PLACERES ÍNTIMOS. La destrucción de un himno.

Dos hermanos acaban de incinerar a su madre. Cada uno de ellos ha acudido al crematorio acompañado por su pareja. Hace años que los hermanos han perdido el contacto, pero esa noche, la mujer de uno de ellos invita a su cuñado, y a la mujer de este, a dormir en casa para no tener que hacerlo en un hotel. La eclosión, como no, está a punto de producirse.

Esta podría ser la sinopsis de «Placeres íntimos» versión de la obra «Nattvarden» del noruego Lars Norén dirigida por José Martret que hemos podido ver en la Sala Guirau del Teatro Fernán Gómez.

Acudímos a la obra con la expectativa alta. Lars Norén: tecleas en Google y, aunque con pocas referencias en español, la mayoría reconociendo su sólida carrera como dramaturgo y su importancia en su país natal. No sabríamos decir si tanto como Jon Fosse pero por ahí debe andar la cosa. Si bien, la diferencia en el estilo de cada uno es palpable. Muy palpable.

Hablemos de Norén, claro. Antes de la dramaturgia recaló en la poesía. Sus inicios fueron esos. La crítica bautizó su estilo como esquizo poesía dada su verborrea, el descarrilamiento en su lenguaje casi propio de un psicótico. Su biografía recoge algunos años en clínicas psiquiátricas. Luego avanzaría hacia la novela y más tarde, en torno a los años 80, llegarían sus primeras obras de teatro. La dramaturgia le catapulta a la fama y le concederá acento literario y ahí se instalará durante el resto de su carrera. El estilo narrativo, si repasamos otras de sus obras, está marcado por un signo: la voracidad. Obras largas, de cuatro y cinco horas de duración o  su más reciente publicación: un libro diario autobiográfico que supera las 1.600 páginas.

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Más allá de ahondar es esa voracidad creativa, debemos acercamos a este «Placeres íntimos» con la advertencia de que quien la escribe es un hombre capaz de introducir el bisturí en sí mismo pese al dolor que supura. Un hombre capaz de hurgar en sus propias heridas para acotar, a su manera, la muerte, la soledad, las relaciones familiares o de pareja. Para campar a sus anchas en el desasosiego, en el malestar, como si de una suerte de Ciorán hipersexualizado se tratase.

Las interpretaciones y la dirección son el plato fuerte. Todo está medido en este traje al que no parece fácil pillarle las medidas. Y esa es su mayor virtud: dirigir a unos actores y actrices en escena para que exploten, para que se volatilicen, y se atrevan a ir a mil por hora sin reparar en el cuentakilómetros. Quien lleva la batuta es José Martret. Su dirección parece estar trabajada desde la lucidez del vértigo que da un texto tan insaciable. Tan demandante. La dirección parece haber comprendido a la perfección aquello de que nadie puede conservar su soledad si no sabe hacerse odioso. Y este ser odioso se auto revela, a placer, como en una epifanía del horror vacui sentimental, en la intimidad de una casa. Martret demuestra un brío asombroso dirigiendo.

Los actores y las actrices están soberbios. Los cuatro componen, a través de sus personajes, un retablo del patetismo, de las inseguridades, de la mezquindad saliendo a flote. El autor nos viene a decir que todo ser puede devenir en un himno destruido. La familia es un himno. El amor es un himno. El vínculo y los lazos de sangre como himnos que, aquí, acaban demolidos, arrasados. Estamos ante cuatro personajes que tienen una pátina de algo grotesco en su interior. Hay sordidez pese a estar dentro de un apartamento sueco tan aburguesado y refinado. La procesión va por dentro pero, aquí, pronto, cada uno, sacará su santo a procesionar sin ningún tipo de recato. El pudor desaparece. Se esfuma.

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Queremos centrarnos en dos aspectos clave en la lectura de esta obra para entender o comprender las interpretaciones y el texto como una metáfora más que como un hiperbólico dislate. Por un lado, Suecia. No podemos perder de vista el contexto de la acción. Suecia no es España. Suecia no es, en muchos aspectos, el resto de Europa. La idealización que tenemos de lo escandinavo y de Suecia está hipertrofiada y es el propio Lars Norén quien nos quita la venda de los ojos (si antes no lo habían hecho ya Stig Larsson o las películas de Morten Tyldum o Ruben Östlund). Tal y como la define Carina Bergfeld, una de las escritoras de moda en el país Nórdico, Suecia es un lugar en el que los sentimientos negativos se reprimen en público e incluso en las redes sociales. Es la sociedad de lavar los trapos sucios de puertas para adentro. Desde la violencia de género a cualquier otro tipo de abuso. Todo debe parecer una cosa en público y otra en privado.

