EL PAN Y LA SAL. Volver a pasar por el corazón

Año 2012. El juez de la audiencia nacional Baltasar Garzón se sentaba en el banquillo de los acusados. La imputación: prevaricación, es decir, faltar a la obligación o cargo que se desempeña. En este particular, quienes acusaban eran el sindicato «Manos limpias» alegando que el magistrado había incurrido en prevaricación al ordenar una investigación sobre los crímenes del franquismo; investigación para la que, de acuerdo con la acusación, el juez Baltasar Garzón no era competente. Ese juicio, que se celebró en el año 2012, es lo que podemos ver en «El Pan y la Sal», obra de teatro escrita por Raúl Quirós Molina y dirigida por Andrés Lima que nosotros hemos visto en el Teatro Español.

Antes que teatro, «El pan y la sal» llega a los escenarios de la sala principal del Español anunciado como lectura dramatizada. Así es. Los actores y actrices llevan el texto en todo momento. No estamos ante una pieza de teatro al uso, en términos de ficción o recreación histórica, sino ante una de esas piezas, cada vez más frecuentes, al estilo de «Bárcenas» de Jordi Casanovas: esto es, una transcripción literal de un juicio.

nuria espert 1.jpg

En este caso, lo que recoge Raúl Quirós son palabras exactas del juicio en el que se citó a Garzón y a otros tantos testigos para dirimir la culpabilidad o no del juez. Por un lado, si nos ceñimos al texto, este no posee una fuerza de originalidad dado que es subsidiario por completo de la realidad al ser el propio juicio el que define cada coordenada.

Más allá del valor del mismo en términos de originalidad/creatividad, lo que revela «El pan y la sal» es la fuerza del ambiente, de la realidad como informadora, como recopiladora de todos los matices posibles. La realidad aquí no suplanta nada, no recrea nada, habla por sí misma y se convierte en eficaz y fidedigna fuerza motriz de una historia que la audiencia juzgará a su vez. Romper con el maniqueísmo de buenos y malos, de polarizaciones y de esquirlas políticas finísimas que puedan saltar al público, es una tarea que queda completamente ponderada al presentar los hechos fríos. Los datos duros, objetivos. Lo que oímos, lo que vemos, es mera representación de la realidad. Y esa es la gran virtud de la historia: que emocione o resulte fría, más o menos áspera o visceral, va a depender ya no del texto sino del filtro de cada espectador/a en la sala. Estamos ante un juicio y no hay pie a exabruptos en torno a si Garzón obró bien o mal. En torno a si la acusación está justificada o no. Todo lo que se pone sobre la mesa es rigurosamente fiel a lo que se pudo escuchar en la sala del tribunal Supremo. La realidad como material inflamable. Sin aditamentos.

Otra de las grandes virtudes de esta representación es su pertinencia. El momento en que ocurre, en un país que sigue polarizado y escorado en dos direcciones. Un país con su dosis de tardofranquistas revolviéndose ante los, más o menos timoratos, bandazos de un progresismo que parece haber perdido parte de su identidad. En un país en el que la política ha desertado de la filosofía y del ágora convirtiendo su congreso de los diputados en una suerte de lugar de privilegiados y ungidos antes que en la casa del pueblo. Es precisamente el pueblo el que se persona en este juicio para reclamar una deuda, para vindicarse como agraviado por una política que nunca supo estar a la altura porque siempre trató de complacer a griegos y troyanos. Un pueblo que se manifiesta en los nietos, los hijos, los descendientes de aquellas y aquellos que, aún a día de hoy, siguen siendo desenterrados de fosas comunes en cunetas, en campos, en lugares que se extienden por toda la geografía. Como una de las testigos en el juicio declara, tirando de ayuda de voluntarios, de gente que les apoya, porque económicamente la ley de la memoria histórica paralizaba ayudas o subvenciones en 2011.

