Clarissa Dalloway, una mujer casada con un diputado conservador y madre de una adolescente sale de su casa una soleada mañana de junio de 1923 para dar un paseo por el centro de la ciudad y comprar flores. Esa misma noche dará una fiesta en su casa, con invitados. En el curso de ese día sucede algo trágico que —el suicidio de una mujer— que llegará a los oídos de Clarissa como el eco de una piedra lanzada en un estanque.
Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «Mrs. Dalloway» que dirigida por Carmen Portaceli y protagonizada por Blanca portillo, nosotros hemos podido ver en la sala grande del Teatro Español.
Difícil adaptación para el teatro aquella que debe erigirse sobre un andamiaje como el de la novela de Virginia Woolf cuyo sustrato es el del flujo de conciencia de la protagonista. La novela de Woolf posee una indisoluble condición: estar escrita para ser leída. Todo en la trama está tejido con la delicadeza de la gasa de un ropaje, como el vestido verde que Clarissa Dalloway trata de coser.
Si uno lee la novela se percatará enseguida de que esta adaptación no es fiel a la historia de Virginia Woolf y esa es su mayor debilidad. Lo que se ha traído a las tablas es una historia comtemporanizada que, en aspectos relevantes, dista de parecerse al original. Sin caer en el purismo, pensamos, que «Mrs. Dalloway» se merecería mucha más fidelidad.
Si obviamos la primera mitad de la obra, que es de un endiablado tedio, y resistimos hasta la segunda mitad, momento en el que la pieza comienza a escalar en su clímax emocional, saldremos satisfechos. La primera parte se nos hace bastante anodina, sin demasiados elementos a los que asirnos para la emoción, con escasos aleteos de intensidad. Destaca, esos sí, en todo momento, la serena confianza del personaje que va bordando Blanca Portillo junto con el de Gabriela Flores, que da vida a la que podría ser alter ego de Virginia Woolf en este telar.
El trabajo, innegociable en esta pieza, debía hacerse por medio de redes de imágenes que son la marca de la casa en la novela: una telaraña de finísimos hilos con los diálogos internos de los personajes. Para la ocasión, todo se hilvana con mayor o menor sentido de la agilidad, pero la pieza se transforma en narración antes que en acción. No quedan demasiado bien los momentos musicales de la hija con micro cantando, ni los insólitos momentos en las fiesta en la que los invitados bailan con frenesí, desconectados, quizá demasiado poco verosímiles. Estas acciones no entregan nada a la pieza e incluso, diríamos, que la ensucian, la emborronan.
La novela va entretejiendo dos tramas: la de Clarissa y su fiesta y la del personaje de Septimus, que se encuentra embebido en su locura y parece al borde de un brote autolítico. Este es uno de los principales cambios introducidos. Si en la novela Septimus es un hombre y está aquejado de una fuerte depresión, de lo que parece un moderno trastorno de estrés postraumático, en la adaptación teatral Septimus desaparece y es reemplazado por una mujer (sin ninguna connotación con la guerra); una mujer que entendemos pasa a convertirse en representación de la propia Virginia Woolf.
En el apartado de interpretaciones destacamos, por encima de las demás, a una Blanca Portillo que soporta con presencia, entereza y oficio un papel complicado dado que en su caso la procesión va por dentro. Resuelve con eficacia y es una Clarissa Dalloway muy creíble. Nos gusta en general, pero nos persuade especialmente cuando su cara es un espejo cóncavo de su mundo interior. Ella tiene tablas de sobra. Por otro lado, nos engatusa, igualmente, Gabriela Flores en su papel de mujer quebradiza, en una suerte de Virginia Woolf bipolarizada. Sus fragmentos poseen la hondura suficiente como para deleitarse. Ambas pavimentan un lento, pero seguro camino de baldosas hacia el emocionante abismo final. Un final realmente hermoso en términos de emociones: cuando Clarissa Dalloway, en su fiesta, se entera del suicidio de una mujer de la ciudad. Es sin duda lo mejor y lo más fiel a una novela que es capaz, como en los relatos de Katherine Mandsfiel, de crear una atmósfera de aparente trivialidad para, al final, asestarnos un golpe de hondura.
Nos emociona el momento de revelación, de insight psicológico al que accede la señora Dalloway al enterarse del suicidio. Y consigue emocionarnos porque ella, que parecía inmersa en las veleidades de su fiesta, de sus flores, sus servilletas, sus líos amorosos, etcétera, en realidad nos termina mostrando esa gotita de veneno que quedó en sus labios: ese veneno que se ha tragado a lo largo de una vida.
He ahí la amarga victoria de Clarissa, que, sí, sigue viva y se aferra a la vida, remando en contra de sí misma, pero quizá termine su día como tantos otros: sin sentirse viva del todo. Con tanto tormento, con tantas tribulaciones internas, se tiene que recordar a sí misma algo tan sencillo como comprar flores, pero se olvidará de algo mucho más profundo: se olvidará de vivir.
Mrs. DALLOWAY
PUNTUACIÓN: 3 CABALLOS Y 1 PONI
Se subirán a este caballo: Quienes busquen la hondura de Virginia Woolf y vean en Blanca Portillo a su Clarissa Dalloway.
Se bajarán de este caballo: Quienes huyan de exabruptos y de intentos por contemporanizar un discurso intocable.
FICHA ARTÍSTICA
De Virginia Woolf
Dramaturgia, Versión Michael De Cock, Anna M. Ricart y Carme Portaceli
Zaira Montes, Blanca Portillo y Manolo Solo
Diseño de iluminación David Picazo
Diseño de vestuario Antonio Belart
Música original y espacio sonoro Jordi Collet
Coreografía y movimiento Ferran Carvajal
Diseño de vídeo Miquel Àngel Raió
Diseño de sonido Pablo de la Huerga
Ayte. dirección Eva Redondo
Ayte. escenografía Marta Guedan
Ayte. vestuario Cristina Crespillo
Estudiante en prácticas de dirección UCM Laura Fernández
Una crítica de Watanabe Lemans
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