La fábula de «Placeres íntimos» pasa por mostrarnos ese «de puertas para adentro» que coagula bien en la sociedad escandinava pero quizá no tanto en la sociedad española donde la expresión de sentimientos en público (positivos o negativos) es experimentada de otro modo. El tono hiperrealista dota a la obra de arrebatamiento siempre y cuando la contextualicemos en Suecia para que su impronta sea más comprensible. (Probablemente en España las parejas no se hubiesen esperado a casa para exorcizar sus demonios y hubiesen comenzado en el propio crematorio, o antes).

Por otro lado, debemos acercarnos a la propuesta siendo conscientes de los cortes que se han hecho para adaptarla tratando de no perder su esencia. Si valoramos que su extensión podría sobrepasar las cuatro horas y que la propuesta de Martret no llega a las dos horas, solo hay que hacer cuentas.

Hay una parte que nos chirría en este sentido y tiene que ver con lo recurrente de algunos momentos o diálogos que se suceden entre algunas parejas que entran y salen del salón ofreciendo la sensación de volver sobre el mismo asunto, sobre el mismo tema de modo machacón. Esto puede deslucir el conjunto.

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Con todo, las actrices y actores están en estado de gracia. Se mueven con enorme soltura y entrega. La pareja compuesta por Cristina Alcázar y Francisco Boira posee química. Ella y él son dos hienas y como tal, todo acto que ejecutan halaga a la hiena que llevan dentro como personajes. Parecen realimentarse en un banquete sin fin de reproches recalcitrantes, de misoginia, de misantropía, de maltrato en ambas direcciones, de fase maníaca. Ella voluptuosa, lacerante; la mujer que cubre su herida como quien pretende cubrir el sol con un dedo. Sumisa, desafiante, pulsión con patas. Alcázar se eleva con pericia y sostiene un papel de esos que no deja indiferente. Francisco Boira, su pareja, a medio camino entre el misógino y el hombre en carne viva. El molido a palos que le planta a la vida sus andares de macarra y su voz de resistencia pero que, en el fondo, es un animal magullado, desatendido, un lobo estepario al que su madre desprotegió y, tal vez por eso, se hizo psiquiatra. Por aquello de sublimar sus instintos autodestructivos. Papel honroso, quizá un tanto escorado del lado del hombre acorazado. Del macho alfa hípster. Aún así, maravilloso en su rol doliente y, engañosamente, desguarnecido.

Javi Coll, que hace de hermano que se queda a dormir, se adentra en el papel de un necio que oculta, tras su misoginia y fanfarronería, todo un infierno de inseguridades y autodesprecios, de expectativas de vida no cumplidas. Creíble y muy genuino. Va perdiendo el control de la situación gradualmente y acaba mostrando su fachada de hombre en nada autosuficiente sino todo lo contrario: manipulador emocional y maltratante. Los diálogos con su mujer son recalcitrantes. Nos gusta cuando le vemos dibujar a su personaje lleno de grietas, como un edificio a punto del desplome incontrolado.

Toni acosta nos lleva hacia el territorio de la mujer a premiada, sometida, atemorizada, paralizada, bloqueada como el ciempiés que, de pronto, no sabe cómo ha de mover cada una de sus patas. Su transformación en escena es escalonada hasta perfilar una mujer más fuerte de lo que aparenta. Hay verdad y gran fuerza. También posee una vis cómica sorprendente que hace que su personaje se convierta en el menos hostil, el que más simpatías despierte en el patio de butacas.

Personajes, todos, incapaces de reconciliarse con sus metas, enfrentando sus abismos, agrietados, dañados severamente, autosuficientes, pero desesperadamente solos y conscientes. Repletos de subterfugios para ahuyentar la mirada de sus cicatrices.

Obra dura, trémula, áspera, de no fácil digestión, de ternura mutilada.

Lars Norén, su autor, se convierte aquí en una suerte de caníbal, no tanto por lo que devora sino por lo que vomita, ofreciéndonos su incómoda versión de lo que son los vínculos desgarrados, desposeídos. El amor transformado en sobresalto, en afecto desengañado y calamitoso. Quedan ustedes advertidos: es decir, ¡no se la pierdan!

 

PLACERES ÍNTIMOS

PUNTUACIÓN: 3 CABALLOS Y UN PONI

Se subirán a este caballo: Quienes deseen pasar un rato de teatro intenso con estupendas interpretaciones.

Se bajarán de este caballo: Quienes busquen historias en las que el orden impere sobre el caos.

***

Ficha artística

Autor de la obra: Lars Norén
Reparto: Javi Coll, Cristina Alcázar, Francisco Boira, Toni Acosta
Dirección: José Martret
Espacio sonoro: Luis Ivars
Diseño de iluminación: Pedro Vera
Espacio escénico: Isis de Coura

Producción: Maldita tú eres Producciones

Reseña de @EfejotaSuarez

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