Un hijo acude con su padre a Düsseldorf donde este acabará hospitalizado tras sufrir varios infartos, muriendo en la ciudad alemana.
Esta podría ser la sinopsis de «El bramido de Düsseldorf» con texto y dirección de Sergio Blanco que nosotros hemos podido ver tras su paso por el Teatro de La Abadía con motivo del Festival de Otoño 2018.
Comencemos por el sustrato sobre el que rinde cuentas esta pieza. Sergio Blanco es el nuevo apóstol de eso que se denomina autoficción y que en España sigue recogiendo cierto abrigo de la literatura, más en particular de la dramaturgia, puesto que en la narrativa se presenta, cada vez más, como una fórmula esquilmada.
«El bramido de Düsseldorf» echa sus raíces en ese sustrato de la autoficción, que una de las actrices de la pieza nos informa: «es un cruce de biografía y ficción», es decir, un juego de trileros un tanto insubstancial. Es cierto que, como corriente experimental, la autoficción vino a ocupar el hueco que quedaba tras haberse agotado la fórmula de la autobiografía, y que esta técnica puede servir, claro, para ayudar al autor/a a movilizar sus propias experiencias de modo creativo. Pero, ¿qué ocurre cuando todo ello se convierte en un enredo de proporciones leoninas al poner al autor en el problema de describirse a sí mismo, cayendo en ese campo minado del ombliguismo inevitable? ¿Qué pasa cuando la imaginación se desplaza a un segundo plano y sólo se convierte en artilugio al servicio de una estratagema autorreferencial, recursiva? Cuando el «Yo» es la voz autorizada e imperante sobre la que hacer un collage de medias verdades, desmantelando la imaginación como un ejercicio necesario de cabo a rabo.
Pensamos que la autoficción es al teatro lo que la gentrificación a los barrios de nuestras ciudades. Expulsa la creatividad, nos vende un aire de genuinidad deconstruida, reinterpretada, tamizada por el filtro de la vida del autor. Nos parece que inventar escenarios, tramas, paisajes, sentimientos, conductas, conflictos, es el verdadero estallido de lo literario. Su triunfo. Lo demás, una suerte de impostura. Un quiero y no puedo que funciona más desde el marketing y desde la necesidad de creer que se ha hallado un lugar nuevo desde el que contar. Un mentiroso jardín de los senderos que se bifurcan. Claro que es sugerente barrer las nociones de causalidad, determinación y origen. Barrer con lo lineal. Pero, ¿desde cuándo eso no ocurre en teatro? Hace mucho que autores y autoras lo hacen en sus obras. Más allá de los trabajos canónicos, aristotélicos, el teatro siempre ha indagado en nuevas fórmulas, nuevas propuestas para el drama. La autoficción es solo una de ellas y creemos que no aporta demasiado al panorama. La idea del trasunto, de la voz del autor presente en sus personajes nos parece absolutamente certera. No obstante, en esta pieza, Sergio Blanco va más allá. El autor no es algo que se intuya. Se explicita sobremanera, se subraya de forma bulliciosa. Tanto que el relato no se supera a sí mismo como relato y pierde todo el resuello, el mordiente, de un conflicto, de unos diálogos, de una historia a la que seguirle la pista. ¿Resultado? Desgraciadamente no vemos ese paso del lenguaje de una aventura a la aventura del lenguaje (que diría Doubrovsky).
El padre de Sergio Blanco no está muerto. Muere en la obra. En un Düsseldorf transformado en epicentro de la vorágine de su autoficción, donde no sabemos si el autor, encarnado por un actor, ha ido a una entrevista con una productora de cine porno, para estrenar su obra en el teatro nacional de la ciudad, para colaborar en una exposición sobre el asesino en serie Peter Kurten o para llevar a cabo el rito de la circunsición en una sinagoga. Todo es posible y nada es posible. Ese es el trato. No sacralizaremos el pacto implícito con la literatura en general y con la literatura dramática en particular, que habla de suspender la incredulidad, pero una ficción solo funciona bien engrasada cuando, mientras la leemos o la vemos representada, nos la creemos, y en el caso de «El bramido de Düsseldorf» ese pacto está roto o funciona en precario.
