Lisias y Demóstenes acuden en bla bla car, desde Atenas, hasta el mismísimo Salvador de Bahía. Allí un sátrapa se ha hecho con el control de la ciudad: un personaje cuyo rostro es el de Orson Welles en su papel de Macbeth. Hasta allí acudirán también, para liberar a la población, nada menos que Ultramán, superhéroe de 40 metros de altura, y Naronga —enemigos desde los sesenta y ahora por primera vez luchando juntos—, que junto al popular motociclista Evel Knievel y a los Titanes del Ring, intentarán llevar la paz a la región de Bahía, donde la anarquía campa a sus anchas. Esta podría ser una tentativa de sinopsis de la obra «Evel Knievel contra Macbeth na terra do finado Humberto», que ha escrito y dirigido Rodrigo García y que hemos podido ver en los Teatros del Canal.
Ignoramos hasta que punto García se ha imbuido del espíritu del director de cine brasileño Glauber Rocha para levantar esta suerte de homenaje a «La edad de la tierra». No obstante, creemos que esta nueva entrega de Rodrigo García contiene muchos de los desaciertos de los que adolecía la cinta de Rocha, uno de los máximos exponentes del Cinema Novo. Pensamos, también, que su mirada es consciente y absolutamente deliberada cuando decide vertebrar su «Evel Knievel contra Macbeth na terra do finado Humberto», en clave de inconexo ejercicio de autor mezclando, en un totum revolutum, una serie de aspectos que le dan al conjunto una aureola de esbozo, de trabajo mal rematado, de fragmentos de sueño lisérgico sin hilvanar, que en muchos casos se distancian de la audiencia y, en otros, se hacen tan vulgares que generan perplejidad.
Pensamos que García ha optado, en esta obra, por jugar a pasárselo bien sin importarle demasiado la cuarta pared. Sin pensar demasiado en lo que pudiesen pensar quienes saliesen del teatro, tras pagar o no su entrada, decepcionados por la falta de una mayor poética, de un sentido del humor más transversal, menos anodino, o una mirada de autor más alambicada.
Podemos legitimar esa idea de que el creador se distancie del público para crear con total libertad. Nos parece, hasta cierto punto, sano, edificante. Solo quienes cuenten con esa prerrogativa podrán mostrarnos su imaginario de un modo más amplio, más lúcido y despejado de pleitesías. Rodrigo García cuenta con ella. Por eso arrastra, también, a un público determinado. A un público que pone en valor el riesgo, la creatividad, la innovación, el arrojo, por encima de la trama, de lo canónico, de lo que imponga el mainstream. ¿Debe el creador mostrar un respeto al público en forma de obra accesible? Creemos que no. Además, nadie le reclama eso a García. Lejos estamos de esa premisa. Lo que se cuestiona, aquí, es el resultado de la obra, el conjunto de lo que hemos visto.
Tributario de Rocha ya desde la elección del propio título, (que tanto nos puede recordar a la manera del cineasta brasileño de titular sus obras, véase, por ejemplo, «Dios Diablo en la tierra del sol»), García pone sobre el escenario un compendio de veleidades repletas de intrascendencia. Todo pasa por el videomontaje, que acapara gran parte de la obra: desde cortes de fotogramas del Macbeth de Orson Welles a vídeos de Evel Knievel que, sí, son interesantes y podrían funcionar de manera autónoma, pero quedan escindidos en el conjunto de la propuesta. Deslavazados. Sin un significado que vaya más allá de lo accidental.
La obra se ciñe a cuadros que están previamente prologados por un gran título/sobretítulo que se proyecta en pantalla y que es todo armazón organizador al que supeditar una trama que no existe, que es bastante irrelevante.
Con algunos momentos, que los hay, de hondura, como por ejemplo el momento en que se proyectan y se leen una serie de «cosas que sí y cosas que no», la referencia a Darwin o los momentos en los que vemos a Evel Knievel en vídeos de archivo que contienen una extraña belleza implícita, el resto se nos presenta como un exabrupto. Errática transición de relleno que abulta, sin más.
