Una familia recorre la Ruta Nacional 40 de Argentina, de norte a sur, en un coche con una pequeña caravana. En el coche viajan el padre, la madre, la hija y el novio de esta. Llevan consigo las cenizas del hijo, del hermano, muerto en una batalla en plena guerra de las Malvinas. Es junio de 1982 y la familia viaja para echar las cenizas cerca de los glaciares del sur. En medio de la ruta, alguien más se les unirá al viaje: alguien que dice haber sido novia de su hijo. Alguien que transformará no solo el viaje por carretera sino el que es más importante: el viaje interior de todos los que van en el coche.
Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «El salto de Darwin» que, con autoría de Sergio Blanco y dirección de Natalia Menéndez, nosotros hemos podido ver en las Naves del Español en Madrid.
Esta podría ser una historia en torno a muchos asuntos: En torno al duelo. ¿No es acaso la pérdida de un hijo uno de los duelos más intransitables, más complejos de elaborar? Añadamos aquí la tesitura de la pérdida por un conflicto bélico; algo que parece, además de una fatalidad, un sinsentido mayúsculo: morir defendiendo un bando. (Bueno, a decir verdad, para muchos una forma digna de morir). Pero el duelo aquí, la pérdida del hijo, pasa a un segundo plano y entendemos, enseguida, que es pretexto para abordar otros vericuetos.
Entonces, si la obra no gira alrededor del duelo, ¿podríamos asumir que el tema es el de las guerras? El conflicto bélico de las Malvinas se convierte en esta obra en telón de fondo que atravesará la propuesta desde el principio hasta el final. El conflicto de las Malvinas no es un tema del que se sepa demasiado en nuestro país, en España. La mayor parte podría saber que Argentina perdió ese territorio en favor del Reino Unido. Pocos tal vez sepan que supuso para los argentinos esa derrota. (Podríamos trazar un cierto paralelismo con la relación de fricciones entre Gibraltar y España, entendiendo, eso sí, que en la península ibérica no se desarrolló ningún conflicto armado). Debemos entender las Malvinas como paradigma de la lucha entre dos identidades tan diferentes como la británica y la argentina.
Debemos tomar las Malvinas como eje narrativo por medio del cual/a través del cual se pueda vertebrar un relato en torno a la mezquindad humana: todas las pasiones desarrolladas hasta el punto en que se pierde el sentido común y solo se desea ganar, son anti darwinianas. No parecen fruto de una evolución exitosa. Las guerras, que ahí siguen, podrían poner en entredicho la famosa formulación de Charles Darwin de que hubo un salto evolutivo en el que el hombre se diferenciaría del resto de los animales. ¿Cuánto de inhumano hay en una guerra? Tal vez el conflicto de las Malvinas no sea un escenario comparable al de otros conflictos bélicos (Kosovo, Siria, Los Balcanes, la Guerra civil Española, y un largo etcétera) a no ser que analicemos, en lo microscópico, más allá de la crudeza del conflicto y el recuento de bajas, de qué depende que una guerra comience. Se necesitan dos para bailar un Tango, ¿no es así? Dos no discuten si uno no quiere. Pongamos en la ecuación aspectos tales como el orgullo, los nacionalismos, los patriotismos, la falta de negociación, el odio al diferente, entre otras cosas, y desde ahí será más fácil pavimentar un camino hacia la guerra que hacia la paz.
Pero, si la guerra de las Malvinas es, sin duda el telón de fondo, el caldo de cultivo de los afectos, las pasiones, de la familia protagonista de esta obra de Sergio Blanco, debemos reconocer que, a nuestro juicio, hay un tema que se impone por encima del duelo, por encima del conflicto bélico de las Malvinas. Este es el de las relaciones humanas. Parecerá un perogrullo, pero no. En el esquema, en la estructura de este «El salto de Darwin», su escritura apuesta por sujetarse en los diálogos, en qué hay de enfermizo en esta familia que parece hablar mucho, pero escucharse poco. En esta familia que colapsa fácilmente cuando se entera de que su hijo/hermano muerto mantenía relaciones con una mujer transexual y prostituta llamada Kassandra.
