EL ALIVIO O LA CRUELDAD DE LOS MUERTOS. Dramaturgia homeopática

Nata ha organizado una pequeña fiesta en su casa para celebrar su cumpleaños. Solo están invitados tres amigos íntimos y su pareja. Ese mismo día coincidirá con el despido de Jessica, una joven latina interna que trabaja para ellos desde hace algunos años. Nata y su pareja han decidido que ya no necesitan sus servicios y que el mes siguiente ella ya no seguirá trabajando allí y, aunque Nata y su pareja no lo sepan, esa noche, en la celebración de su cumpleaños, el despido de su interna lo pondrá todo patas arriba.

Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «El alivio o la crueldad de los muertos» que, escrita y dirigida por Rubén Ochandiano, nosotros hemos podido ver en los Teatros del Canal, de Madrid.

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Tenemos que reconocerle a la pieza su potencial efecto de estupor. Nos parece fascinante esta palabra que la RAE define de la siguiente manera: 1. Asombro, pasmo. y 2. Disminución de la actividad de las funciones intelectuales, acompañada de cierto aire o aspecto de asombro o indiferencia. En nuestro caso ha preponderado esta última tras una mínima parte de pasmo. Tenemos en escena a una serie de personajes vertebrados, desde el minuto uno, con arreglo a las directrices de lo grotesco por cuanto cumple y se regodea en lo extravagante, en lo caprichoso, lo ridículo y estrafalario. Ganan por goleada estos significante frente a los de lo sórdido o lo revulsivo (y cuánto se echan en falta obras capaces de generar una insolencia inteligente y revulsiva). El engranaje, pues, es ese y desde ahí se mueven todos los resortes.

El texto escrito por Ochandiano, eso sí, nada tiene que ver con aquellas obras de Nieva, López Mozo, Alfonso Sastre, Lauro Olmo y otros tantos que se valdrían de los códigos de lo grotesco para emanciparse frente a una censura en una España en blanco y negro. Quizás se puedan observar similitudes en lo que respecta a intentar facilitar un diálogo con las clases populares, lejos del elitismo, fórmula que coincide con la que probaron en su día los autores mencionados. En todo caso, Ochandiano emplea lo irrisorio como elemento de trilero: para colar mensajes con una carga sociopolítica incuestionable.

Escribe el autor para explicar su escritura:

«La función pone de manifiesto el frecuente vacío del discurso biempensante. Nos habla de la principal neurosis del primer mundo: la insatisfacción crónica, la incapacidad para ser felices, la constante búsqueda del bienestar a través de todo tipo de gurús, terapias y químicos. Y lo hace poniendo en escena a un grupo de amigos, todos artistas “políticamente concienciados”, empeñados en esconder al ser que realmente albergan; y que podrían ser la versión de nuestros días de los personajes que Brecht escribe en su Boda de los pequeños burgueses.»

Los Teatros del Canal abren su nueva temporada con ‘El alivio o La crueldad de los muertos’

¿El vacío del discurso bienpensante? Como si el discurso malpensante, funcionando por un absurdo contraste,  pudiese estar más lleno. El autor en esto parece querer armar una obra con profundidad, con carga de alcance, pero en medio de su escritura, esto se le va de las manos. Demasiado al Este es el Oeste. A nosotros, eso sí, nos aturde por utilización de la ambigüedad: no acabamos de entender qué quiere contar y a quién quiere quitarle la máscara. ¿A la izquierda aburguesada? ¿Al mundo de la cultura en el que solo sobreviven aquellos capaces de contentar a griegos y a troyanos?

