LOS CUERPOS PERDIDOS. Las voces multiplicadas

Tras una ruptura de pareja, un profesor español viaja a Ciudad Juárez donde comenzará una nueva vida dando clases de física en la universidad. Allí, se adentrará en el submundo del tráfico de mujeres y será testigo y cómplice de una estructura de poder corrompida moralmente en la que la vida de las mujeres de Juárez parece resultar insignificante.

Este podría ser un intento de sinopsis de la obra «Los cuerpos perdidos» escrita por José Manuel Mora y dirigida por Carlota Ferrer que nosotros hemos podido ver en la sala grande del Teatro Español.

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Si uno quiere penetrar en los recovecos fascinantes, y ciertamente perturbadores, del paisanaje de Ciudad Juarez y sus crónicas más lumpen en torno a los asesinatos de mujeres solo tiene que acercarse a la obra del periodista/cronista mexicano Sergio González Rodríguez, «Huesos en el desierto». Es el sustrato de esta obra la que sirve de anclaje al autor José Manuel Mora para vertebrar su texto «Los cuerpos perdidos» que en el año 2009 se hacía con el XVIII Premio SGAE de Teatro.

El libro de González Rodríguez es absolutamente estremecedor. No hay concesiones y el espanto que nos devuelve sobre el crimen organizado en el estado de Chihuahua deja una sensación de pesadilla absoluta. Rotunda. La violencia y la impunidad de los verdugos están instaladas de un modo tan firme y estructurado que desazona. Sus peritajes sobre la marginalidad y los bajos fondos de Juárez sirvieron en su día al escritor Roberto Bolaño para levantar su mastodóntica novela «2666» que, al igual que «Los cuerpos perdidos» de Mora, se adentra en el asunto de los feminicidios.

Otra referencia que podríamos emparentar con la obra de Mora, por sus contenidos, es la obra teatral «Mujeres de arena» del escritor Mexicano Humberto Robles: una pieza de teatro documental escrita a modo de tributo a las mujeres asesinadas donde se enfatiza y privilegia el testimonio basado en casos reales. El gran denominador común que podemos observar tanto en «2666», «Mujeres de arena» y «Los cuerpos perdidos», obras por otro lado equidistantes, es la constatación de que el infierno está en la tierra y que el realismo puede y debe convivir con lo asombroso o lo maravilloso antes que con lo mágico.

El trabajo de Carlota Ferrer y José Manuel Mora nos ha fascinado. Esta pieza está dotada de la dosis necesaria de enajenación, brutalidad, poética, y perplejidad. Una fábula eviscerada y presentada a modo de fiesta grotesca donde la música, la coreografía y el color no dejan de devolvernos todo el desgarro del dolor y la injusticia.

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Hay varios elementos que hacen de esta pieza un relato enteramente disfrutable.

Por un lado, el texto. Nos resulta acertado. Hilvanado desde lo discursivo, en muchos momentos consigue erigirse en potente evocador con un repertorio en el que se mezclan, con tino, la voz de la denuncia, el dedo hurgante en la herida, así como la capacidad de exaltación de los nauseabundos ceremoniales de quienes detentan el poder en una sociedad como la de Juárez: los hombres. El reflejo de la opresión sobre lo femenino es parte también de esa denuncia ineludible.

Recordemos, entre otras cosas, que el Código penal de Chihuahua determina que el violador de una mujer «recibirá una pena de tres a nueve años de prisión». En cambio, para los ladrones de ganado, el mismo código prevé una pena de seis a cuarenta años de cárcel. La vida de la mujer (su cuerpo, su historia, sus fronteras, sus sentimientos) vale nada en una sociedad que mira para otro lado y permite que la violencia se institucionalice de un modo tan recalcitrante. Las operaciones sobre el cuerpo no basadas en lo biológico sino, antes bien, en lo económico; esa idea Foucaltiana del cuerpo femenino relegado a producto social, a mero recipiente, habitáculo desprovisto de cualquier ética para el poder, para los narcos, para los corruptos, para los que conducen los coches de lunas tintadas a través del desierto. Los hombres como chacales capaces de soportar la doble vida: la del decano universitario padre de familia y la del decano violador y corrupto capaz de dejar el cuerpo de una adolescente en una acequia tras haberla violado hasta la muerte.

