Una familia se enfrenta a la enfermedad mental de uno de sus hijos y asistimos al relato de sus vicisitudes personales y a su lucha por encontrar recursos, ayuda y apoyos.
Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «El silencio de Elvis» que, escrita y dirigida por Sandra Ferrús, nosotros hemos podido ver en el Teatro Infanta Isabel.
Asistimos a la obra tras leer entrevistas de la autora y ojear el material de prensa en el que, de modo sugerente, se nos presentaba la historia con cierto atractivo. Siempre es necesario mostrar y hablar la enfermedad mental dentro de una realidad más amplia, alejada del estigma, de modo tal que se pueda normalizar. Siempre es interesante, así mismo, asistir a todo ese efecto en dominó que tiene sobre un sistema familiar el diagnóstico de una enfermedad mental. La literatura, el cine, el teatro, están repletas de historias en las que la enfermedad mental se explica, se integra, se asume como aplastante realidad o incluso se normaliza desde el humor y la sátira. ¿Cuál es el caso de la obra que nos ocupa? Pues, debemos decirlo, en «El silencio de Elvis», asistimos a un espectáculo francamente torpe.
La obra transita por una trama que parece relegarse a un contexto social muy alejado del 2019 y ello obedece, además de a su escritura nada contemporánea, a su filiación o su parentesco directo con un costumbrismo verdaderamente trasnochado (los personajes comen socorridas magdalenas que parecen parte del atrezzo, hay una perra que se llama «la rusca», no falta, logicamente, el sillón orejero con tapete de punto).
Los padres de Vicente, el protagonista que tiene alucinaciones con Elvis Presley, que, a la postre, se llaman Vicenta y Vicente, nos recuerdan a una caricatura de la paternidad que se mueve entre el drama hipertrofiado y la mofa. Si al menos se hubiese optado por un código inequívoco, el patio de butacas podría saber a qué atenerse. Pero no es el caso. La impostada lógica sentimentaloide de los padres y la hermana termina por pasar factura haciéndose tan recalcitrante que asusta. Esto por no hablar de la ausencia total de hondura en un texto que descarrila, que se autobombardea a sí mismo, lejano, muy lejano, de cualquier atisbo de poetización identificable.
La obra se ve con desgana, con tedio. No hallamos un personaje que nos seduzca, no encontramos una trama que posea ritmo, que transcurra fluida, no entendemos una dirección de escena tan burda y todo nos resulta desnortado, improvisado. A decir verdad, llegado un punto, termina por verse como inconcebible propuesta, como jugada inverosímil, como dramaturgia poco inteligente. Podríamos compadecernos de la honestidad que, deseamos pensar, subyace a todo este ejercicio, pero su presentación hace que prime el compadecernos de nosotros mismos.
No comprendemos el ejercicio de actuación, sin pies ni cabeza, de Pepe Villuela, actor del que no dudamos como intérprete. Sí nos asombra el personaje que asume en escena, estereotipado hasta niveles insólitos. Lo que ocurre entre él y su «parienta» se ubica en el territorio de la nadería más aplastante, en el ámbito de los estribillos mil veces cantados y nos recuerda, sobremanera, a una suerte de teatro propio de sketches televisivos de finales de los años 90. Las demás interpretaciones se nos hacen igualmente descabalgadas, de un nivel muy bajo; en particular la interpretación de la madre. A nosotros, se nos queda en desatinada pantomima.
Podemos decir que, de hecho, de entre todos los papeles es el del hijo el que parece portar mayor sentido común frente a un maremoto de aspavientos y tics desesperantes. (Qué decir de las coreografías impostadas, del ¿diseño de escenografía? de Fernando Bernués, de esa escena de la escopeta, de las apariciones de un Elvis tan descafeinado que inoportuna, o de esos momentos carcelarios y atrabiliarios del hijo y los padres que buscando otorgarle dramatismo a la propuesta la llevan, sin remedio, hacia la deriva más absoluta).
La sensación que nos deja este «El silencio de Elvis» es la de haber caído en el juego de la treta, del señuelo; de haber picado, culpa nuestra, en un anzuelo, ya se lo advertimos, sin carnaza.
EL SILENCIO DE ELVIS
PUNTUACIÓN: 1 CABALLO Y 1 PONI
Se subirán a este caballo: Quienes no adviertan el juego del señuelo sin carnaza.
Se bajarán de este caballo: Quienes hayan leído hasta aquí.
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FICHA ARTÍSTICA
TEXTO Y DIRECCIÓN: Sandra Ferrús
REPARTO: Pepe Viyuela / José Luis Alcobendas, Sandra Ferrús / Concha Delgado, Elías González, Susana Hernández, Martxelo Rubio.
DISEÑO DE ESCENOGRAFÍA: Fernando Bernués
REALIZACIÓN DE ESCENOGRAFÍA: Edi Naudó
FOTOGRAFÍA: Paula Piñón
DISEÑO ILUMINACIÓN Y ESPACIO SONORO: Acrónica Producciones
DISEÑO GRÁFICO: Javi Alonso
AYUDANTE DE DIRECCIÓN: Aitor Merino
ASISTENTE A LA DIRECCIÓN Y COREOGRAFÍAS: Concha Delgado
Una crítica de Watanabe Lemans
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