Nos resulta falto de un discurso bien armado e hilvanado que tienda a la coherencia de las acciones en lugar de a lo paradojal. Tenemos a varios amigos que se encuentran en la casa de unos de ellos: la anfitriona es Nata, a la sazón, escritora de obras de teatro. Nata y su pareja invitan a una pareja y a otro amigo a casa para celebrar el cumpleaños de la dramaturga. En medio del encuentro de todos ellos se sitúa la historia (histrionizada hasta lo medular) de la chica latina interna. Ya se imaginan por dónde irán los tiros: los invitados y los propietarios de la casa representan, de manera deforme, a un grupo de personas de izquierdas aburguesadas, hipócritas y faltos de cualquier pudor y de toda coherencia con sus valores y principios. No hay piedad alguna para echar a la chica, colombiana, a la calle. (Aunque, con franqueza, viendo el humor de la empleada de hogar, yo también la echaría sin que tuviese que recomendármelo mi numerólogo). 

Tomando el grotesco como elemento subversivo y, empleado en esta España nuestra a lo largo del tiempo como artefacto incluso contracultural, podemos decir que las tornas han cambiado. Verán ustedes: aquí tenemos a un autor que emplea lo grotesco para sostener el siguiente mensaje (mutatis mutandis): la izquierda es una hipócrita y una incoherente. Entre otras cosas. Así, aquellas formas de lo grotesco que en su día fueron acicate contra los valores del conservadurismo, transmutan ahora en acicate contra los valores de la progresía para cuestionar sus códigos. Dicho esto, debemos decir que todo es legítimo, pero, ojo, aquí no se produce un cuestionamiento equilibrado y razonable. Muy al contrario, a nosotros nos ha dejado la sensación de que lo que se apuntalan son los pensamientos de los opuestos: ¿Hay, acaso, una necesidad de confrontar a la izquierda para censurarla atacando sus buenas intenciones o por contra, se despliega aquí la inseguridad de una mirada conservadora que se siente envalentonada para criticar? Pongamos un ejemplo (muy del gusto de la ultraderecha de este país a la que se está blanqueando a marchas forzadas): en la pieza, una de las invitadas pide jugar al juego de hacer preguntas y que los demás respondan, seas estas las preguntas que sean. Una de las preguntas es a quién han votado en las últimas elecciones y ante las insinuaciones de que uno de ellos ha votado a Ciudadanos, todos los demás se escandalizan. Tomemos ese escándalo como elemento de lo grotesco y al mismo tiempo como crítica a la censura de los progresistas por demonizar a otras fuerzas políticas. En otro momento, uno de los invitados comenta que ha estado en casa de unos amigos y allí todos votaban a la ultraderecha. Da la casualidad de que una invitada le reprueba y se enfada mucho por haber asistido a una fiesta en la que compartió mesa con gente de ultraderecha y se lo recrimina especialmente porque él es homosexual.

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Todo, por desgracia, está enunciado desde lo ridículo, lo caprichoso, lo extravagante: los aspavientos, los gestos, las formas de hablar, la caracterización de los personajes. En medio de este discurso garrapiñado de vacío, de crítica irrazonable y defectuosa, que al final establece también una narrativa pro legitimización del derecho a votar o pensar lo que quieras, investida y envalentonada de alharaca crítica con el pensamiento único, lo que subyace es una proliferación de los perniciosísimos discursos de la apuesta por la equidistancia. Y no, mire usted, ni siquiera camuflada en lo grotesco y lo subversivo, puede cuajar esa idea de que es lo mismo estar a favor de los derechos humanos que estar en contra. Nos preocupa que ese discurso rancio, lamentable, dañino y ultra populista se cuele en las tramas y las historias que saltan a escena.

No terminamos de entender, tampoco, la narrativa de Jessica, la chica interna colombiana que trabaja para los señores (burgueses de izquierda: ya se sabe, la parte más «representativa» de ese conglomerado en este país. Modo ironía on). Cuando al final de la obra Jessica suelta su soflama, solo queda tomar aire y preguntarse ¿De dónde ha salido semejante desvarío? En un momento dado, la chica latina reclama su nacionalidad española y le señala a la «izquierda» que no los necesita (así: como si la izquierda fuese un conjunto uniforme de burgueses dueños de todos los dúplex y áticos del país, con marquesados en Galapagar,  bebiendo en copa alta y vistiendo con ropa de Agatha Ruiz de la Prada; un perfil altamente preocupado por sus aminoácidos y comiendo quinoa, aguacates y arándanos. Por favor, entendemos la gracia del cliché, pero no reverbera en absoluto). 

