LA MÁQUINA TURING. Morder la manzana dos veces

Año 1952. El profesor Alan Turing acude a comisaría para denunciar un robo en su apartamento. El policía que se hace cargo del caso no parece observar nada extraño, pero pronto recibirá la llamada de los servicios secretos británicos. El hombre que está en su comisaría parece ser alguien importante, desde luego involucrado en otros asuntos menos anodinos que el de una denuncia por robo en su apartamento.

Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «La máquina Turing» que, con dirección de Claudio Tolcachir e interpretada por Daniel Grao y Carlos Serrano, nosotros hemos podido ver en la sala verde de los Teatros del Canal, en Madrid.

 

Quien más y quien menos ha de conocer la figura de Alan Turing que se hizo popular a raíz de una película que se estrenaba en 2014 y se llevaba el óscar al mejor guion adaptado. Si no es por ese biopic del noruego Morten Tyldum, tal vez otra parte del público conozca a Turing simplemente porque le gusta las matemáticas, la segunda guerra mundial, a saber. En cualquier caso, Turing se hizo popular a raíz del cine para una amplia mayoría. En este sentido, el teatro, que estaba antes del cine (pues la obra de Hugh Whitemore es del año 1986, con la correspondiente versión en cine en el mismo año) ha estado en un segundo plano con relación a lo cinematográfico. Sin embargo, pese a los medios con los que cuenta el cine, es en la dramaturgia donde podemos encontrar otros pliegues.

En el presente relato, la máquina enigma y su desencriptado son solo la excusa, el pretexto, para abordar el otro «enigma» de la vida de Turing: su homosexualidad. Es en este aspecto en el que se pone el foco y esto es lo más meritorio del texto. Vamos a poder aproximarnos a ese engranaje, emocional, en la vida del matemático. A ese envés de su intimidad, pocas veces retratado o mal retratado dado que siempre parece ser mencionado, pero, al mismo tiempo, a menudo pareciera ser un territorio narrado en zig zag; como si en muchas ocasiones, la sexualidad (y en particular la homosexualidad, fuese un lenguaje encriptado para gran parte de la población).

Qué necesario, (y quién lo diría en el año 2020), poder abordar con naturalidad, sin circunspecciones, la naturaleza de las relaciones homosexuales como parte del orden lógico de las cosas, sin aspavientos, sin soslayos; también con la necesidad de hacer retrato de una época para cuestionar sus censuras, sus censores, sus modos de intolerancia. Hay que ser un héroe para enfrentarse a la moral de una época, decía el filósofo Michel Foucault, y no podemos estar más de acuerdo.

Turing fue un héroe. Sin saberlo. Que es como ocurre en la mayor parte de los casos de heroicidad. Un héroe no solo por todo lo que tuvo que ver con salvar vidas descifrando los códigos de la máquina enigma de los alemanes, en la segunda guerra mundial, sino por vivir de acuerdo con su modo de sentir en unos años en los que la homosexualidad era anatema. Fue procesado por homosexual en 1952. Procesado por su forma de amar.

Sin sorpresas, en España, en aquellos mismos grises años cincuenta, el gobierno franquista modificaba la ley de vagos y maleantes para incluir, en su despreciable articulado, la figura del homosexual. Así se modificaba en el año 1954:

Artículo sexto.-Número segundo.- A los homosexuales, rufianes y proxenetas, a los mendigos profesionales y a los que vivan de la mendicidad ajena, exploten menores de edad, enfermos o lisiados, se les aplicarán para que las cumplan todas sucesivamente, las medidas siguientes:
a) Internado en un establecimiento de trabajo o colonia agrícola. Los homosexuales sometidos a esta medida de seguridad deberán ser internados en instituciones especiales y, en todo caso, con absoluta separación de los demás.
b) Prohibición de residir en determinado lugar o territorio y obligación de declarar su domicilio.

c) Sumisión a la vigilancia de los delegados.»

Sigue poniendo los pelos de punta. Y se hace difícil tragar saliva con normalidad al leer ese artículo sexto.

En Reino Unido, donde residía Turing, las cosas no eran más tranquilizadoras. La homosexualidad estaba tipificada como ilegal.

La obra parte de un hecho real: Arnold Murray, amante por aquel entonces de Turing, ayudó a un cómplice a entrar en su casa para robarle. Turing acudió a la policía. Denunció el delito, y reconoció su homosexualidad. He ahí su heroicidad. La policía le imputó los cargos de “indecencia grave y perversión sexual”. Turing no creía que debía disculparse y, durante el juicio, ofreció otra lección de moral a todos/as los y las inmorales que le juzgaban: no se defendió de los cargos, porque él asumía quién era. Qué sentía. Lo curioso es que se decantase por la opción de someterse a castración química (ante la oferta de elegir prisión o la de un tratamiento hormonal para reducir su libido). Tal vez optó por la castración por satisfacer a su madre, que siempre receló de su homosexualidad e incluso llegó a mantener que su hijo no se suicidó sino que su muerte se debió a un error, atribuyéndola a una ingestión accidental por la falta de precauciones de Turing que solía almacenar sustancias químicas en un pequeño laboratorio que tenía en casa.