La mujer es, tantas veces, la presa domada, la sometida, la que vive excluida del espacio púbico y la que asume esa realidad más sórdida dentro de la sordidez. La mujer, tantas veces, como ese pequeño arbusto del desierto mexicano que se ha acostumbrado a vivir a ras de suelo. Cientos de mujeres fueron violadas, salvajemente asesinadas en Juárez desde el principios de los 90, cuando se documenta el primer feminicidio: el caso de Alma Chavira Farel, cuyo cuerpo fue hallado el 23 de enero de 1993, tras ser atacada sexualmente y estrangulada.

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Hay, en la obra, incluso una mirada que podría analizarse desde el colonialismo, desde la superioridad del español sobre el criollo (aunque el estado de Chihuahua nunca estuvo muy pendiente de su independencia porque siempre se sintió bastante autónomo). En cualquier caso, ¿no es un terrible ejemplo de acto de colonización, de apropiación, el de someter el deseo de un hombre sobre el cuerpo de una mujer que no lo desea?

No creemos que el punto central de «Los cuerpos perdidos» sea el de convertirse en alegato de la retórica feminista, ni siquiera en franco homenaje o tributo a las mujeres desaparecidas y asesinadas. Pensamos que la fuerza de la obra reside, más bien, en su alejamiento consciente de un único foco, en su deliberada y acertada construcción como fábula inclemente; en parábola autoconscientemente lúdica y rediviva (que no frívola). Parábola que es, tan solo, disfraz detrás del que se oculta el verdadero desgarro profundo: el de una realidad incontestable e insoportable.

Ceñirse a los hechos en crudo hubiera resultado en teatro documental. Incluso la obra «Mujeres de arena», apegada a los hechos, se sirve de la poesía para disociarse de una realidad tan penetrante que convertiría en agónica toda posibilidad de representación. Y pese a no vertebrarse como ejercicio de reparación, la pieza sí logra entrar en la categoría de apelación a la conciencia para el patio de butacas. No es posible salir de la sala sin llevarse una elocuente cantidad de imágenes, de escenas tan potentes que apabullan y azoran.

Si la violencia deshumaniza creemos que, aquí, Mora y Ferrer, son conscientes de esa deshumanización que ambos reutilizan sublimando cuanto pueden o cuanto una realidad tan intolerable les permite.

La música, las canciones, los bailes, nos consienten tomar oxígeno, coger aire en este apneico viaje al abismo. Seamos conscientes de que el dolor, el sufrimiento o lo amoral, discurren por el mismo riel que el gozo o la alegría. No van por caminos diferentes ni se cruzan sino que circulan en paralelo. Esa confluencia aparatosa es tan innegable como doliente. El padre que mata es el padre que acuna también a sus hijos antes de dormir. Es el padre que lleva a su hija a las playas de Michoacán, si es lo que su hija lo desea. Y el mismo que, unas horas antes, ha sido capaz de violar a una joven por sus tres orificios. Esa es la realidad: un espacio en el que lo frívolo y lo elevado se interpelan. He ahí la grandeza de esta obra magníficamente dirigida por Carlota Ferrer.

Aunque prescinda de la verosimilitud, si la historia resulta efectiva y eficaz, en su mezcla de drama, delirio y delectación, no es solo por el texto o por la dirección sino por un equilibradísimo reparto sostenido en estupendas interpretaciones y coreografías (maravillosa, a propósito, la de los chacales intentando devorar a una mujer en el desierto, desarrollada a modo de danza contemporánea).

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Nos quedamos, especialmente por su singularidad, con la interpretación de todos los personajes femeninos. Bien retratados en ese plano de lo fabular que nos pueden recordar, y mucho, a los personajes esquinados, outsiders, pero audaces de las obras de Voadora, de Liddell o de Rodrigo García.

