Una madre y su hija están distanciadas, aparentemente porque la hija desea emanciparse. Su manera más rápida de salir de la casa materna es encontrar un novio y casarse. Mientras, su madre intenta volver a rehacer su vida, a relacionarse con otros hombres dada que el nido parece a punto de quedarse vacío.
Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «La fuerza del cariño» que, con texto de Dan Gordon, adaptado y dirigido por Magüi Mira, y protagonizado, entre otros, por Lolita Flores, nosotros hemos podido ver en el Teatro Infanta Isabel.
De acuerdo con el Teorema o la desigualdad de Bell se demuestra que dos partículas no pueden estar separadas porque nunca lo han estado: mientras la separación en el tiempo y en el espacio son “reales” en ciertos contextos, dicha separación es “irreal” o carece de importancia en la mecánica cuántica. Esto sería algo aplicable a la relación madre hija que mantienen en la obra Lolita Flores y Marta Guerra. Parecen emanciparse, querer establecer su proceso de diferenciación, pero su separación no es real porque, con arreglo al texto de Dan Gordon, el cariño las mantiene unidas. Pasa en muchas relaciones.
Digamos que aquí, además del cariño, también el teléfono las vincula pues este elemento del atrezzo se vuelve indispensable. El teléfono, claro, como un cordón umbilical lacaniano.
Tenemos una obra que nada menos que desde su título, intenta apelar al afecto, al cariño como motor nada mundano sino absolutamente imprescindible como galvanizador de las relaciones humanas. Así debería ser. Uno ha de entrar con esa consigna en la cabeza: voy a ver una función que habla de la fuerza del cariño. Un poderoso alegato camuflado en forma de comedia o tragicomedia. Vale. Habrá quienes lleguen con la película de J. L. Brooks ya visionada o no. Desde luego, recomendamos distanciarse, y mucho, de ese film (si ustedes lo han visto) para no rasgarse las vestiduras. ¿Por qué? Pues porque la película logra encarrilarse por ese difícil recorrido de la mordacidad y el chispazo brillante, por ese recorrido del, difícil, equilibrio entre lo divertido y lo triste metidos en el mismo bombo.
En su caso, la pieza teatral, una adaptación de Magüi Mira, deviene en inconsistente, improbable y bufonesca intentona que se queda tan lejos de la esencia de la obra original que aburre o sonroja, ya depende del gusto del consumidor.Vemos, aquí, las debilidades del melodrama.
Escudriñemos nuestras razones para justificar tal argumento.
Por un lado: el relato. Buena parte de lo que vemos, chirría como la puerta de un caserón abandonado. No tanto porque la historia, per se, no contemple su dosis de ternura y su dosis de realidad. Si chirría no es por cómo está escrito sino, antes bien, por como está contado. Hay un exceso de melodrama, una sobreafectación especialmente en los papeles que encarnan Flores y Mottola. Sus escenas parecen estar dirigidas a un público tan domesticado que asustan. No hay verosimilitud en los arcos de sus personajes (el monólogo de las estrellas suena artificioso y no dialoga con todo lo demás). El cómo contar es un importante defecto de esta narración que pasa, claro, por una dirección ininteligible, equívoca, o un casting inconexo.
Por otro lado, su final no se hibrida, queda separado del resto de la historia como cuando en repostería uno no ha mezclado bien los ingredientes y la capa de azúcar no se concilia con una capa de cacao puro más amargo. Vaciada de una emoción genuina, y sometida al dictado de un forcéps en lo interpretativo y en la dirección de escena (¿cómo es posible ese abuso de los teléfonos como hilvanaje de la propuesta?), nosotros nos quedamos con el papel de una Marta Guerras elocuente, briosa y con capacidad para convertirse en foco, absoluto, de todo el asunto.
Las demás interpretaciones quedan alejadas de una contribución significativa a la propuesta. El Garret creíble de Nicholson en lo cinematográfico en nada se corresponde con el Garret absolutamente antiseductor que perfila Mottola en esta pieza teatral. No hay aplomo, ni seguridad, ni carisma sino todo un despliegue de futilidad.
El papel de Aurora, encarnado por Lolita, que debería inocular humanidad y ternura a su personaje, desborda simplicidad. Su interpretación nos resulta monocolor en el tono de madre abrumada y angustiada que parece estar soltando un sermón o una queja constantes. El peor momento: el intento de trascendencia en la reflexión sobre las estrellas que se hace irremediablemente prosaico
Antonio Hortelano no puede sino quedar solamente diluido en medio del torbellino que representa Marta Guerras. El personaje de él es bastante anecdótico.
A esta «La fuerza del cariño» le falta, precisamente, «fuerza». La fuerza de una trama más apetecible y compacta. La fuerza de una dirección que equilibre la propuesta y se esmere más en su manera de transmitir emociones sinceras. La fuerza de unas interpretaciones que no queden supeditadas a lo mediático de su aparición, unas, o a lo descompensado y artificial de sus papeles, otras. Por lo demás, no dudamos que haya querido llegar al patio de butacas con todo su «cariño», pero esto nunca es del todo suficiente.
LA FUERZA DEL CARIÑO
Se subirán a este caballo: Quienes acudan a la llamada, mediática, de un melodrama herido de falta de mordacidad.
Se bajarán de este caballo: Quienes esperen algo parecido a la versión cinematográfica. Pierdan toda esperanza.
***
Autor: Novela Larry McMurtry
Adaptación teatral: Dan Gordon
Versión adaptación española: Magüi Mira
Dirección: Magüi Mira
REPARTO: Lolita Flores, Luis Mottola, Antonio Hortelano y Marta Guerras
Iluminación: José Manuel Guerra
Diseño de escenografía: Curt Allen Wilmer (aapee) con estudiodeDos
Productor: Jesús Cimarro
Una producción de Pentación Espectáculos
Una crítica de Watanabe Lemans
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