En una una Dinamarca ocupada por las tropas nazis el científico Niels Bohr y su ex alumno Werner Heisenberg se encuentran en la casa de Bohr para charlar, tras unos cuantos años. Las cosas han cambiado mucho desde la última vez que se vieron: ahora están en 1941 y los nazis tiene trabajando para ellos a Heisenberg en el desarrollo de armamento nuclear. ¿Cuál es el motivo de este enigmático encuentro en plena escalada belicista? ¿Por que los dos científicos y amigos rompieron relaciones después de aquel encuentro en Copenhague?
Esta podría ser na sinopsis de la obra Copenhague que escrita por Michael Frayn, dirigida por Claudio Tolcachir y protagonizada por Malena Gutiérrez, Carlos Hipólito y Emilio Gutiérrez Caba, nosotros hemos podido ver en la sala Juan de la Cruz del Teatro de la Abadía.
Partamos de la base del material en que se basa Frayn para su trama: un encuentro enigmático entre dos titanes de la Ciencia en un contexto como el de la Alemania Nazi intentando domeñar el mundo en este caso a través del control de la física nuclear. Bohr y Heisenberg se citan en Copenhague y la historia de ese encuentro se pierde en la especulación pues nadie sabe qué ocurrió allí ni de qué hablaron o dejaron de hablar. Habría que hacer aquí un trabajo de arqueología del silencio. De lo que ignoramos, pero presumimos que pudo ponerse encima de la mesa. Todo este material es absolutamente fascinante (si a uno le gusta la historia contemporánea, con mayor motivo). Se puede intuir que detrás de ese sustrato hay una buena idea para ser desarrollada. En teoría sí. Fenómeno del apriorismo que también se da en teatro. A priori, una excelente idea además coronada con nombres de actores bien solventes. El problema, porque hay un problema, está en lo que ocurre con el texto. Escuchamos hablar de muchos premios y todo ese marchamo de obra elogiada en muchos lugares y, sin embargo, nosotros juzgamos lo que vemos de otro modo bien distinto. Por un lado, el texto y por otro lado las interpretaciones y el trabajo de dirección.
Hallamos aquí, dos planos diferenciados.
Primero, el texto. Si la historia, de entrada, nos resulta intrigante y contiene una buena dosis de eso que uno desea ver en teatro, sí debemos señalar que al acercarnos al texto observaremos cómo este cae en una especie de farragosidad que lo conduce a la agonía. No arrebata, no evoca de forma certera, no emociona, no explosiona. La historia discurre por una vía que lo conduce a lo academicista, lastrando la propuesta textual. ¿Por qué sentimos que le faltase algo que lo hace desconectar del público? Muchos de los comentarios del público, que abarrotaba la sala, iban en esa línea: las interpretaciones están muy bien, pero la obra se hace densa. Se puede separar al bailarín del baile? Suponemos que sí, en una suerte de dramaturgia cuántica: el texto no nos seduce, pero las interpretaciones y la dirección sí.
Abundando algo más en los vericuetos de la escritura de Frayn, diríamos que escribe un texto deliberadamente implosivo antes que explosivo. Es decir, la acción ocurre hacia dentro. Dentro de los personajes, de sus mentes, de sus estados de conciencia, de lo que no llegan a decir en escena. Y esa implosión es la que dota a la pieza de una extraña fragilidad a modo de patata caliente, de disperso electrón. Hay un montón de datos significativamente centrales (que se desprenden de los archivos Niels Bohr, publicados años más tarde) que no comparecen en este relato. No se nos aclaran aspectos que el público debería conocer (creemos que el espectador medio ignora) como, por ejemplo, en 1937, las S.S acusaron a Heisenberg de enseñar física judía, pero Himmler se convirtió en su protector. Probablemente ahí comenzaba la colaboración formal del físico con el régimen. Una suerte de quid pro quo que explicaría una parte importante de ese encuentro en Copenhague. Heisenberg acudía representando a la causa Alemana. Si bien no era Nazi, o no estaba alineado con lo que Hitler planteaba, sí, dicen los expertos, era un firme defensor de su país y del nacionalismo.
En la obra, Frayn nos plantea uno de los hechos que el propio Heisenberg sí haría público. A la pregunta de qué buscaba él con aquel encuentro en Copenhague, el físico alemán reveló que lo que pretendía era obtener una respuesta a la siguiente pregunta:
“¿Tiene un físico el derecho moral a trabajar en la explotación práctica de la energía atómica?