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En el apartado de las interpretaciones brilla, sobremanera, Tomás Pozzi por encima de todos bordando el papel de una estrella del teatro repleta de vanidades y veleidades (a la postre, gay). Tal vez su personaje sea el mejor trazado en términos de no ambigüedad: un tipo homosexual capaz de moverse en todas las aguas, en todos los círculos; no sabemos si hay implícita aquí una crítica a la falta de escrúpulos de algunos homosexuales a la hora de ser más combativos con los discursos de la ultraderecha. Como decimos, en ese punto, el texto parece jugar al despiste, lamentablemente. Punto a destacar también el de la actuación, en algunas momentos, de la actriz Alicia Rubio que se mueve con soltura en los códigos de lo esperpéntico

Nada nos impacta. Nada nos conmueve. Nada nos rebela. Solo nos deja con la sensación de alerta ante la posibilidad de que el teatro (y la cultura) se transformen en espacios coladeros, en espacios capaces, tal vez sin pretenderlo, de vehicular argumentarios que se sientan cómodos con la narrativa de la equidistancia. Craso error. Por supuesto que la izquierda abriga sus hipocresías y sus contradicciones. Tomada desde este ángulo, la pieza puede sostenerse, pero creemos que hay un empeño mayor en apuntar en otra dirección más insidiosa invistiéndolo todo en los ropajes de lo grotesco y lo contestatario.

Por desgracia, nos encontramos con una dramaturgia homeopática: igual que en la homeopatía una pequeña gota de la sustancia, (supuestamente «curativa»), se diluye en una gran cantidad de agua, aquí, una pequeña gota de la sustancia (subversiva) se diluye, y de qué manera, en litros y litros de la pura y absoluta nada. 

EL ALIVIO O LA CRUELDAD DE LOS MUERTOS

PUNTUACIÓN: 2 CABALLOS (Sobre cinco)

Se subirán a este caballo: Quienes sientan un gusto irrefrenable por el teatro de lo grotesco. 

 

Se bajarán de este caballo: Quienes no se reconozcan en unos personajes y una historia tan grotesca. 

 

***

FICHA ARTÍSTICA

Texto y dirección: Rubén Ochandiano

Intérpretes: Nata Moreno, Sergio Mur, Jessica Serna, Tomás Pozzi, Alicia Rubio y Albert Mèlich

Coreografía: Javier Monzón

Espacio sonoro: Sandra Vicente

Diseño de iluminación: David Picazo (AAI)

Escenografía: Rafa Lladó

Figurinista: Shiloh Garrel

Kimono de Sergio Mur: Palomo Spain

Abrigo de Alicia Rubio: Ágatha Ruiz de la Prada

Dirección de producción: Júlia Simó Puyo

Producción ejecutiva: Carlos Perelló Rovira

Ayudantía de dirección y regiduría:

Víctor Hernández

Asistente de dirección: Rubén Omar

Técnico de sonido: Enrique Mingo

Diseño gráfico y redes sociales: Eladi Bonastre

Decorados: Tricolor Producciones

Sastrería: Petra Porter

Estampación camisetas: Madrid T-Shirt

Fotografías: Jesús Romero

Realización cabezas: Tono Garzón (SFX PROPS)

Coproducción: Los Montoya, Amici Miei

Produccions, Teatre Principal de Palma,

Rubén Ochandiano y Teatros del Canal

Agradecimientos: Are you ready? Peluqueros, Eva Lloradi, Joan Miquel Artigues, Jesús Gómez, Chus Gutiérrez, Lorenzo Caprile,

Naluz (iluminación), Xavi Núñez

Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo

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