UNA VIDA AMERICANA. La identidad era esto.

Una hija, acompañada de su hermana y su madre,  viaja desde el barrio madrileño de Tetuán a Minnesota, en Estados Unidos, para reencontrarse con su padre: un americano que hace años se fue de España dejando atrás a su ex mujer y sus dos hijas con un montón de preguntas sin respuestas.

Esta podría ser la sinopsis de la obra «Una vida Americana» de la autora Lucía Carballal que puede verse en el Teatro Galileo de Madrid.

La pieza nos habla de la identidad y de la diversidad envueltas ambas en el sustrato de una trama que se acerca, por igual, al humor negro y al drama. La ausencia del padre y el asunto del viaje de las heroínas, a un lugar tan alejado del contexto que supone el Madrid multicultural de un barrio como Tetuán, se convierte en esta pieza en el detonante para abordar la reivindicación de lo particular sobre lo global, para hablar del abismo que se suele dar entre el «debería» y el «es», para mostrar nuevos modelos de familia o para hacer un retrato desencantado, con advertencia escondida, a propósito del no caer en las tentadoras trampas de los autoengaños y las idealizaciones.

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Reconocemos en «Una vida americana» el valor de un texto muy bien escrito, limpio, convincente, verosímil, lleno de sutilezas y de finas capas de humor. Nos gusta mucho la escritura de Lucía Carballal cuando se atreve, con brío, a poner sobre la mesa las reflexiones propias de la modernidad líquida a través de una familia que es, casi, compendio de lo que podrían ser diferentes familias: una madre que se ha reinventado, como lesbiana, tras su separación o tras el abandono de la figura del padre, una hija que ha apostado por la aceptación de sí misma en el territorio de lo queer, una hermana que representa lo convencional, el modelo normativo, que se aferra a recuperar la relación con un padre ausente y que sueña con  una vida estandarizada.

Sin ser una obra sobre el feminismo como argumento central, sí reconocemos un activismo en el texto que delata una atenta mirada feminista que atraviesa la obra.

Aunque hay un hombre, presente, y uno ausente, las protagonistas en la pieza son tres mujeres. Tres mujeres en busca de una identidad propia, de una narrativa que las explique a toda costa, como un asidero en un mundo repleto de indicios pero de ninguna certidumbre.

Hemos creído intuir en esta «Una vida americana» tintes Homéricos al reconocer en la hija, que espera encontrarse con su padre, a una suerte de Telémaco. Un Telémaco que no odia ni aborrece la figura del padre desaparecido sino que anhela su regreso y, mientras, una madre, una Penélope, que aquí ha optado por vivir su sexualidad de una manera nueva y otra hija que no teme ser quien es, pese a quien le pese.

El asunto de la identidad, en esta obra, va más allá de la cuestión biológica o social  y atañe también a lo cultural en esa comparación de dos identidades tan dispares como la española, que se va adaptando a los cambios, y la norteamericana, cuya marcada identidad siempre ha sido vista como modelo de referencia del imaginario occidental. Se incluye, además, un personaje judío en  la obra, diríamos que casi a modo de cuadratura del círculo del juego de identidades grabadas a fuego. Sería bueno incluso reflexionar sobre qué es eso de la identidad. Quizá no sea nada más que algo a menudo esclavizante creado por nuestra mente y altamente condicionado por nuestro pasado. Un no lugar donde la gente se pasa la vida aprisionada, esperando lo inalcanzable, mientras deja de realizar lo que tiene frente a sus narices. Las personas somos así: hacemos el balance de lo bueno y malo casi siempre cinco minutos antes de la cuenta atrás.

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Hay muchos referentes que funcionan en la obra como elementos que apuntan a lo identitario: desde la música de Don Mclean, pasando por el camping de caravanas, el barrio de Tetuán, el mercadona, Mecano, o el kipá judío.

