LA HABITACIÓN DE MARÍA. Mucho humo y poco fuego

Una importante escritora se encuentra recluida en el último piso de un edificio de Madrid. Su casa se ha convertido en su bastión, su refugio desde que comenzó a padecer agorafobia. Allí, en la soledad de apartamento, asaltada por las llamas de un incendio que parece haberse originado unas plantas más abajo de donde ella vive, nos hará testigos directos de los ochenta años de vida que está a punto de cumplir y nos revelará por qué un día decidió no volver a salir de su casa.

Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «La habitación de María» que, escrita por Manuel Martínez Velasco, dirigida por José Carlos Plaza y protagonizada por Concha Velasco, nosotros hemos podido ver en el Teatro Reina Victoria de Madrid.

 

 

Sitúense.  Un apartamento en lo alto de un edificio de Madrid. Un mes de agosto. Grandes ventanales acristalados, diáfanos, que dejan entrar la luz del ocaso, de la tarde. No es el único ocaso: ventanales para adentro, la escritora Isabel Chacón. Sentada en una de esas sillas con ruedas (que no de ruedas) repasa los periódicos del día. Hablan de ella. De su próximo ochenta cumpleaños. De que no ha podido (o querido) acudir a recoger un premio (bueno, un premio no, el premio Planeta). En el apartamento, amplio, una mesa de trabajo con libretas de notas, libros, y cerca una pequeña jaula con un pájaro al que la escritora apoda como Salinger (por J.D. Salinger, escritor de «El guardián entre el centeno»).

En principio, la atmósfera está servida. Bien. Vayamos viendo por dónde va esto.

Concha Velasco, sola en escena, reclamo principal, desde luego, de la propuesta que vuelve a firmar su hijo Manuel Martínez Velasco (tras la anterior producción en la que ya formaron tándem, en la obra «El Funeral»; dicen que una comedia escrita también por su vástago).

Concha Velasco es animal escénico. Acepta el reto de este híbrido entre monólogo y soliloquio y se le nota a gusto, casi rompiendo, a conciencia, la cuarta pared, para ganarse el afecto del patio de butacas lo antes posible (algún chascarrillo inicial con el repaso a los titulares de algunos periódicos fácilmente connotables y a seguir, más tarde, con unas velas de cumpleaños que no se apagan).  Lo de Salinger, nos despista. No porque parezca que el pobre pájaro sea un atrezzo innecesario, sino por la referencia al escritor. Salinger (tal vez un gusto del Velasco hijo) es una referencia pop inmediata ( y creemos que aquí pegaría más una referencia campy del estilo «Orgullo y prejuicio» o «Lo que el viento se llevó» o alguna referencia a Emily Dickinson). Salinger cuaja mal con otra referencia un tanto naftalínica como la del premio planeta. Resultan trayectorias imposibles de converger si no es de un modo muy forzado. Pensamos: a ver, tal vez esto tenga que ver con que Salinger, figura insigne, tenía mucha fama de huidizo, de no querer entrevistas, ni apenas fotos, y de ahí que sea un guiño del autor como paralelismo con la escritora que protagoniza su obra. Bueno, quién sabe.

En cualquier caso, atentos: cuarenta y tres años lleva encerrada en su apartamento de Madrid esta escritora que interpreta Concha Velasco. Cuarenta y tres años, que se dice pronto. Quizá el dato sea una exageración poco estimada. Cuarenta y tres años encerrada, por agorafobia, es demasiado tiempo hasta para un personaje ficticio en una obra teatral. Ni Emily Dickinson lo habría soportado (y mira que a Dickinson le gustaba estar confinada). Pese a todo, y habiendo visto cómo avanzó la trama, podemos incluso decir que todo acaba encajando dentro de una abultada estela de detalles que chirrían sin remedio, los engrases como los engrases. Sí, Concha Velasco es una actriz estupenda. Dejemos esto fuera de esta crítica y centrémonos en el texto, la dirección y en esta interpretación de la actriz, en particular.

 

 

Se dice que, en el mundo de lo culinario, uno (o una) es tan buen cocinero/a como el último plato que ha servido a sus comensales. No sé si es demasiado injusto hacer una equivalencia con otros campos laborales. Probablemente. Porque, ¿uno es tan buen arquitecto como el último edificio que ha proyectado y construido? ¿Tan buen músico como el último álbum que ha compuesto? ¿Tan buen escritor/a, actor/actriz, director/a de escena como el último trabajo que ha realizado? Creemos que estas son preguntas capciosas y que habrá respuestas para todos los gustos. Con todo, ateniéndonos a esta idea (al mismo tiempo esperanzadora porque uno siempre puede mejorar), creemos que, este plato, servido por Martínez Velasco, se ha churrascado.