La propuesta escénica brilla en aspectos como el diseño de escenografía, de Emilio Valenzuela, que logra hacernos viajar en el tiempo con un mobiliario de la época, versátil, a base de una suerte de estanterías que ora son parte de la comisaría, ora parte del apartamento de Turing, funcionando, también, a modo de zonas de proyección de imágenes. La alfombra que cubre el escenario: un guiño a la parte matemática con la estampación de la sucesión de Fibonacci o proporción áurea. 

La dirección, a cargo de Claudio Tolcachir, se demuestra acertada, inteligente. Tal vez menos perspicaz con el actor que interpreta a Turing, en algunos momentos, dado que si bien el científico no era hombre de verbo fácil, tampoco era (o, al menos, así no lo recogen sus semblanzas biográficas)  una especie de Forrest Gump (y es que en algunas escenas, el actor Daniel Grao, nos recuerda más a alguien capaz de soltar por la boca, en cualquier momento, aquello de «la vida es como una caja de bombones»).

En el apartado interpretativo, aunque Daniel Grao aborde el papel más protagónico o carismático, el de Alan Turing, creemos que su interpretación no es más meritoria que la de su compañero de reparto, Carlos Serrano que, a nuestro juicio, atrae más la mirada en su encarnación de varios personajes en uno. Los dos demuestran buena forma, concitan interés, pero les falta algo más de aporte de emoción a sus respectivos personajes. En cualquier caso, equilibrados en su mayor parte. 

Dicen las biografías que Turing no se avergonzaba de ser homosexual, no lo escondía y, es más, parecía orgulloso de ello (Bravo por Turing). Es este hecho algo desatendido por la mirada de la escritura, del cine, que, sin duda, debería ser eje vertebrador de cualquier relato en torno a su figura. Su convicción, su moral, su identidad, estaban intactas, pese a verse rodeado de intolerancia e intolerantes en aquellos grises años cincuenta. En el año 1954, (sí, el mismo en que el régimen del dictador Franco reformulaba la ley de vagos y maleantes para incluir la represión sobre la figura del homosexual), Turing mordía una manzana empapada en cianuro, quizá para dormirse y reunirse, en sus sueños, con Christopher Morcom, un amigo de la escuela con quien había mantenido una relación de afecto, y que había muerto años atrás. Era la segunda vez que mordía una manzana: la primera, la vez que mordió la manzana del árbol de la ciencia. Para él la ciencia era una ecuación diferencial; la religión: una condición de frontera. Y Turing mordió la manzana del conocimiento y atravesó fronteras como pocos se atreven a hacerlo.

A Turing le habían salido pechos, por el tratamiento hormonal, padecía disfunción eréctil, había ganado mucho peso. Tal vez pensó que había comenzado a distanciarse de su proporción áurea, de lo que era realmente y que, así, no merecía la pena seguir viviendo. No está de más reparar en que Turing vivió defendiendo quien era, qué sentía y orgulloso de su condición sexual.

Mordió la manzana con cianuro y se fue. Sin saber que el premio Nobel de la computación, muchos años después de muerto, llevaría su nombre. Sin saber que un 24 de diciembre de 2013, muchos años después de morir, la reina Isabel II de Inglaterra le concedería el indulto póstumo.

Él que decía, con la clarividencia de un genio: «podemos ver poco del futuro, pero lo suficiente para darnos cuenta de que queda mucho por hacer». No le faltaba ni una pizca de razón.

 

LA MÁQUINA TURING

PUNTUACIÓN:  3 CABALLOS Y 1 PONI (Sobre 5)

Se subirán a este caballo: Quienes acepten que la tolerancia es siempre un honroso aprendizaje.

Se bajarán de este caballo: Pensamos que este caballo puede garantizar, a la mayoría, un buen galope.

 

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FICHA ARTÍSTICA

AUTOR: BENOIT SOLÉS (inspirado en la obra de Hugh Whitemore Breaking The Code, basada a su vez en Alan Turing: The Enigma, de Andrew Hodges)

DIRECCIÓN: Claudio Tolcachir

INTÉRPRETES: Daniel Grao y Carlos Serrano

ILUMINACIÓN: Juan Gómez Cornejo

DISEÑO DE ESCENOGRAFÍA Y VÍDEO: Emilio Valenzuela

PRODUCCIÓN EJECUTIVA: Olvido Orovio

DIRECCIÓN DE PRODUCCIÓN: Ana Jelín

PRODUCCIÓN Y DISTRIBUCIÓN: Producciones Teatrales Contemporáneas

 

 

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Una crítica de Fjsuarezlema

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