Una joven huérfana, es contratada como educadora de Adele, una niña que es hija natural del señor Edward Rochester. Este y la institutriz se enamoran, pero la esposa de él vive todavía. Dada la situación, la institutriz huye de la vida del señor Rochester, pero nunca le olvidará y regresará cuando se entere de que Rochester ha perdido la vista al intentar salvar a su mujer de un incendio.
Esta podría ser una sinopsis de la obra «Jane Eyre» que en su adaptación a la dramaturgia a cargo de Anna María Ricart hemos podido ver en el Teatro Español dirigida por Carme Portaceli y protagonizada por Ariadna Gil.
Esta adaptación teatral de la novela de Charlotte Brontë, escritora del siglo XIX cuya obra se convirtió en un éxito de ventas en su época y que ha pasado a ser considerada un clásico de la literatura inglesa, no creemos que haya sido tarea sencilla.
La novela ronda las seiscientas páginas y está escrita en un tono moralizante, realista, con fuertes dosis de romanticismo y también del estilo gótico necesario para permitirle a la autora la exploración del subconsciente. El reto se impone mayúsculo. Anna María Ricart se enfrentaba a una ardua tarea. Bien es sabido, además, que una novela siempre será más rica, más completa y más profunda que cualquier adaptación teatral o cinematográfica. Asimismo, debemos considerar que la mayor parte de la crítica no destaca de «Jane Eyre» qué cuenta sino cómo lo cuenta: su estilo narrativo, su escritura. Este será, pues, el primer escollo difícil de sortear para su adaptación: que literariamente es imposible representar la escritura en una adaptación teatral.
Quedémonos pues con cómo se sustancia el relato: fiel a la historia, apegado a la trama de la novela. Igualmente, insistimos, el principal disfrute de Brontë es su escritura, sus matices, su recreación de atmósferas y su indiscutible modo de enfrentarse a la moral de una época. Para ello hay que ser una heroína. Ella lo fue.
No podemos reprochar nada al trabajo de Ricart en su adaptación. Sabemos que es complejo y que la autora ha desafiado a una obra profusamente enriquecida y su resultado, ha sido meritorio.
Vayamos ahora a lo que se pone sobre las tablas.
Por un lado, la historia. Mujer desvalida se empodera, precozmente, pese a tener que atravesar un buen número de vicisitudes hasta el final de su vida. Asistimos a sus avatares. Primero en una escuela victoriana. Donde algunas compañeras ven a profesores severos, ella solo ve a profesores crueles. Fuerte temperamento. Esa mujer, Jane Eyre, es encarnada por Ariadna Gil. Es curioso que una de sus compañeras de internado, Helen, nos resulte mucho más segura y fuerte que Jane por cómo asume la vida. Jane parece más quebradiza e insegura que Helen, para la que la muerte no es algo terrible. Pensemos en que en la época victoriana morirse pronto, siendo además pobre, era algo más que una probabilidad, casi una certeza. Charlotte Brontë viviría muy de cerca la muerte de sus hermanas. Ella, ciertamente, resistió algo más.
La obra, que supera las dos horas, puede ser tomada en tres partes diferenciadas.
La primera parte pasa por la narración de la infancia de Jane Eyre en el orfanato, la relación con la muerte, su orfandad, la forja incipiente de un destino y de un carácter desde bien temprano. En esta primera parte, el ambiente está bien recreado con cierto lirismo gótico sobrevolando los diferentes cuadros. Diríamos que resulta atractivo como arranque. Ariadna Gil parece encajar, a priori, en el papel de esa Jane niña. Su fragilidad es tal que apenas parece hacer esfuerzos por dotar de esa identidad al personaje. Hay arranque y amargura. El problema comienza a aparecer cuando el papel de la protagonista debe, obligatoriamente, evolucionar hacia otros estados siendo capaz de mostrar no solo amargura sino también ternura, pasión, cierto descontrol. La Jane niña en la que se imbuye Ariadna Gil no puede seguir siendo la Jane mujer: la jane enamorada, arrebatada, cuyo subconsciente se inflama a cada paso. Hasta ese registro, Gil, no llega sino un tanto lastrada por la rémora de su fragilidad como un sambenito que no va a poder ya quitarse en lo que resta de obra.
La segunda parte: Jane entra a trabajar en la residencia del señor Rochester. El lugar, que en la novela posee esa distinción sombría, brumosa, casi de un caserón británico con fantasmagoría incluida, aquí se nos presenta un poco más sobrio. Las imágenes y las vídeo impresiones sobre las paredes ayudan a recrear la atmósfera de la mansión, pero están lejos de alcanzar el poder evocador de las páginas de la novela. Quizá es la música, en directo, la más alusiva y la que mejor arropa en todo momento el desarrollo de los cuadros. El momento más gótico y siniestro: la aparición de la gitana. Absolutamente delicioso.
Esta segunda parte nos acerca a la figura de la Jane adulta, la mujer, la que se enamora del señor Rochester y cae rendida en esa tela de araña de la libido, deseosa de atravesar sus fantasías y de refrenarse, estoicamente, a un tiempo. Todo queda bien contado. Bien dirigido. Es cierto, también, que el relato, un tanto pazguato, pávido con relación a lo sexual, a los impulsos, que en la novela parece mucho más sugerente, se tamiza aquí con un afanoso sentimentalismo que lo agujerea como microscópica carcoma. Nos falta algo más de pasión.
El personaje de Jane Eyre, Ariadna Gil, se nos presenta en esta segunda parte abocado a no poder salir de unas coordenadas indeleblemente fijadas, no sabemos si por la dirección o por su propio control autoimpuesto: la Jane mujer se conduce, en escena, como si estuviese acuciada por una enfermedad infecciosa sin diagnosticar. La vemos mantener un tono muy apesadumbrado como eje sobre el que sustentará toda la interpretación. Es este el principal hándicap: que se escore de lado de la sobre afectación antes que optar por ejercitar una interpretación más exquisita en matices, volátil, versátil, permeable a claro oscuros.
