Una pareja invita a otra pareja, más joven, a cenar en su casa. La bebida irá destemplando las conversaciones que giran en torno a las relaciones, a la convivencia y a los actos relacionados con el amor/amar.
Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «Principiantes» que, con adaptación de Juan Cavestany (sobre textos de Raymond Carver), dirección de Andrés Lima y protagonizada por Javier Gutiérrez, Mónica Regueiro, Daniel Pérez Prada y Vicky Luengo, nosotros hemos podido ver en los Teatros del Canal, en Madrid.
El realismo sucio de Carver, (o tal vez debiéramos decir de Gordon Lish, su editor, y quien modificó, a su antojo, muchos de los textos del autor antes de ser publicados. Aquí hay otra obra), nos conduce siempre a esos paisajes en los que la naturaleza se impone (implacable naturaleza de Oregón, su lugar de nacimiento), un lenguaje propio de un minimalista, con personajes que se repiten, peripatéticos, hiperrealistas, a veces esquinados, desnortados, meditabundos, compulsivos, otras casi salidos de un cuadro de Edward Hopper, con síndromes de anhedonia, Atlas cargando con el peso de sus mundos, más grandes o más pequeños, de sus vidas posmodernas asoladas por un capitalismo rampante, prometedor al tiempo que amenazador; personajes que casi sirven como elementos de análisis de una realidad sociocultural que, hoy, parece aún más desolada por otras vicisitudes en aquel lado del mundo (Norteamérica) y en este.
Como en los cuadros de Hopper, los personajes de Carver miran el futuro sin demasiado optimismo. Parecen tipos normales, que han alcanzado o adquirido un estatus de clase media aburguesada y, sin embargo, se duelen, por dentro, de aquello que aún no han logrado conquistar: un amor sereno y cabal que es apuntale en suelo firme, que les reconforte en su existencia. Debajo de capas y capas de normalidad o naturalidad, si uno desentierra, como hace aquí Lima en la dirección, termina apareciendo el sustrato que deviene en esencia de las almas de quienes desfilan por la escena: un malestar mayor o menor, una envidia, insana o insanísima, y todo un corolario de dudas, miedos, inseguridades que, sobre todo los varones, han ido barriendo bajo la alfombra de su cotidianidad. Salta a escena un amor líquido, un líquido amor, pero no lo decimos en términos de Bauman sino en términos del alcohol que las dos parejas ingieren para entrar en un estado de autorrevelaciones, de tenso confesionario.
Dicen Cavestany y Lima:
(…) nuestra propuesta quiere ser una inmersión completa en los elementos recurrentes del universo Carver: las relaciones de pareja, el amor y el alcohol como refugios, pero también como armas mortales, la predestinación frente al azar, y la textura literaria de la experiencia americana.
Ardua tarea. Pero, mire usted, ambiciosa y generadora de enormes expectativas. Suelo opinar que un relato, una novela , generalmente, no ofrecen una materialidad escénica similar a la envoltura y densidad que ofrece la escritura y lectura. Es sencillamente titánico evocar en escena un texto que dice, que cuenta, que incide en una voz para ser leída. Y los relatos de Carver, (al margen de aquel intento loable de Robert Altman y su película Vidas cruzadas, adaptando al cine varios relatos y un poema de Carver) tienden a generar un esfuerzo, per se, en el lector a la hora de concertar los vacíos, darles un significado, dotarlos de una coherencia interna con relación al conjunto; Carver somete al lector a una oratoria quirúrgica, racional, no demasiado discursiva, intentando no alargar sus relatos y dejándolos francamente abiertos para, virtud donde las haya, el lector juegue a completar, a dilucidar, recrear, inventar de modo que se convierta en partícipe o cómplice.
Qué hermoso sería si eso ocurriese así, en escena, en este «Principiantes», pero no es el caso. No del todo, no al menos en una parte importante de la propuesta que se acomoda demasiado en dotar de suspense la trama mezclando aspectos que no hibridan del todo bien en Carver pues este no parecía tener demasiado apego al thriller (nótese el intento en el intra relato que cuenta el personaje de Javier Gutiérrez y que parece querer explorar esa vía).