Con todo, hay algo en esta obra que debemos mencionar y subrayar por cuanto tiene de brillante escupitajo a las caras de muchos y muchas de los asistentes. Se trata de esa voluntad del autor por lanzar un torpedo a la línea de flotación en la que se sustenta una buena parte de su propio teatro: los hípsters. Ese modelo, aún no del todo en decadencia, aunque sí ejemplo palmario de lo decadente, que asiste, como público, a sus propuestas con verdadero fervor. ¿Se está riendo aquí Rodrigo García de sí mismo? ¿De un modelo, el de la estética por encima del mensaje, que sigue paseándose a sus anchas, también, por la cultura teatral?
La tribu cool está entregada en el patio de butacas y García les apunta con su pequeño bisturí haciéndoles incisiones que sólo serán visibles una vez salgan del teatro. El mensaje, mutatis mutandis, podría ser: os devuelvo la imagen distorsionada de lo que sois, vosotros, cultura suburbana inofensiva para los poderosos. Me río de vosotros y ni os enteráis. Estética de la cáscara. Y ese es, sin lugar a dudas, el más poderoso significante de esta inconclusa performance.
Su alegato parece ir dirigido a los veganos, a los amantes del ganchillo urbano, a los antitaurinos, a los preocupados por el medio ambiente y despreocupados, nótese la ironía, por el otro medio. A todos y todas aquellos y aquellas que enarbolan la lógica de la distinción antes que las estrategias de ruptura. El acto de entrega más valioso y el contenido mayúsculo de su pieza que nos dice: puedo hacer un teatro de élite para burlarme de las élites. Puedo hacer un teatro infantilizado y seguir siendo vuestro emblema. Voilà.
Apropiándose, como pocos, de la cultura hípster/gafapasta y su entorno, García nos devuelve, una vez pasado por su filtro, el detritus existencial de la mascarada. El asco que le produce una parte de la sociedad que puede llegar a gentrificarlo todo aún a riesgo de saber, que lo sabe, que en los hípsters (gentrificadores) tiene a su público más fiel y que su teatro porta el peso abrumador de una paradoja pues es a la vez cazador y cazado. Con todo, ese modo de deslegitimar a unos y unas cuantas compensa el estupor de una buena parte de la función a la que, es evidente, le falta ligazón y le sobra cargante surrealismo.
A Rodrigo García no le ha temblado el pulso para mostrar lo que ha mostrado en los Teatros del Canal. Una muestra más de su respeto a Glauber Rocha quien, en sus películas, deseaba que el espectador se hartase de cuerpos y sensaciones, de comilonas visuales que después, al ser pensadas, devendrían indigestas. A los 42 años, Rocha regresaría a su Brasil natal procedente de una Europa que le acababa de dar la espalda tras su paso por la Mostra de cine de Venecia. Él, que quiso hacer un cine para el pueblo, llevar su cine a todos los pueblos pobres de la tierra, se encontró, como cineasta, reducido a nombre a debatir en círculos intelectuales y académicos, convertido en genio incomprendido (que no es más que un eufemismo para hablar de artista en los márgenes).
Nosotros, sí, después de esta feijoada desaborida que nos ha traído, esperamos el regreso de Rodrigo García con otra de sus obras y su personal mirada de autor. Y confiamos en que, con la próxima, siga asestando sus golpes de gracia.
(Seguimos pensando que ser genial es mucho mejor que ser un genio y lo de incomprendido, o no, es cosa ya de la consideración de cada cual).
«EVEL KNIEVEL CONTRA MACBETH NA TERRA DO FINADO HUMBERTO»
PUNTUACIÓN: 2 CABALLOS Y UN PONI
Se subirán este caballo: Los muy fans del autor/director. Un noventa por ciento hipsters.
Se bajarán de este caballo: Quienes busquen una propuesta que funcione bien ligada además de los/as que esperen un experimento con mordiente y menos desaborido.
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Texto, espacio escénico, dirección: Rodrigo García
Con: Núria Lloansi, Inge Van Bruystegem y un niño
Producción: Humaintrophumain — CDN de Montpellier
Coproducción: Bonlieu Scène nationale (Annecy), Teatro Nacional Cervantes de Buenos Aires y Teatros del Canal
Producción delegada (a partir del 1 de enero 2018): La Carnicería Teatro
Reseña de @EfejotaSuarez