No hay nada más turbador que asistir al dolor de quienes sufren y reclaman lo que es legítimo. Lo que es sentido homenaje a la memoria de los suyos. Poder honrar a sus muertos, identificarlos. El necesario peaje del ritual, del símbolo, del que nadie está exento. He ahí la verdad de esta pieza. Incluso el abogado de la acusación, repite en varias ocasiones, insistiendo, que su causa nada tendría que ver con ir contra quienes reclaman que se cumpla la ley de memoria histórica. Ley mal llamada ley pues parece haber sido vapuleada y menoscabada al no estar dotada económicamente (algo similar a lo que ocurrió con la ley de dependencia). ¿Se le debe exigir a un gobierno responsabilidad al respecto? La pregunta parece retórica. La respuesta definitivamente es un sí. Contundente. Tan contundente como el sonido de esas palas que remueven la tierra, que cavan. Ese sonido que parece salido de una exhumación es el que aparece en la pieza, a modo de transición entre escenas. Quizá tenga toda la razón Galeano cuando dice que «Los políticos son esas personas que piensan que los pobres se pueden alimentar con promesas».

41611871_1922466761132213_2381830270694195200_o-e1537206792508.jpg

Entendemos que lo que se debe juzgar sea la obra, pero nos resulta imposible separar al bailarín del baile. Estamos ante unos hechos con una carga política y social incontestable. Imposible no acceder en algún momento a toda esa tensión que se sustancia en el juicio, a ese juego de la fricción que provoca el tira y afloja entre el dictado de la ley y el del sentimiento de justicia.

Toda esa carga, toda esa intensidad, es también lograda en este ejercicio teatralizado gracias al compromiso de una serie de actores y actrices insobornables, íntegros en su vaciado en escena, en su construcción de personajes tan dispares. El elenco de este «El pan y la sal» es de vértigo: Ramón Barea, Natalia Díaz, Nuria Espert, Laura Galán, María Galiana, Ginés García Millán, Mario Gas, Emilio Gutiérrez Caba, Gloria Muñoz, José Sacristán, Alberto San Juan y Andrés Lima. ¿Cómo es posible reunir en una misma pieza a tantos/as actores y actrices de solvencia? Solo tenemos una explicación: su compromiso con un texto que es una realidad asfixiante. Su solidaridad y su empatía con quienes siguen buscando a sus muertos.

Nos maravillan, especialmente, Ginés García Millán, abogado de la defensa, que cumple con una prestancia impecable. Que hace que su texto sea impermeable a la ficción. Ramon Barea, que es todo credibilidad y mesura. O José Sacristán: en quien todo lo que es verdad puede cristalizar sin necesidad de aspaviento alguno.

En estos tiempos de amnesia políticamente correcta, en estos tiempos en los que la desmemoria quiere imponerse como un borrador sobre la pizarra de la historia, esta pieza dramatizada se convierte en tinta indeleble, en oportuna mirada, en lúcida respuesta a un sistema que cree que el olvido es un territorio más fácil de repoblar, de recalificar (y eso, les encanta a algunos/as políticos/as). Recordar, como decía Galeano, eso, es otra cosa. Etimológicamente, bien distinta. Del latín, «re cordis»: volver a pasar por el corazón. Contra la amnesia histórica, siempre, memoria. Siempre, siempre, volver a pasar por el corazón.

EL PAN Y LA SAL

PUNTUACIÓN: 4 CABALLOS
Se subirán a este caballo: Quienes quieran asistir a una lectura dramatizada emocionante y bien ponderada sobre el asunto de la memoria histórica.
Se bajarán de este caballo: Aquellos/as que, suspicaces, no acepten el teatro con ingredientes políticos.

***

Ficha artística

Autor: Raúl Quirós.

Dirección: Andrés Lima

Reparto: Ramón Barea, Natalia Díaz, Nuria Espert, Laura GalánMaría Galiana / Día 23
Ginés García Millán, Mario Gas, Emilio Gutiérrez Caba, Andrés Lima, Gloria Muñoz, Alberto San Juan y José Sacristán.

Reseña de @EfejotaSuarez

1

Síguenos en Facebook:

https://www.facebook.com/www.mireinoporuncaballo.blog

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s