CUZCO. El cóndor, el puma y la serpiente

Una pareja viaja desde España a Perú. Un viaje para mejorar su relación. Para sanarla. Allí, ambos se encontrarán con otra pareja de españoles y con otra serie de personajes que rondan su hotel, las ciudades y lugares que visitan. ¿Servirá su periplo por Perú, Cuzco, Machu Picchu, para acercarles o para alejarles aún más?

Este podría ser un intento de sinopsis de la obra «Cuzco», protagonizada por Silvia Valero y Bruno Tamarit y escrita y dirigida por Víctor Sánchez. Obra que hemos podido ver en la sala Jardiel Poncela del Teatro Fernán Gómez.

Lo primero que debemos señalar, por aquello de no jugar a dejar miguitas de pan por el camino, es que esta obra es por derecho propio de lo mejor que hemos visto en lo que va de 2018 y le queda poco ya al año.

Consideremos, en este orden su escritura y sus interpretaciones.

Encontrar obras en las que el peso del lenguaje no caiga en desuso, o relegado a estilo carente de brillo alguno, es harto complejo, por lo cual, «Cuzco» se convierte en un cortejo para la palabra. Hay en la escritura de Sánchez muchos paralelismos con autores que idolatramos y que, al menos a quien escribe, le vienen a la mente (aunque quizá no sean, en nada, referentes de la escritura del autor valenciano). Entre esos escritores, por su verborreicamente deliciosa manera de explayarse, podríamos mencionar a David Foster Wallace o Thomas Pynchon. Pienso incluso en Agustín Fernández Mayo y su lenguaje volcado en lo poético sin perder de vista lo ordinario.

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El lenguaje empleado en esta pieza no tiene nada de banal o de huero. Al contrario, muta en bella expresión artística, hiperinflamado baladro de un creador que necesita poner a sus personajes al punto del síncope, del arrebato, como si el lenguaje fuese el único asidero que le quedase a la pareja protagonista para no desaparecer en un mundo repleto de titubeos, de nihilismos. Más allá de los autores señalados, sentimos que la mayor resonancia nos llevase al incomparable Don Delillo.

La trama que compone este «Cuzco» posee mucho de aquellos elementos que podemos desenterrar en las obras del autor americano. Si en las obras de Delillo topamos con personajes que se mueven en lo periférico, en lo esquinado, donde los paisajes de la América profunda, los basureros o los desiertos son mucho más que telón de fondo, en «Cuzco», los hoteles, el pasado colonial o los restos arqueológicos pasan a ser una elocuente parte del contexto en que todo sucede. Como Delillo, Sánchez dispone de los diálogos o los soliloquios para crear una dimensión enteramente psicológica irresistible y, sin lugar a dudas, de una poesía entreverada en la narración que, reconozcámoslo, resulta fascinante. Nos encanta el alambicado sentido de cada pulso entre una pareja que no sabe dejarse ir, dejarse marchar; una pareja que parece constreñida en su propia indecisión. Quizá piensen que un viaje por Perú pueda ayudar. Pero ella, se instala en una suerte de peligrosa anhedonia que la lleva a hacer de los hoteles en los que se aloja su terraplén, su parapeto. Lugares en los que refugiarse de sí misma, privándose así de la relación con los demás que siempre es una azarosa coreografía. Sobre todo cuando con quien te vas a relacionar es con una pareja de españoles que han conocido en el viaje y que parecen devolverles una imagen de la felicidad que ellos ya han hecho cenizas hace tiempo.