La fuerza arrolladora de la actriz Julia de Castro nos hace recomendar esta pieza a cualquiera aunque solo sea por verla a ella y su capacidad de jugar con la paradoja provocadora como un prestidigitador con unos naipes. Por mucho que quiera alistarse en otros bandos, su paso por el cupletismo ha dejado en ella una huella indeleble que es también su marca de la casa. Podríamos verla en cualquier película de Carlos Vermut sin pestañear. En cualquier zarzuela contemporánea. En la obra nos acerca a uno de los personajes más meritorios de la propuesta por su descaro, por su arrojo y su pertinencia en el conjunto. Quizá sin esta actriz la pieza hubiese discurrido por otros derroteros. Maravillosos todos los momentos en que aparece, incluido un arrebatador final en el que camina por el escenario cantando, mientras remolca un pesado «bulto» a sus pies. Todas las interpretaciones cuajan en esta mezcla singular, en este cuadro grotesco y deliberadamente hipertrofiado. Esplendida también la aparición de Verónica Forqué en una suerte de altar salido de un sueño de Frida Kahlo.

Quizá, la mayor pega del conjunto pasa por su abultado señalamiento de lo masculino como equivalente a violento, castrador, deshumanizante, incluyendo en este tentempié las relaciones homosexuales (que podrían prestarse fácilmente a una equívoca interpretación cuasi homofóbica que haría equivaler homosexual con misoginia. Mucho cuidado con este exabrupto). Es este punto, junto con un arranque bastante torpe, así como algunos excesos innecesarios, (véase ese perro de peluche, el cactus o el chacal como elementos de atrezo que no esbozan nada) los que hacen que la pieza no se comporte como un producto del todo redondo.

Con todo, si no la tomamos como un «In memorian» ni como una tesis sobre los feminicidios de Ciudad Juárez y sí como un ejercicio de sublimación autoconsciente de su miscelánea, del sustrato del que germina como revolutum contemporáneo, de las embestidas de la maldad como un universal casi Jungiano, la propuesta funciona muy bien.

Ciudad Juárez, (en el estado de Chihuahua, esa Aridoamérica), como muchos han escrito, puede ser tomada también como un laboratorio del futuro, como un espacio en el que aproximarse a asuntos conectados con la maldad, la impunidad o la crueldad humanas. «Los cuerpos perdidos» nos hace pensar en muchas cosas: en que la violencia es siempre hija de la violencia. En que los chacales más peligrosos no son los que viven en el desierto sino los que conducen coches de lunas tintadas. En que la impunidad es el verdadero mal a erradicar. En que los que vencen no siempre están vivos. Que los cuerpos pueden perderse, pero las voces multiplicarse. En cualquier caso, es bueno que nos haga pensar. Porque pensar, siempre, siempre es un antídoto contra la barbarie.

LOS CUERPOS PERDIDOS

PUNTUACIÓN: 4 CABALLOS
Se subirán a este caballo: Quienes busquen un excelente pulso narrativo trufado de contemporaneidad, creatividad y hondura poética.
Se bajarán de este caballo: Quienes acaben viendo un frívolo retrato desnaturalizado al confundir entre forma y fondo.

***

FICHA ARTÍSTICA

Dramaturgia José Manuel Mora

Dirección y coreografía Carlota Ferrer

REPARTO (Por orden alfabético) Conchi Albiñana, Carlos Beluga, Julia de Castro, Verónica Forqué, David Picazo, Paula Ruiz, Cristóbal Suárez, Jorge Suquet, José Luis Torrijo, Guillermo Weickert

Diseño de escenografía Mónica Boromello
Diseño de iluminación David Picazo
Diseño de vestuario Leandro Cano
Diseño sonoro Sandra Vicente
Asesoría de danza Ana Erdozain
Fotografía Sergio Parra
Ayte. de dirección Enrique Sastre
Ayte. de escenografía Miguel Delgado
Ayte. de vestuario Carol Gamarra

Una producción de Teatro Español en colaboración con el Teatro Calderón de Valladolid.
XVIII Premio SGAE de Teatro 2009- Mejor texto teatral.

Una crítica de @EfejotaSuarez

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