28 de marzo de 2005. La vida de Marcos Ariel Hourmann cambia para siempre. En su servicio de Urgencias del hospital de Tarragona, en el que trabaja como médico, ingresa una mujer mayor de 80 años con un pronóstico de esperanza de vida de apenas unas horas. La familia pide al doctor que les ayude a acabar definitivamente con su vida. Hourman les ayudó, inyectando cloruro de potasio. Además lo dejó por escrito en su informe médico. Meses más tarde el doctor recibiría una notificación de los juzgados: acusación por homicidio.
Esta podría ser una sinopsis de la pieza «Celebraré mi muerte» que, con texto y dirección de Alberto San Juan y Víctor Morilla, nosotros hemos podido ver en el Teatro del Barrio.
Fieles a su teatro activista, de denuncia, apasionado y necesario, la programación de Teatro del Barrio nos ofrecía esta pieza que no podríamos encajar tanto en lo teatral como en lo documental. El propio Hourmann comparece en escena, frente al público, y hace el relato desapasionado de su historia: su intento de aliviar el sufrimiento de una familia, la acusación de homicidio por no estar permitida la eutanasia en España, su destierro al Reino Unido para trabajar en hospitales británicos, la persecución mediática incluso en ese país en donde tabloides como The Sun, comenzarían a llamarme el «doctor asesino». (He ahí el poder de los medios de comunicación para adulterar una realidad cada vez más desnutrida y esclavizada por el establishment. Las astucias del poder son ilimitadas. Solo hay que ver cómo los medios guardan silencio para no sacar el debate de la eutanasia frente a la prensa de otros países de nuestro entorno que hablan de los colectivos y movimientos sociales que se están produciendo en Europa).
«Celebraré mi muerte» podría ser tomado en cuenta como un nuevo mandamiento, un undécimo mandamiento neopagano, ateo, ético, Foucaltiano; un mandamiento que, por desgracia, en el siglo XXI sigue sonando a tabú. Todo el relato queda desnudado de vehemencias, de sesudas metáforas, de aparatosidades innecesarias y lo único que cuenta son los hechos, la franca narración desde el sí mismo: el hombre, el médico, que inyectó cloruro potásico y que lo volvería a hacer porque en su voluntad estaba, ante todo, brindar ayuda, cumplir con su tarea como profesional no solo para dignificar la vida sino para dignificar la muerte.
Como sociedad, parece que hubiésemos mal comprendido los términos al establecer esa separación solo aparente entre vida y muerte. ¿Es quizá la muerte lo único que no alcanzaría a arrebatarnos el poder? Probablemente sí. Esa es la realidad del suicidio. (Y en España se suicida una persona cada cuatro horas, nada menos). Pero, ¿qué ocurre cuando una persona no puede suicidarse porque ni siquiera puede mover un brazo o una mano para tomar una pastilla? ¿Cuando su sufrimiento es tan elevado que, con toda seguridad preferiría morir dignamente? En este punto, toda la compasión y la conmiseración cristianas fallan abruptamente; todo el ágape, toda la caridad, se diluyen y se convierten en resistencia absoluta frente a la autodeterminación de cada individuo y su libertad. Dice la versión del juramento hipocrático de la Convención de Ginebra: «No permitiré que entre mi deber y mi enfermo vengan a interponerse consideraciones de religión, de nacionalidad, de raza, partido o clase» y a nosotros se nos frunce el ceño. (Solo hay que ver cómo ha sido tratado el reciente caso de María José Carrasco ayudada a morir dignamente por su marido. 21 años después del popular caso de Ramón Sampedro, y las cosas siguen exactamente igual).
En este documental teatralizado el propio Hourmann asume el desafío de explicarse a sí mismo sin querer justificarse, de sentarse frente al público sin otro argumentario que el que el que le ha servido siempre para hacer las cosas éticamente. Sentado en medio del escenario, rodeado de un público que hará de jurado y sentenciará de nuevo, se nos presenta como una especie de Mersault Camusiano, un tipo que parece haber contenido su emoción tras un dique de sufrimiento personal, de exilio del yo hasta endurecerle.
Citando a Michael Foucault, no se comprende por qué «si existe todo un ritual de bienvenida para todo aquel que nace y se prepara dicho acontecimiento con meses de anticipación, ¿no se puede hacer lo mismo con la propia muerte? (…) Es inadmisible que no se nos permita a nosotros mismos preparar [la muerte] con todo el cuidado, la intensidad y el ardor que deseemos y con todas las complicidades que se nos antojen».
Por cierto, con relación a nuestro veredicto del doctor Hourmann, como jurado que fuimos durante la función, lo tenemos claro: Inocente.
El veredicto a nuestra sociedad como conjunto, quizá, sería otro: culpables, (por perpetuar un sistema que permite seguir considerando la muerte como un tabú).
CELEBRARÉ MI MUERTE
PUNTUACIÓN: 3 CABALLOS
Se subirán a este caballo: Quienes busquen un teatro descarnado, cercano a lo confesional y lo documental.
Se bajarán de este caballo: Quienes esperen un teatro de trama y alejado de lo narrativo.
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FICHA ARTÍSTICA
Texto y dirección: Alberto San Juan y Víctor Morilla.
Interpretación: Marcos Ariel Hourmann
Producción del Teatro del Barrio y Producciones del Barrio.
Una crítica de Watanabe Lemans
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