Un artista importante ha recibido el encargo de pintar un lienzo bajo la premisa de que la pintura se atenga a un eje temático: el terrorismo. El artista se impondrá la tarea de pintar su autoretrato y el público asiste a la creación pictórica, en directo, y a los pensamientos del artista mientras crea.
Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «El hombre y el lienzo» que escrita y dirigida por Alberto Iglesias e interpretada por Javier Ruíz de Alegría, nosotros hemos podido ver en la sala Jardiel Poncela del Teatro Fernán Gómez de Madrid.
El arte como sustrato es la premisa desde la que arranca este texto escrito por Alberto Iglesias. Todo está montado para que la intimidad prevalezca frente a otra contingencia. Desde el monólogo hasta el color de su tono y su contenido que es absolutamente intrapersonal. Una suerte de diálogo interno del creador consigo mismo, del creador con una audiencia que parece importarle poco porque lo que a él le importa es la búsqueda de ese santo grial que es la identidad, el dar respuesta a esa ontología que pasa por responder quiénes somos y qué queremos o qué deseamos.
Nosotros vemos la obra esperando que algo acontezca y nada acontece más allá de la clara frontera del yo. Porque el autor no nos quiere hablar de la relación del creador con su comunidad sino de la relación del creador consigo mismo. Es ese «consigo mismo» lo que frena la obra, lo que la convierte en teatro de acciones internas que no apelan al espectador.
El actor está ajustado al texto. Observamos en el la capacidad de subsumirse (y asumirse) en el rol que le ha tocado: el rol introspectivo del que abusa la pieza. Nos parece justo decir que su trabajo es digno y decente, pero, igualmente, podemos decir que la obra no nos conmueve y se nos queda en bosquejo al que le faltan muchas más capas, generosas capas de pintura y definición (a no ser que esta dramaturgia desee emanciparse del relato y de la trama y apueste, sin recato alguno, por el lenguaje de la abstracción tal y como le sucede a los lienzos del autoretrato).
Pensamos que el texto no es ambicioso, sino, antes bien, un ejercicio narrativo de intimidad volcada. Tal vez si detrás del creador/narrador intuyésemos un biopic, podría esto despertar mayor interés más allá de la contemplación de un hombre, anónimo, que no representa el paradigma de los creadores sino a sí mismo. Un hombre del que no sabemos nada (antecedentes pobres) y del que, realmente, ¿nos seduce la idea de querer saber algo?
Iglesias nos sitúa ante el paradigma del hombre que lucha contra sí mismo, que intenta buscarse a sí mismo y ser fiel a lo que siente que es coherente con sus valores. De acuerdo. ¿Cuál es el conflicto? De pronto, el arte se nos presenta aburguesado, acartonado y hasta cínico. Tengamos presente que al personaje se le hace un encargo de pintar un cuadro con arreglo a un eje temático: el terrorismo. Y el personaje no encuentra más respuesta, a la mercantilización e hipocresía del mundo del arte, que la de hacer un autoretrato. Sobredosis de romanticismo artístico. Quizá el texto tuviese consonancia en otra época. ¿El siglo XVIII? Pero, hoy día, el mundo del arte es volátil y se ajusta más al capitalismo que al romanticismo.
El mundo del arte interactúa con otras disciplinas, se comunica, y no se disocia de lo cotidiano, de lo social. Sin embargo, el personaje de este «El hombre y el lienzo» soslaya todos estos vericuetos para justificar su fin: la plasmación de un conflicto ético antes que moral; la recreación de una voz interior del creador con su proceso de creación.
Observamos al hombre en su naufragio. En su propio naufragio existencial. Sus azares, su resistencia.
Digamos que el hombre que mira mucho tiempo al abismo termina por ser él mismo el abismo. Entendemos esa idea, de fondo, de hombre ante la encrucijada de ser el náufrago o espectador del naufragio. Comprendemos, y nos parece interesante, todo ese mensaje filosófico tomado de Hans Blumenberg, pero cuando el teatro opta por la metafísica, corre mismo riesgo del hombre que mira mucho tiempo el abismo: convertirse en metafísica y ya no en teatro capaz de mantener su flotabilidad.
EL HOMBRE Y EL LIENZO
Se bajarán de este caballo: Quienes crean que el teatro que se mantiene en pie es el que apuesta por la acción antes que por la contemplación.
FICHA ARTÍSTICA
Autor y Director: Alberto Iglesias
Intérprete: Javier Ruiz de Alegría
Voz en off: Ramón Barea
Espacio y luz: Javier Ruiz de Alegría (AAPEE)
Diseño espacio sonoro: Kike Mingo
Vestuario: Silvia Mir
Diseño gráfico y cartel: David Ruiz
Fotografía: David Ruiz / Emilio Gómez
Producción ejecutiva: Kendosan Producciones
Ayudante de dirección: Jacinto Bobo
Técnico: Óscar Sainz
Dirección de producción: Jesús Sala
Una crítica de Fjsuarezlema
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