¿Era esto cierto? o, como dice el historiador David C. Cassidy, a Heisenberg le importaba bien poco el asunto moral y lo que realmente pretendía era convencer a Bohr de dejar el bando aliado y sumarse a los esfuerzos de Alemania por dar con la bomba atómica. Quizá, Heisenberg deseaba, también, usar la influencia de su amigo danés para que convenciese a los aliados de que se negasen a trabajar en una bomba que pudiese ser usada contra el pueblo alemán. La historia ya es conocida: los alemanes no desarrollaron la bomba o, mejor dicho, no lograron construirla. Los americanos, sí. Y no será porque el Tercer Reich no lo intentase. Cuatro años después del encuentro en Copenhague, diez científicos alemanes, que trabajaban al servicio del Hitler, fueron recluidos en Farm Hall (aquí, desde luego hay otra historia fascinante): una mansión localizada en Godmanchester, un pueblo cercano a la ciudad de Cambridge, Inglaterra. El Foreign Office británico, entonces propietario de la finca, instaló una serie de micrófonos ocultos en el inmueble antes de la llegada de los científicos, sospechosos de haber estado involucrados en el programa nuclear alemán para la fabricación de una bomba atómica nazi, el Proyecto Uranio (Uranprojekt). Los nombres de estos diez científicos eran: Erich Bagge, Walter Gerlach, Otto Hahn, Paul Harteck, Horst Korsching, Max von Laue, Carl Friedrich von Weizsäcker, Karl Witz y, sí, Werner Heisenberg. No estaba entre ellos el premio Nobel Gustav Hertz: experto en separación de isótopos que contribuiría con su trabajo al desarrollo del programa nuclear ruso, después de la guerra. ¿Y por qué no estaba entre ellos Gustav Hertz? porque era sobrino de un judío, el célebre Heinrich Hertz, motivo por el cual no solo perdió su cátedra en Berlín sino que no pudo formar parte del proyecto nuclear. Así fue como los alemanes nunca pudieron desarrollar la bomba: el método de separación de isótopos fue empleado con éxito por los aliados en el Proyecto Manhattan; los alemanes no llegaron a ello al expulsar a Hertz, un judío, de sus filas. Conociendo esto, que Heisenberg fuese a convencer a Bohr de que les prestase ayuda, parece cobrar mucho más sentido.
Sea como fuere, la historia no termina de evocar tanta intriga en su escritura y se pierde con facilidad en enmarañadas y discursivas explicaciones que no logran erigirse en metáforas brillantes ni luminosas sino, antes bien, en tediosas formulaciones matemáticas que enrarecen la trama.
¿Qué es, entonces, lo que hace que la historia no de despeñe del todo? la dirección y la interpretación. Tolcachir se maneja firme con un texto abigarrado y mueve a los actores en escena con buen pulso. Si tenemos en cuenta que contamos con actores solventes, eso ayuda. Tanto Carlos Hipólito como Gutiérrez Caba encajan en el papel y demuestran buen oficio para defender un material que se parece a una pesada carga cuesta arriba. La actriz Malena Gutiérrez es quien menos nos convence en un rol demasiado discursivo; una especie de narradora que explica demasiado y que no parece encontrar, del todo, su sitio en el escenario.
Tras el encuentro entre Bohr y Heisenberg, la historia nos ha descubierto lo que vino años más tarde. El 6 de agosto de 1945, un funcionario británico informó a Otto Hahn del lanzamiento de una bomba atómica aliada sobre Japón. Este se lo contaría al resto de los científicos reunidos en Farm Hall. Ahí comenzarían a consensuar su argumentario para la posguerra: no dirían que no habían podido desarrollar la bomba por falta de fondos y conocimientos, sino por una cuestión ética. Mentira. Todo en orden. Las fake news no son un invento de nuestros días.
Más allá de los argumentos de Heisenberg de no estar con Hitler o no querer construir la bomba atómica, sino solo un reactor nuclear y nada más, sí podemos sacar una conclusión tras habernos internado en esta historia. La ciencia siempre debe ser fiel a sí misma. Y ello implica que debe saber alejarse de las dictaduras, de los totalitarismos, de cualquier alianza con el poder despiadado. La ciencia debe ser desarrollo y justicia social. Debe contribuir a hacer del mundo un lugar más habitable.
Como diría Einstein (que, a diferencia de Heisenberg, sí se fue de Alemania cuando en 1933 comenzó la persecución abierta de judíos en muchas ciudades del país): «No creo que los científicos deban mantener silencio en temas políticos ¿dónde estaríamos si hombres como Giordano Bruno, Voltaire, Humboldt, se hubieran comportado así?». Por desgracia, Heisenberg no entraría en esa lista. Por desgracia, la historia siempre puede repetirse. Por eso conviene tanto no olvidarnos; no olvidarla.
COPENHAGUE
PUNTUACIÓN: 2 CABALLOS Y 1 PONI.
Se subirán a este caballo: Quienes, curiosos/as, se dejen llevar por el atractivo de un encuentro enigmático e histórico.
Se bajarán de este caballo: Quienes, se sientan decepcionados por un texto demasiado denso y discursivo que no recala lo suficiente en lo enigmático.
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FICHA ARTÍSTICA
Autor: Michael Frayn
Dirección y adaptación: Claudio Tolcachir
REPARTO
Emilio Gutiérrez Caba
Carlos Hipólito
Malena Gutierrez
Diseño de Iluminación: Juan Gómez Cornejo (A.A.I.) yIon Aníbal López (A.A.I.)
Escenografía y Vestuario: Elisa Sanz
Ayte. Escenografía y vestuario: Lua Quiroga
Aytes. Dirección: Maite Pérez Astorga y Nacho Redondo
Traducción: Alicia Macías
Prensa: María Díaz
Diseño gráfico: Alberto Valle – Hawork Studio
Fotografía: Sergio Parra
Producción Ejecutiva: Olvido Orovio
Dirección de producción: Ana Jelin
Gerente y regidor: Carlos Montalvo
Maquinista: David Vizcaino
Técnico iluminación: Ion Aníbal López
Construcción de escenografía: Mambo Decorados y Sfumato
Realización de vestuario: Sastrería Cornejo
Transporte: Taicher
Producción y distribución: Producciones Teatrales Contemporáneas
Una crítica de Watanabe Lemans
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