Dos actrices y dos actores intentan expresar por medio del cuerpo, al hilo de algunas piezas musicales y sensaciones, sus subjetividades sin tratar de caer en las convenciones teatrales.
Esta podría ser una suerte de sinopsis de la pieza «Cuerpo de baile» que, con dramaturgia y dirección de Pablo Messiez, nosotros hemos podido ver en el marco del Festival de otoño de este 2021, en la sala negra de los Teatros del Canal, en Madrid.
Dice el director de la pieza que pretendía «no hacer lo que ya hacíamos». Entiendo así, no usar la palabra para expresar el cuerpo sino usar el cuerpo para expresarse sin palabras. He ahí la empresa, el cometido, de una indagación que puede terminar bien o no. Que puede ofrecer al público un producto a observar con deleite o un producto a tachar de su lista. Mi caso ha sido el último con este «Cuerpo de baile» que no tenía el baile en el cuerpo. Otra cosa, quizá.
Tal vez todo haya sido resultado de una campaña francamente seductora desde medios de prensa culturales y artísticos que anunciaban el desembarco del director en el Festival de Otoño con algo novedoso, arriesgado. Y claro, uno quería ir a ver semejante sorpresa. Todo parece seguir las reglas de aquel poema de W. B. Yeats que dice: «las cosas se desprenden, el centro no puede mantenerse. Solo la anarquía reina en el mundo» porque, de lo que ocurre en escena, no puede uno esperar coherencia alguna. Los diferentes cuadros no se hilvanan más que mediante un rudimentario elemento beckettiano en el que una de las protagonistas pregunta, en diferentes ocasiones, por si alguien ha visto a su amigo. Godot rules. Bueno. En fin. A mí se me ocurre hablar más de Ronald Laing antes que de Samuel Beckett. De Ronald Laing y de su obra capital «El yo dividido». O de Eugène Mikowski y su racionalismo mórbido. Ambos autores vienen a mi pensamiento tras observar lo que sucede en este «Cuerpo de baile»: cuatro intérpretes lanzados al vacío de la no palabra, al abismo de las autopercepciones y, casi, a un ejercicio embarazoso de autodescubrimiento de las fronteras de la expresión corporal. Todo esto, que suena tan intenso, podría ser motivo para ver la obra. Pero no lo es. Porque de todo eso, la obra carece. Se pierde en un vórtice de acontecimientos subjetivos, intrapsíquicos, que no logran salpicar al patio de butacas.
¿Son, las que vemos en la pieza de Messiez, unas coreografías relacionales? No. ¿Nos encontramos, al contrario, ante una suerte de danza escindida, disociada, insoportablemente inefable? Sí. Uno se queda con esa sensación desagradable de la tomadura de pelo. Sentimos que, por supuesto, en la cabeza del autor, hay un sustrato, una idea, un mapa, pero no es posible, al ver la pieza, ubicarse en ningún territorio. Por momentos, los personajes parecen salidos de un pabellón psiquiátrico. Parecen estar viviendo una infestación corporal inducida por psicotrópicos. Una tribu de comportamientos inclasificables cuyas derivas sobre el escenario dejan de interesar por completo al poco tiempo de comenzar. Lo que más se echa en falta es cualquier rastro de belleza. De una estética que no sea un intento de línea de fuga con la que es imposible establecer cualquier tipo de diálogo.
Ni el intento de humor, que se introduce, termina por reconducir las cosas hacia ese lugar deseable del ridículo, de la bufonada. Cuerpos asonantes. Cuerpos impenetrables. En fuga disociativa. Coreografía de la arritmia o lo que es peor, de la bradicardia. Danza de vasos no comunicantes. Un paseo por las planicies de la insignificancia. «El absurdo es el movimiento-acontecimiento del esquizo que requiere su proceso-procedimiento», dice F. Guattari y, probablemente, esta propuesta tenga demasiado de esquizoide work in progress. Beckett y Beethoven, dos grandes esquizoides, como maravillosos referentes, pero, al mismo tiempo, sin la impronta incalculable y favorecedora de ninguno.
Lo mejor, ya verán ustedes, escuchar a Beethoven. Una de sus piezas. Cerrar los ojos y pensar en aquel hombre que, aquejado de grandes sufrimientos psicológicos, compuso maravillas. Y, con los ojos cerrados, pensar: «Esto lo podría estar escuchando yo en mi casa sin necesidad de venir al teatro y tener que tragarme semejante tratado del desconcierto».
Decía Wittgenstein, cerrando su tratado lógico-filosófico, que «de lo que no se puede hablar, es mejor callar». Pues estoy de acuerdo por completo (y no lo digo por esta crítica. Al fin y al cabo, que cada cual juzgue la pieza por sí mismo). Ahora bien, tomando prestadas las palabras del filósofo austrícaco, diré que «de lo que no se puede danzar, es mejor callar«.
CUERPO DE BAILE
PUNTUACIÓN: 1 CABALLO Y 1 PONI (Sobre cinco).
Se subirán a este caballo: Quienes estén estudiando psicopatología.
Se bajarán de este caballo: Quienes estén releyendo a Beckett o reescuchando a Beethoven.
***
FICHA ARTÍSTICA
Dramaturgia y dirección: Pablo Messiez
Ayudante de dirección: Javier L. Patiño
Coreografías: Lucas Condró, Claudia Faci, Poliana Lima, Pablo Messiez y José Juan Rodríguez
Intérpretes: Lucas Condró, Claudia Faci, Poliana Lima y José Juan Rodríguez
Diseño sonoro: Óscar G. Villegas
Diseño de iluminación: Paloma Parra
Dirección técnica: Paloma Parra
***
Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo
Síguenos en Facebook: https://www.facebook.com/www.mireinoporuncaballo.blog
Y en Instagram: https://www.instagram.com/mireinopor/