Todo está al servicio de mostrarnos, discretamente, que estamos ante una familia llena de secretos, cuyos miembros pueden ser tan torpes, ser tan perplejos, ruines, mezquinos, vehementes o estar tan asustados como cualquier soldado en una trinchera. He aquí una familia que celebra el falso triunfo del conflicto bélico de las Malvinas, (apegados a un triunfalismo patriota que nunca trae nada bueno); he aquí una familia que acepta a la diferente, representada en Kassandra, pero que, más tarde, olvidará igual de rápido, qué significa apiadarse del prójimo. La idea de evolución, que podría trazarse en paralelo a esa otra idea de movimiento hacia delante que se produce en esta travesía por la Ruta Nacional 40, queda paralizada al analizar la moraleja que se esconde en esta suerte de fábula moral estupendamente dirigida por Natalia Menéndez. Paralizada desde el momento en que el final de este periplo remata dramáticamente (y no por los lloros del hijo perdido y sus cenizas echadas en el sur). Asistiremos a un abandono que nos congela el espíritu. La maldad/sinrazón humana es infinita y podemos encontrarla no solo en las guerras, sino también en los actos más cotidianos. Por una sencilla razón: porque guardamos ese ADN de eucariota, ese ADN reptiliano y funesto. No todos hemos hecho, adecuadamente, ese salto que predijo Darwin. Tal vez, a él, como a la Casandra de la mitología, muchos le negaron sus pronósticos.
Destacamos de este «El salto de Darwin» tres aspectos.
Uno: la escritura convincente de Sergio Blanco; bien hilvanada, con un buen número de hallazgos, apegada a una filosofía moral eficazmente dosificada en sus metáforas.
Dos: la inspirada dirección de Natalia Menéndez que guía con agilidad al reparto, haciendo que la historia no decaiga ni flaquee y resuene.
Tres: las interpretaciones de un reparto muy equilibrado en el que funcionan los contrapuntos, en el que interesan las voces. Del conjunto, sí diremos que, a nuestro juicio, la actriz Olalla Hernández no termina de convencernos con su actuación pues nos resulta un tanto recurrente en las formas y en el modo de decir su texto. Da la sensación de que su personaje no acaba de encajarle a la persona, como cuando ves a alguien con un traje que le quedase muy ancho o muy tirante. La pareja que interpreta a los padres, Jorge Usón y Goizalde Núñez, bracea con todas sus fuerzas y logra formar un buen tándem. Más desapercibido el actor que encarna al hijo, Teo Lucadamo, en un papel de presencia coreografiada que parece desenvolverse bien en el canto. El papel del novio de la hija, en manos de Juan Blanco, equilibrado y honesto. De todos ellos, el personaje más agraciado se lo lleva Cecilia Freire que borda, aquí, a la Kassandra con voz grave, acento mutilado y aspavientos de choni que se llevan todas las atenciones del público, en este caso para bien puesto que su papel es, por descontado, también el más arriesgado.
Terminaremos regresando a Darwin, como última reflexión. Decía el científico Británico que «el ser humano se detuvo en la búsqueda de monstruos debajo de la cama hasta que se dio cuenta de que esos monstruos se encontraban, realmente, dentro de cada uno de nosotros».
Del ser humano, de esa especie evolucionada, de esa especie que es capaz de crear una guerra por un territorio, de cremar a un congénere hijo y elaborar un ritual para echar sus cenizas en un glaciar, capaz de dejar abandonado a alguien en un descampado mientras cae la nieve… nos preguntamos, a veces, si ha conseguido dar el salto evolutivo completo o se ha quedado a unos milímetros de hacerlo. Difícil respuesta, ¿no? Bueno, pensemos que es, también, la misma especie capaz de sublimar escribiendo, dirigiendo e interpretando teatro. Ese es nuestro consuelo.
EL SALTO DE DARWIN.
PUNTUACIÓN: 3 CABALLOS Y 1 PONI (Sobre 5)
Se subirán a este caballo: Quienes deseen toparse con una obra equilibrada desde su escritura, dirección e interpretaciones.
Se bajarán de este caballo: Quienes busquen finales más salvíficos.
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FICHA ARTÍSTICA
DISEÑO DE ESPACIO ESCÉNICO: MONICA BOROMELLO
DISEÑO DE ILUMINACIÓN: JUAN GÓMEZ-CORNEJO
DISEÑO DE VESTUARIO: ANTONIO BELART
DISEÑO DE VIDEOESCENA: ÁLVARO LUNA
COMPOSICIÓN MÚSICA ORIGINAL: LUIS MIGUEL COBO
COACH MUSICAL: TEO PLANELL
REALIZACIÓN DE ESCENOGRAFÍA: MAMBO DECORADOS
AGRADECIMIENTOS: RUVENI ELLAWALA Y FER MURATORI (VOCES EN OFF)
UNA COPRODUCCIÓN DEL TEATRO ESPAÑOL Y ENTRECAJAS EN COLABORACIÓN CON EL FESTIVAL DE OTOÑO DE LA COMUNIDAD DE MADRID
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Una crítica de Fjsuarezlema

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