros no van por el lado del gore ni el terror sino de la comedia negra o demasiado bonachona. La dirección parece haber optado por desplegar, de parte de los intérpretes, esos tics o guiños a lo Jack Lemmon o a lo Walter Matthau, en ellos, y a lo Shirley Mac Laine, en ellas. (A lo mejor me he pasado con los referentes. Sí. Me he pasado).
Tal vez la forma más terrible de potenciar el dolor es la de aceptar o acatar (suena peor «acatar», más pasivo), sin más, lo que nos sobreviene en lugar de intentar cambiarlo. Ser un estoico de manual o un imbécil carente de rebeldía que diría Onfray (no es que lo fuese a decir así, claro. Me lo imagino yo). No sé desde dónde escribe esta historia el autor de la misma. Pero, y aunque, a priori, podríamos estar ante una interesante idea de partida, todo se desdibuja a medida que la historia se va desplegando ante nosotros como espectadores.
Por un lado, porque la trama no posee una mirada en absoluto original y suena a mil veces vista en comedias negras con secuestro incluido. Precisamente por eso, todo parece previsible y, sí, lo es. Sin sorpresas en ningún momento. Por otro lado, todo lo que aparece en los programas de mano sobre lo que vamos a ver, que resuena como el argumento de un grupo de personas que actúan para cambiar las cosas, lo establecido, y no se conforman, todo eso, se queda en estepa siberiana en escena por su exceso de blanqueamiento de la rabia y la desesperación de esos jubilados que, se nos cuenta, han perdido todos sus ahorros, pero, claro, aún conservan sus hermosas casas con jardín cerca del lago Chiamsee.
A ver, ustedes, espectadores, ¿han visto siquiera dónde queda ese lago? ¿El lago Chiamsee? Pues si lo buscan, encontrarán un emplazamiento de cuento de hadas ario, bucólico; un paraje de una belleza serenamente abrumadora. Me pregunto quién querría envejecer en Florida, por el amor de Dios. En todo caso, esos jubilados que habitan en ese lugar y protagonizan la obra, no tienen nada que ver, ni lo sueñen, con, pongamos como ejemplo de nuestro propio país, los estafados por las preferentes o la terrible estafa piramidal de Fórum Filatélico. Nada que ver. Así pues, y aunque sepamos que solo estamos ante una comedia simplona, se hace difícil empatizar con esta clase aburguesada, tan cómodamente instalada en Baviera, que se pasa el día captando rayos de sol en su estupendo jardín. Retrato de una sociedad francamente helveciana en su búsqueda del placer. La conquista del capitalismo.
¿Que les han estafado dos millones de euros? ¿En serio? Vale. Terrible. No podrán comprarse ese piso en un condominio privado en Miami. Mire usted, no digo yo que, por supuesto, no tengan razón en secuestrar a su estafador, pero, seamos sensatos, ¿a que target va dirigido este espectáculo? ¿Al de los jubilados del barrio de Chamberí que invierten en criptomonedas ? ¿A los prejubilados accionistas del Ibex 35?
Todo rastro de rebeldía juiciosa con causa, toda impronta de causa justa y ejercicio de activismo de la tercera edad, es engullido, fagocitado, por una imposible empatía con los protagonistas. Créannos. No. No esperábamos a Ken Loach, desde luego que no, pero no hay rastro de desgarro en esta historia y lo único que alcanzamos a ver es una especie de jubilados que se divierten, casi como si el secuestro fuese un juego que les vincula, que renueva sus energías, sus lazos de amistad y que nos devuelve, sin duda alguna, la medida de sus veleidades. Game over the lake.
La pregunta es: ¿Qué hace Mario Gas detrás de la dirección de esta historia? Citaré solo algunas de sus últimas obras dirigidas: Pedro Páramo, de Camus; El concierto de San Ovidio, de Buero Vallejo; Incendios, de Mouawad; Invernadero, de Pinter, etcétera. (Bueno, es cierto que también Walter Matthau, en su día formó parte del reparto de «Daniel, el travieso» de Nick Castle y eso no le quita haber protagonizado «La extraña pareja» o «The front page». Cosas tiene la vida).
Nos quedamos con la buena voluntad. Con unas interpretaciones que, irregulares, algunas son entrañables (nótese aquí mención especial para Manuel Galiana). Ah, sí, y me quedo/nos quedamos, con esa reflexión del programa de mano donde se puede leer:
Nos hartamos de ser siempre los perdedores. Lo llaman crisis económica, colapso del sistema financiero, depresión…, pero para nosotros es un robo. Un robo amparado por unas leyes que nos dejan desamparados. ¿Qué pasaría si actuáramos?
Yo me pregunto, también, qué pasaría si «Los secuestradores del Lago Chiemsee» volviese a ser escrita, en un ejercicio de retroalimentación, cambiando aquello que lastra la historia?
¿Qué pasaría si la historia lograse hacerse con la empatía del patio de butacas?
Preguntas sin resolver.
Tal vez, el autor optó por hacerse cargo, a pies juntillas, de la idea de Helvecio de evitar cualquier rastro de dolor en pro de una comedia francamente olvidadiza y olvidable.
LOS SECUESTRADORE DEL LAGO CHIEMSEE
PUNTUACIÓN: 2 CABALLOS y 1 PONI (Sobre cinco).
Se subirán a este caballo: Quienes gusten de comedias simplonas y bonachonas fácilmente olvidables.
Se bajarán de este caballo: Quienes esperen pulso, agitación o cualquier signo vital que indique señales de vida.
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FICHA ARTÍSTICO
Dirección: Mario Gas
Dramaturgia: Alberto Iglesias
EQUIPO ARTÍSTICO Y TÉCNICO
Diseño de Escenografía: Sebastià Brosa y Silvia de Marta
Diseño de Iluminación: Paco Ariza
Diseño de Vestuario: Antonio Belart
Composición musical y espacio sonoro: Orestes Gas
Ayudante de Dirección: Laura Ortega
Ayudante de Vestuario: Cristina Martínez
Ayudante diseño iluminación: Daniel Checa
Dirección de Producción: Nuria-Cruz Moreno
Adjunto Dirección Producción: Fabián T. Ojeda
Ayudante de Producción: Paco Flor
Administración: Henar Hernández
Producción Ejecutiva: Barco Pirata
Fotografía: Sergio Parra
Maquillaje y peluquería de cartel: Chema Noci
Diseño gráfico: Eva Ramón
Jefa de prensa: María Díaz
Dirección Técnica: Mister Nilson
Equipo técnico: Íñigo Benítez, Mario Pachón, Bernardo Pedraza y Edu Herrera
Confección vestuario: Rafael Solís
Ambientación vestuario: María Calderón
Asesoramiento caracterización: Sara Álvarez
Construcción escenografía: Readest, SL
Confección y pintura telón: Castells, SL
Distribución: GG Distribución y producción escénica
Coproducción: Teatros del Canal y Producciones Rokamboleskas
Agradecimientos: Nadia Corral, Teatro Municipal Buero Vallejo
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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo
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