Los relatos de Carver son sórdidos en un sentido, pero sobre todo hiperrealistas, con personajes en cierto modo anodinos a los que les ocurren cosas anodinas que, en un momento determinado, adquieren la fuerza de viscosa irrealidad tamizada por el alcohol, por los diálogos que se incardinan en lo azaroso, por la desesperanza, el insomnio, las pastillas para dormir. Una fotografía en blanco y negro (o de un color desgastado) en la que, a uno de los personajes, detrás de su cabeza, a sus espaldas, puedes ver cierta aureola de arrebato de locura contenido.
Lo explica mucho mejor el propio Carver cuando dice:
(…) Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos, una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer, con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. (…)
Tarea, esta que explica el autor, altamente costosa al intentar este traspaso de la escritura a la representación. Eso creemos.
En el apartado de escenografía sí creemos que Beatriz San Juan logra un estupendo efecto atmósfera con la recreación de un epicentro de la trama en el apartamento que pareciera estar situado, eso sí, más cerca de Death Valley o Nuevo México antes que de Oregón (con densos bosques y ríos repletos de truchas). Lo decimos por esa visión de video creación en manos de Miquel Àngel Raió que nos sitúa, con su paisaje desértico de cactus, en esas coordenadas.
Oficio de sobra para Javier Gutiérrez que, en escena, llena el espacio y atrae poderosamente la atención cuando su papel escala por lugares contradictorios, controvertidos, sacando el reverso oscuro del hombre ordinario que representa. Lo mismo ocurre con Vicky Luengo, siempre interesante. Ambos son los que mejor parados salen con la defensa de sus papeles en esta pieza que tiene en su adaptación de los textos de Carver, a priori, su mayor atractivo y, a posteriori, su mayor hándicap.
Sentimos que lo que aquí no cuaja es la búsqueda de una hibridación, de una mezcla de varios textos que termine por amalgamar a Carver. La mayor virtud del escritor reside en un formalismo minimalista, cercano a Hemingway, los dos grandes autores del cuento en Norteamérica. Ese lenguaje y estructura sencillas, lejos de ser una simplificación, se convertiría en factor de peso específico capaz de hacer que el lector completase las zonas de sub textualidad, invitándole a hacer sus lecturas entre líneas, a ampliar lo que se quedaba dicho hasta un punto, a franquear los espacios de las tramas suspendidas en la posibilidad de una continuidad. Es ahí, desde luego, donde la mente interpreta, conjetura, disfruta inventando posibilidades.
Tal vez, en esta adaptación teatral se haya optado por cargar el relato no del lado de la saturación, pero sí del lado del subrayado, del énfasis de que en el amor todos somos principiantes.
PRINCIPIANTES
PUNTUACIÓN: 3 CABALLOS (Sobre cinco).
Se subirán a este caballo: Quienes acudan atraídos por la posibilidad de encontrar a Carver en escena.
Se bajarán de este caballo: Quienes, tras asistir, sigan esperando sentir algo parecido a terminar un cuento del autor de Oregón.
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FICHA ARTÍSTICA
Dirección: Andrés Lima
Adaptación: Juan Cavestany
Intérpretes: Javier Gutiérrez, Mónica Regueiro, Daniel Pérez Prada y Vicky Luengo
Ayudante de dirección: Laura Ortega
Diseño de escenografía / vestuario: Beatriz San Juan
Diseño de iluminación: Valentín Álvarez
Diseño videocreación: Miquel Àngel Raió
Composición musical: Jaume Manresa
Fotografía: Sergio Parra
Diseño gráfico: Rubén Salgueiros
Prensa: María Díaz
Dirección y coordinación técnica: Toca S.L.
Producción/administración: Andrea Quevedo
Producción ejecutiva: Ana Guarnizo
Diseño y dirección de producción: Mónica Regueiro/ Carles Roca
Distribución: Charo Fernández
Coproducción: Teatros del Canal, ProduccionesOff, Vania y Carallada.
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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo
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