Si tienes a una actriz como Concha Velasco, (que sería algo así como un marisco gallego, una trufa negra de Teruel, un jamón de Extremadura o para ser más atinados: un material estupendo para hacer un lechazo asado vallisoletano, o unos mantecados de Portillo), debes aprovechar ese material al máximo. Y en este sentido, en lo que corresponde a la dirección de la pieza y en lo tocante al texto, en ambos casos, se quedan muy lejos de la elaboración de un plato de alta cocina y, en su lugar optan por una cocina de aprovechamiento, como el estudiante universitario que llega a su casa de madrugada y se hace un bocata de nocilla con salami, pues el caso es ingerir algo.

Hay bastantes cosas que no comprendemos: ¿Por qué José Carlos Plaza no limpia con esmero una buena cantidad de detalles que ensucian la representación? Véase los momentos en que Concha Velasco habla por teléfono sin aún haberse acercado el auricular a la oreja. El teatro exige unos códigos que si se rompen castigan el resto del conjunto. La actriz está, el noventa y nueve por ciento del tiempo de representación, sentada en una silla. Si es por un motivo de salud entenderíamos que la obra dejase un espacio para explicarlo, pero el texto no lo hace y pasa de largo frente a un detalle que en escena es demoledor: una mujer sentada en su silla que no se levanta ni tiene reacción de alarma alguna pese a que el humo está empezando a entrar por todo el apartamento. No es verosímil. Rompe una de las leyes fundamentales de cualquier respuesta humana: la respuesta de huida. Pese a que se nos quiera hacer ver que obedece a una reacción propia de la indefensión aprendida (como la de la historia del elefante tomada de Bucay), no tiene ningún sentido escénico. Incluso un personaje con ceguera o un personaje en silla de ruedas se hubiesen movido más por la estancia, hubiesen reaccionado a los estímulos que entran por sus sentidos (a no ser que el personaje tuviese anosmia y sordera, que no es el caso). Este aspecto, visto desde fuera, es un punto que la dramaturgia debe advertir en cambiar si quiere imprimir a la historia alguna credibilidad.

Del mismo modo, la historia de amor que retorna del pasado (con una voz que parece la de un locutor de radio, impropia de los avatares de alguien que frisa los ochenta años) no nos ofrece ninguna emoción pues se encuentra desprovista de conflicto y de poética y solo parece a obedecer a un simple adorno en el plato, como una hoja de laurel o de tomillo colocada sobre el emplatado final que cualquier chef juzgaría de la siguiente manera: todo lo que se pone en el plato se come. A nosotros lo de ese amor del y esa historia de la hija que viene a explicarnos el por qué de su reclusión, no nos pintan nada.

Convertida, en su tramo final, en un melodrama con ribetes de telefilm, la historia no remonta y se apaga en una suerte de canto a la vida que no logra hibridarse con un final  ni un Deus ex machina podría ya salvar.

 

Nos viene a la cabeza una tarea que la psicóloga Harlene Anderson pide a quienes acuden a su consulta: escribir una carta como si lo hiciesen desde una habitación en llamas. Cuando la psicóloga pide esto a sus pacientes, lo hace para reclamarles que pongan, en palabras, toda su urgencia, todo su entusiasmo; para que puedan decir lo importante echando a un lado lo accesorio.

En «La habitación de María», también pensábamos que íbamos a encontrarnos con un discurso que nos dejase sin aliento, un alegato arrebatado, donde primase el querer decir, la autorevelación, el ejercicio de la resistencia. Pero mucho humo y poco fuego.

Lo que nos hemos encontrado ha sido un texto que se carbonizaba fácilmente bajo las llamas mucho antes de que estas llegasen siquiera a acercársele y se convertía, muy pronto, en cenizas . Por desgracia, las quemaduras llegaron a rozar a su actriz principal. Pese a todo, creemos que Concha Velasco, siempre, siempre, ha sabido caminar sobre las llamas.

 

LA HABITACIÓN DE MARÍA

PUNTUACIÓN:  2 CABALLOS (Sobre 5)

Se subirán a este caballo: Quienes acudan queriendo ver a una siempre digna Concha Velasco.

Se bajarán de este caballo: Quienes no simpaticen con un texto hecho cenizas y una dirección desnortada.

 

***

Ficha artística

Autor: Manuel Martínez Velasco

Dirección: José Carlos Plaza

Intérprete: Concha Velasco

Diseño escenografía e iluminación: Paco Leal
Espacio Sonoro: Arsenio Fernández
Edición de Video: Antonio Durán y David Cortázar
Video escena: Bruno Praena
Primer Ayte de Dirección: Jorge Torres
Segundo Ayte de Dirección: César Diéguez
Jefe de Producción: Pablo Garrido
Jefe Técnico: David P. Arnedo
Ayte de Producción: Carolina Morocho
Voz Luccio: Salvador Vidal
Presentadora: Flora López
Reporteros: Eduardo Joaquín Ramiro, Jorge Torres, Marcos De la Rosa y Pablo Vélez
Fotografía: Sergio Parra
Diseño gráfico: David Sueiro
Productor: Jesús Cimarro

Una producción de Pentación Espectáculos

 

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Una crítica de Fjsuarezlema

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