Nos lo creemos, no nos lo creemos. Y así todo el rato, al albur de lo que la historia, a trompicones, va decidiendo. Todo nos resulta distante, aséptico; un excesivo bricolaje narratúrgico, descriptivo, en pro de la causa: hablar del autor (que, para más inri, repite por medio del actor/actriz, que su objetivo es ¿que la gente le ame?). Estamos ante una jugada solo para fans de la autoficción o, si acaso, del autor, de la causa. Ante un ejercicio de cierta irrelevancia dramática salpicado de callejones narrativos sin salida. No entendemos para qué nos cuenta lo de ser elegido por una productora de cine porno si no es para darse autobombo, este hilo queda suelto; igualmente suelta quedará toda la divagación en torno a la figura de Peter Kurten: el autor nos ilustrará con sus matanzas, con sus carnicerías, y además se atreverá a rizar el rizo: él, lo humanizaría. Claro que sí. Todo cabe en lo postdramático.
Por no hablar de las atribuciones del autor en torno al suicidio de un joven tras ver representada, en Uruguay, su obra «La ira de Narciso». (Ah, este es un punto clave: si ustedes no han visto otras obras del autor, quizá pierdan el hilo porque él habla de sí mismo. Él, como paco Umbral, ha venido a hablar de su libro). Nos viene a cuenta una obra recién vista en la que la Compañía La Re-sentida hablaba de hacer una obra que cambiase el mundo, una obra mediante la que ponían en un trance a buena parte del gremio teatral empeñado en ubicar sobre el escenario el exabrupto como apuesta estética. El exabrupto como único botín posible cuando no hay nada que contar.
Este bramido de Sergio Blanco acaba por convertirse en algo parecido. En un discurso ombliguista, al que hay que mirar con humor, por prescripción facultativa, y con sentido de la intrascendencia porque, en caso contrario, puede hacer pensar al espectador medio que no está frente a una obra de teatro sino frente a un work in progress, frente a un texto salido de un laboratorio; frente a una caja de Schrödinger donde el autor está y no está, el autor es verdad y es mentira al mismo tiempo. Reconocemos que, en ciertos momentos de la pieza, nos hemos llegado a sonrojar por la hipertrofia del yo. Por la carga de un discurso solipsista sin paliativos. No logramos entender cómo se puede escribir como si uno fuese una especie de Nerón viendo arder Roma y tocando la lira, o el bajo, en lugar de hacerlo desde la premura, la urgencia de la propia habitación en llamas. Queremos suponer que Sergio Blanco intentó escribir desde esa habitación propia, en llamas, pero a nosotros su obra no trasladó a la primera imagen.
Pensamos que Blanco es un excelente escritor y no nos cabe duda de su hondura (solo hay que ver el puñado de metáforas que muestra en escena en esta obra, quizá deslabazadas, pero evocadoras). Con todo, también creemos que esta pieza se erige en juego, nada más, de identidades diluidas, vacío de contenido, que bien podríamos asimilar con ese neologismo anglosajón llamado «faction» que nos esclarece que esa zona donde se tropiezan lo fáctico (Factic) y lo ficcional (fiction) es, siempre, siempre, una zona de indiscutible fricción. Mucha, mucha fricción.
EL BRAMIDO DE DÜSSELDORF
PUNTUIACIÓN: 2 CABALLOS
Se subirán a este caballo: Los fans de la autoficción, o sea, los fans de Sergio Blanco.
Se bajarán de este caballo: Todos/as los/as demás.
Texto y dirección: Sergio Blanco
Reparto: Gustavo Saffores, Walter Rey, Soledad Frugone
Videoarte: Miguel Grompone
Escenografía, vestuario y luces: Laura Leifert y Sebastián Marrero
Diseño de sonido: Fernando Tato Castro
Preparación vocal: Sara Sabah
Preparación de bajo: Nicolás Román
Comunicación y prensa: Valeria Piana
Imagen de portada: Rubén Lartigue
Diseño gráfico: Augusto Giovanetti
Fotografía: Narí Aharonián
Asistencia de dirección: Juan Martín Scabino
Asistencia de producción: Danila Mazzarelli
Producción y circulación: Matilde López
Una reseña de @EfejotaSuarez
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