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El paisaje y paisanaje de Perú, sus referencias al colonialismo, a la huella española, a la simbología Inca, el imperio más extenso que conoció la América prehispánica, devienen en una poderosa metáfora de la perdida, de la reconquista, de la violencia o de la dependencia/independencia, del orgullo. Incluso el quechua y su escritura se convierte en fabuloso lenguaje capaz de crear ese halo sugestivo que tiene la obra. Todo el paisaje y sus topónimos nos hablan en un extraño código.  «Tahuantinsuyo», «Aguas Calientes», «Machu Picchu», «Ollantaytambo», nombres que conservan una identidad que fue usurpada durante años. Cuzco como capital en la que la protagonista debe hacer su propio acto de sacrifico mascando hojas de coca para sobrellevar el mal de altura. Y el paisanaje poblado de niños que venden suvenires en las plazas, turistas haciéndose selfies, llamas, habitaciones de hotel, y presencias que pueblan la historia y la convierten en todo lo magnética que es.

Por medio de las conversaciones y, sobremanera, del lenguaje, nos metemos dentro de una ficción durísima, lacerante, repleta de lírica. No deseas que terminen de hablar porque esta escritura, de impulso del pensamiento, de Sánchez es una carretera repleta de carriles. Como espectador, quieres que ella y él se recreen porque tú te recreas con ellos, con su hiperbólica manera de intentar mantener encendido un fuego que, temen, si se apaga solo les lleve a la oscuridad de la caverna. Igual que uno masca coca para sobrellevar el mal de altura, ambos, como pareja, están sentenciados a mascar palabras, para sobrellevar un desenlace que espera agazapado.

La interpretación de Silvia Valero es acerada. Doliente. Ella encarna a la perfección a la mujer enfurecida consigo misma, pero que repliega ese odio y lo muestra en forma de desafección hacia todo lo que la rodea. Una suerte de personalidad al límite que nos deja conmovidos en la butaca en momentos como el del relato de su encuentro con un menor de edad al que invita a su habitación de hotel. Su malestar es un síntoma de aquella que sabe que ha perdido su imperio. Que sabe que ha quemado las naves y no hay otra forma de regresar que no sea reinventarse por completo. Maravillosa.

Él, Bruno Tamarit, despliega el rol de la pareja que sabe que ni siquiera lo filial podrá salvarles de una herida de muerte. Ya intuye bien que lleva un dardo envenenado clavado en la espalda. Se resiste a perder y dejar marchar, quizá por miedo a reemprender un camino en solitario. Invita a su chica a acompañarle a ver restos arqueológicos, ruinas de lo que fueron momentos de esplendor. Una buena analogía de su relación. Nos sobrecoge en un momento muy concreto de febril alegato salido de las entrañas. Formidable. Ambos logran controlar la frenada, mantener el pulso en dos papeles nada sencillos, obligados al derrape haciendo frente a un texto omnipresente e inexorable. Hay derroche de aptitud en el escenario. Créannos.

«Cuzco» es un texto y una obra deliciosamente penetrante. Tiene la fuerza de la mirada intrigante de un puma, es capaz de alzarse en vuelo poético como un cóndor y está investida con la piel versátil de una denodada serpiente.

CUZCO

PUNTUACIÓN: 4 CABALLOS

Se subirán a este caballo: Quienes quieran disfrutar de un texto portentoso junto con unas interpretaciones a la altura.

Se bajarán de este caballo: No entenderíamos que nadie se quisiera bajar de este caballo.

 

***

 FICHA ARTÍSTICA

Dirección y dramaturgia: Víctor Sánchez Rodríguez

Reparto: Silvia Valero  y Bruno Tamarit

Equipo artístico:

Escenografía: Mireia Vila
Iluminación: Mingo Albir
Vestuario: Teresa Juan
Música y espacio sonoro: Luis Miguel Cobo
Asesora corporal y ayudante de dirección: Cristina Fernández Pintado
Diseño gráfico y carteles escenografía: Estudio Merienda
Realización escenografía: Los Reyes del Mambo
Fotografías: Vicente A. Jiménez
Maquillaje y peluquería: Miguel Vidagaín
Distribución: a+ soluciones culturales
Una producción del Institut Valencià de Cultura con la colaboración del Ayuntamiento de Sagunto.

Una crítica de @EfeJotaSuarez

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