PIAF: VOZ Y DELIRIO. La luz, poco cegadora, del crepúsculo

Dicen que nació, en parís, debajo de una farola. En barrio humilde, el numero 72 de la calle Belleville. Era 1915 y aquella niña que llegaba al mundo no tenía ni idea de la vida que le esperaba al convertirse, pasados los años, en icono de Francia. Voz inigualable. Vida contada y cantada la de Edith Piaf que hemos podido ver en el musical: «Piaf: voz  y delirio», escrita por Leonardo Padrón y protagonizado por Mariaca Semprún en el Teatro Fígaro de Madrid.

La personalidad de Piaf es compleja, más por cuanto que está, sin duda, tamizada por el paso de los años, por el paso del tiempo, que, a veces, actúa a modo de teléfono escacharrado. La idea del libreto de este «Piaf: Voz y delirio» pasa por acercarnos a la figura de la diva francesa y a sus canciones. Una suerte de musical que adolece en su parte teatral al ofrecernos la imagen, mil veces narrada, de la tortuosa vida de la cantante de «La vie en rose» pasando por todos esos clichés de niña resiliente que sale de unas circunstancias adversas para llegar a tocar la gloria muriendo joven y dejando una impronta imborrable. Así nacen todos los mitos y ese es ya un cliché más.

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En la obra, el periplo se hace por la vida de Piaf considerando las vicisitudes y tirando de anecdotario pero centrándose, en particular, en sus amores y en su lucha contra la soledad, contra la decadencia de sus últimos días. Con todo, nos falta crudeza. Mucha. ¿Por qué sino todo nos recuerda a una espectáculo puritano y acongojado?  

Estamos ante una pieza pensada para el público más comercial. Evidente. Aquel que se conforme con escuchar algunas chansons más conocidas del gorrión sin preocuparle demasiado ir un pelín más allá. Poco o nada se nos cuenta de la etapa de las vivencias en la guerra, del parís sitiado por los nazis, de sus coqueteos con el existencialismo, con la resistencia. Todo  gira, sin embargo, en torno al vórtice de la pasión entre  Edith y Marcel Cerdan, su gran amado, su boxeador, el hombre que acaba muriendo en accidente aéreo cuando su adhesión estaba en lo más alto. Ahí comienza el repecho de la cantante que parece deambular a partir de entonces, por el desgarro y el dolor absoluto: físico y mental. Pronto sucumbirá ante su adicción a la heroína y se manifestará, en toda su amplitud, su huida de un mundo en el que ya no puede ser feliz.

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La historia pulula en la superficie y se queda en relato, discursiva, narración de hitos de la carrera de Edith Piaf sin bajar demasiado a otras dobleces, a otros pliegues. Entendemos la complejidad de narrar una vida, claro. No obstante, nosotros hubiésemos optado por elegir un momento concreto de su vida y contar desde ese in media res, desde ese episodio, hacia delante en lugar de la opción que se ha elegido aquí: una narración completamente lineal, cronológica, abrumadoramente uniforme y desprovista de significante emoción.

La interpretación, y la parte de canto, quedan en manos de Mariaca Semprún, a todas luces protagonista única. Su brío, que trata de ofrecerlo, no nos llega a emocionar pero, por supuesto, este dato no es en absoluto objetivo. Dependerá de cada espectador. Nuestro análisis pasa por valorar la parte interpretativa. En este aspecto, no es el punto fuerte de Mariaca Semprún que, comprendemos, echa el resto en los momentos musicales de la pieza. Sí nos chirría, a menudo, la mezcolanza de acentos sobre el escenario: sobre un sustrato de acento Venezolano, como base, se imposta un acento francés que, reconozcámoslo, no acaba de cuajar y resta verosimilitud al conjunto.

En el encadenado desmigaje de canciones que lleva a la actriz/cantante a pasearse por la discografía de Piaf con cierta irregularidad, queremos destacar aquellas que más nos han llegado en la interpretación a la que se añade la música en directo: un plus.

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Nos gusta mucho la versión que Mariaca logra componer del «Padam, padam», muy bien acompañada, por cierto, en la orquestación. En esta parte se consigue respirar el amor por la música y tal vez sea la mejor interpretación de todas. Nos parece central el «Himne a l’amour» que suena en la pieza, esa canción que brota del desgarro tras la pérdida por su gran amor y, como no, el final, atinado, con el «Non, Je ne regrette rien».

Absolutamente maravilloso en la versión original y conseguida con gran encanto en la versión que Semprún compone en el Teatro Fígaro que intenta mutar en el teatro Olympia del número 28 del bulevar de las Capuchinas de París. Mutación improbable.

Intrincado acercarse a una figura tan espléndida. Entendemos el respeto con el que la cantante Venezolana se acerca a Piaf sobre las tablas y valoramos su producto, pero echamos en falta una pieza menos acomplejada e inhibida, más valiente y menos aburguesada en la que el padecimiento, la amargura, o incluso el delirio, de su propio título, arrollasen con otro ímpetu y otra energía.

Por desgracia, en este «Piaf: voz y delirio», el experimento se queda en amago, en simulacro refrenado y bien domesticado apto solo para un público que busque el aroma  y la luz, poco cegadora, del crepúsculo.

 

PIAF: VOZ Y DELIRIO

PUNTUACIÓN: 2 CABALLOS Y UN PONI

Se subirán a este caballo: Quienes busquen una propuesta musical que se queda en la superficie, en lo veleidoso. Fans de Piaf.

Se bajarán de este caballo: Quienes acudan buscando algo más que clichés cronológicamente presentados y un conjunto de canciones imposibles remedar.

Ficha Artística:

Texto – Leonardo Padrón
Dirección – Miguel Issa
Dirección musical – Hildemaro Álvarez
Acordeón – Federico Ruiz
Contrabajo – Carlos Rodríguez
Trompeta – “Chipi” Chacón
Violín acústico y eléctrico – Eddie Cordero
Flauta y saxo soprano – Eric Chacón
Multipercusión – Carlos Quintero
Cantante – Mariaca Semprún

 

Una Crítica de @EfeJotaSuarez

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