El capitán Ahab se embarca en el ballenero Pequod pra dar caza a una gran ballena blanca. Sus ansias de venganza, a toda costa, están por encima de todo aunque ello implique la muerte de toda la tripulación.
Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «Moby Dick» que adaptada al teatro de la mano de Juan Cavestany, dirigida por Andrés Lima y protagonizada por José María Pou, nosotros hemos podido ver en el Teatro de la Latina.
Trenzada como un viaje de aventuras y riesgos, en clara sintonía con La Odisea de Homero, esta obra de Melville publicada en 1851 está repleta de metadiscursos. La atraviesan, fundamentalmente, dos: el discurso religioso y su análisis y por otro el discurso existencial que nos confronta con la vida y la muerte. La idea de la venganza atraviesa toda la obra en un sentido tal que lo que deducimos es que el ser humano encuentra el mal como un agente movilizador. El mal pasa a ser, así, alimento de la voluntad de los hombres (de algunos hombres) en su conquista por combatirlo, por erradicarlo. Desde esta mirada tomada casi de Schopenhauer, la ballena blanca se transforma en elemento del mal, en encarnación monstruosa que Ahab desea eliminar sin percatarse, hasta bien tarde, de que el mal está siempre dentro de la mente de los hombres.
En esta versión para el teatro, a cargo de Cavestany, encontramos varios aspectos que nos llaman la atención. Ismael pasa aquí, (no ocurre tanto así en la novela) a convertirse en elemento periférico. Periferia de un centro que es, sin duda, el personaje del Capitán Ahab. Queda en sus manos todo el meollo. Sus pensamientos, sus reflexiones, sus vacilaciones, sus desvaríos son prioritarios. De igual modo, buena parte de la simbología religiosa que destila la novela de Melville queda aquí fagocitada al servicio de una religiosidad mutada en espiritualidad, en melancólica epopeya. Echamos en falta más apelaciones a ese ying/yang que se materializaría en el enfrentamiento entre la pulsión de vida y la pulsión de muerte. Ismael representaría esa pulsión de vida, puro eros, (suyo es el pensamiento de que «toda grandeza mortal no es más que una enfermedad»), mientras que Pou/Ahab encarnaría, fielmente, un riguroso Tánatos, el hombre tallado para la noble tragedia.
Pou se erige como incontestable Ahab sobre su pierna amputada. Se enfrenta al mar encrespado, a la silueta de una ballena blanca merodeando ese ataúd flotante que es el Pequod, se enfrenta al hartazgo de una tripulación que está al borde del motín, pero sobre todo, se enfrenta a sí mismo. A su propia locura inflamada, a su gesto de morir matando. No es capaz de ver el poder de la fuerza contra la que lucha: la naturaleza en sí misma. No es capaz de aprehenderse diminuto, frágil, vulnerable y aceptarse tal cual. Aceptar las embestidas de la vida. Su corazón está igualmente amputado. Sus sueños de grandeza, quiméricos, abultados, le conducen a un final aciago.
Quizá esta parte de convertir a Ahab en absoluto protagonista en lugar de apostar más por el intercambio de su voz con la de Ismael y Quequeg, sea uno de los pocos «peros» que se le puedan poner a esta revisión de la obra de Melville.
Hay aquí muchos más elementos para la suma que para la resta. El mar y el océano con toda su mística están poderosamente evocados por medio de las videocreaciones de Miquel Àngel Raió. El espacio sonoro y la música de Jaume Manresa se alinean, asimismo, de manera conmovedora. Todo queda bien conjugado y ofrece el resultado de una obra plena, redondeada.
Pou es la ola más grande en el océano dramatúrgico de la función. Una ola cuya cresta permanece en lo alto desde el comienzo. Reparen en su organicidad, su dicción, sus gestos, su manera de estar en escena; su entrega supera con creces cualquier análisis. Él lo es todo en este «Moby Dick».
Decía John Huston, quien llevó la novela al cine con guion de Bradbury, que para él la obra era la historia, incontrovertible, de una blasfemia. La manera que tenía de expresar Melville, por medio del Capitán Ahab, que había comprendido la impostura de Dios y que todo hablaba de ese duelo entre el hombre y Dios, encarnado en la ballena. Es así como podemos entender el personaje de Ahab, desde esa mirada, casi Calvinista, del hombre que se siente engañado, que siente que Dios hubiese metido «el mal», deliberadamente, en la ecuación de la vida. Un Ahab que no está dispuesto a la resignación frente al castigo divino (como Jonás) y arremete contra el demiurgo.
Andrés Lima y Juan Cavestany parecen haber optado por una lectura entrelineas de ese funesto mensaje que deja la novela si uno atiende a lo que resideen sus pliegues, en su sutrato. Así comparece esta obra, de las imprescindibles en la cartelera madrileña, a nuestro juicio.
Pese a parecernos una novela que se adentra en la búsqueda de la inocencia perdida, observamos que, detrás de esta adaptación, late, insidiosa, aquella frase que leemos en «Moby Dick» y que reza así:
«Aunque en muchos de sus aspectos este mundo visible parece formado en amor, las esferas invisibles se formaron en terror».
Nosotros, no pondríamos ni una sola pega a tal sentencia.
MOBY DICK
PUNTUACIÓN: 4 CABALLOS
Se subirán a este caballo: Quienes quieran disfrutar de una excelente adaptación a las tablas del imaginario de H. Melville.
Se bajarán de este caballo: No entenderíamos que alguien se baje de esta ballena, perdón, de este caballo.
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FICHA ARTÍSTICA
Dirección: Andrés Lima
Versión: Juan Cavestany
Reparto: José María Pou, Jacob Torres y Oscar Kapoya.
Escenografía y vestuario: Beatriz San Juan
Iluminación: Valentín Álvarez (AAI)
Música original y espacio sonoro: Jaume Manresa
Sonorización: Jordi Ballbé y Francesc Sitges-Sardà
Videocreación: Miquel Àngel Raió
Postproducción videocreación: Miquel Àngel Raió y Francesc Sitges-Sardà
Diseño y construcción prótesis cama DDT SFX: (Montse Ribé i David Martí)
Caracterización: Toni Santos
Ayudante de dirección: Anna Maria Ricart
Producción de Focus
Una crítica de Watanabe Lemans
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