La tercera parte se transforma en una componenda todavía algo más abrupta, sobre todo en esa llegada de Jane Eyre a la casa de un sacerdote. Su deambular por las calles no parece resolverse bien como transición, aunque entendemos la complicación de domeñar un texto como el de Brontë. En esta tercera parte, Jane se nos presenta resuelta a emanciparse, a reubicarse como maestra, con su sueño de ser pedagoga y enseñar en una escuela. Aquí, Ariadna Gil, la Jane Eyre emancipada y beligerante emerge, irrumpe. Gil consigue dotar al personaje de nuevos matices y, lo que es más complicado, hacer que la audiencia empatice con ella. Su encarnación, ahora, deleita.
La historia acabará derivando hacia un final que en lo novelesco puede encajar sin aspavientos, pero que en lo teatral serpentea peligrosamente por otros terrenos: la risa aparece inevitablemente dado lo grotesco de algunas escenas cuyo tono queda poco ponderado. Hay que tener precaución en los últimos tramos del relato. La adaptación deja de lado, como es lógico, la riqueza de las descripciones de la novela y este es un punto en el que el drama puede acabar diluyéndose en una suerte de relato inverosímil con sacerdotes que son primos y se enamoran, a los pocos días, de sus primas; con galanes que se quedan ciegos, tíos que viven en Madeira y que dejan su fortuna a sobrinas que, súbitamente, pasan de pobres a ricas, y mujeres jamaicanas sacadas de su país y encerradas en caserones a los que terminan por prender fuego.
Dicho así, parecen una sarta de exabruptos, pero se trata de la imposibilidad de imitar una obra completa y enriquecida literariamente como es «Jane Eyre».
Pensamos, de nuevo, en lo difícil de plasmar en esta adaptación, todo el eje reflexivo sobre el que se sostiene la novela. Ese eje que la atraviesa y que lleva a Jane Eyre a dialogar consigo misma. Por ejemplo, sin ir más lejos, algo recurrente en la escritura de Brontë es observar a Eyre salir a pasear, a caminar por la campiña, subir a la tercera planta del castillo a mirar al infinito, al horizonte, y cuestionarse lo que la rodeaba. Esa poesía de su imaginario, buena parte de esa exuberancia de descripciones internas del personaje, no saltan a la adaptación y he ahí el lugar en el que lo literario de una novela y lo literario de una dramaturgia toman senderos diferentes.
Esta obra teatral podría ser vista como intento, irreprochable, de volver a hablar de las hermanas Brönte, un intento, maravilloso, por acercar los clásicos del siglo XIX a los espectadores y espectadoras del siglo XXI. Un intento por apelar a lo que de proto feminista tiene este personaje y su historia. (Feminismo, siempre, siempre necesario y más aún en los tiempos que corren de Bolsonaros y otros especímenes semejantes. Por proponer, no estaría nada mal la historia dramatizada de John Stuart Mill que, en aquella época victoriana escribía una de las obras más loables en pro de la causa «La esclavitud femenina», del año 1869).
Muchas voces han visto, en la obra de Brontë, el retrato de una mujer que, paradójicamente, representa una amalgama de rebelión y conformismo al mismo tiempo. La mujer que piensa y la mujer que siente. La mujer que respeta las convenciones de su época y la mujer que se autoafirma. Un arsenal de conflicto interior. Ariadna Gil consigue, sobre todo en la primera y tercera parte, aprehender el imaginario victoriano y reproducir una psique, una identidad, nada sencillas. Con todo, echamos en falta que en momentos se salga más veces del carril de pesadumbre y mansedumbre en el que entra. El resto del elenco acompaña bien, sin desentonar demasiado. Quizá la historia de la señora Mason y también la del sacerdote, desentonen dramáticamente con relación al conjunto.
«Me gusta ver crecer las flores, pero cuando se cortan dejan de agradarme. Las considero entonces objetos desarraigados y perecederos», decía Charlotte Brontë.
A nosotros, tras ver la obra teatral, nos ha quedado una sensación de ejercicio estilizado, pero «incompleto», pese a toda la artillería desplegada. Parafraseando a la autora: Nos ha quedado una extraña y áspera sensación, sí, «de flor cortada».
JANE EYRE
PUNTUACIÓN: 2 CACALLOS Y UN PONI
Se subirán a este caballo: Quienes acudan buscando un teatro apegado a un clásico universal de la literatura.
Se bajarán de este caballo: Quienes anhelen encontrar un paralelismo entre la riqueza descriptiva y evocadora de la novela original y su adaptación a la dramaturgia.
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FICHA ARTÍSTICA
Autora: Charlotte Brontë
Versión: Anna María Ricart
Dirección: Carme Portaceli
Reparto: Jordi Collet, Gabriela Flores, Abel Folk, Ariadna Gil, Pepa López, Joan Negrié y
Magda Puig.
Músicos: Alba Haro, violonchelo. Clara Lai, Clara Peya y Laila Vallés, piano.
Diseño de Luces Pedro Yagüe
Escenografía Anna Alcubierre
Vestuario Antonio Belart
Caracterización Toni Santos
Iluminación Ignasi Camprodon
Coreografía Ferrán Carvajal
Audiovisuales Eugenio Szwarcer
Sonido Igor Pinto
Música Original Clara Peya
Ayte de Dirección Judith Pujol
Ayte de Vestuario Maria Albadalejo
Ayte de Escenografía Judit Colomer
Reseña de @EfejotaSuarez
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