Nos preguntamos acerca del mensaje de la obra y tenemos algunas reflexiones al respecto: Quizá el mensaje en torno a la figura de un padre que no está, que desapareció, intenta hablarnos acerca de que uno puede seguir adelante sin necesidad de tener que llenar ese espacio vacío. Que las mujeres no necesitan del hombre, necesariamente, para completarse y que una familia es mucho más que el modelo tradicional de papá, mamá y los hijos.

Es elocuente también la reflexión en torno a la idea de lo cultural que pasa por hacernos ver  que la comparación entre el modelo idealizado U.S.A del «American dream» o del «American way of life» no es más que un modelo pero no «el modelo» si lo comparamos con la realidad española. Uno quisiera regresar a España, al barrio de Tetuán, y largarse de ese camping de auto caravanas en Minnesota que tanto nos recuerda a un éxodo, a una vida enajenada. Ellos tendrán el «Costco» y a Don McLean y su «American pie» pero nosotros tenemos a Mercadona y las letras de Mecano o los fines de año en la puerta de sol.

Es la búsqueda de la identidad un acto de afirmación que bien puede devenir en la búsqueda del padre ausente, la búsqueda de una identidad sexual, la búsqueda de una forma de ser judío sin tener que descansar los sábados, da un poco igual, pues al fin y al cabo, la tarea que se persigue es la de la liberación con respecto a los dogmas, a los hábitos, a las verdades incuestionables o, como no, la tarea de la recuperación de confianza en uno mismo.

En «Una vida americana» como relato sobre lo que somos y sobre quiénes queríamos o no queríamos ser, funcionan muchas cosas, además del texto. Podemos hablar de una escenografía muy lograda, a cargo de Alessio Meloni, que logra evocar una parte de esa identidad americana que se acerca en su estética a lo cinematográfico haciéndonos saborear el tedio made in U.S.A. Esa Norteamérica que nos recuerda, literariamente hablando, a Sam Shepard o a William Eggleston. Nos encaja a la perfección la iluminación de Luis Perdiguero, el vestuario de Guadalupe Valero y la composición musical de Luis Miguel Cobo, todos al servicio de una pintura a mitad de camino entre el costumbrismo y lo camp, con una estética muy bien resuelta. Sabemos que detrás de  toda la escenificación se encuentra la exquisita dirección de Víctor Sánchez al que la obra debe mucho de su incontestable acabado final. Nuestro elogio para todo el conjunto.

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En el apartado interpretativo, no hay actriz ni actor que no estén en su sitio. Cristina Marcos, en su papel de madre, cumple sobradamente con el pulso que exige su personaje. Nos gusta especialmente cuando se deja llevar por la agitación y cuando eleva el tono, vehemente, mostrando el hartazgo vital en una mujer que se ha tenido que reasentar, en una mujer cuya identidad no se ha completado sino que está en transcurso. Estupenda, por ejemplo, en su diálogo con el novio de su hija. O en el momento de la cena judía.

Vicky Luengo está espléndida en su personaje de hermana segura de sí misma, autosuficiente y con sus inseguridades a raya; dibuja una semblanza casi de lo no binario, un rol a caballo entre dos identidades que ha elegido, con convicción, para habitar en ese delicado espacio de lo neutro. Goza de humor y de muy buena química en los diálogos con su madre y su hermana. Nos resulta genuina y muy verosímil.

Esther Isla compone un papel de hija atribulada por el duelo, por la nostalgia, que no es otra cosa que el dolor del no poder regresar. Varada en una identidad que necesita del padre para autocompletarse, nos parece muy atinada en sus gestos, en su interpretación de hija y mujer quebradiza en su equilibrio, y de nuevo en ella observamos una excelente compenetración con el resto del reparto.

Por último, el único personaje masculino de la obra, corre a cargo de César Camino. Debemos reconocerle el mérito de moverse con solvencia entre lo cómico y lo dramático. Su papel es el de mayor sentido común, el de hombre empático. Nos gusta mucho su solioquio nada más llegar al camping de auto caravanas, que nos recuerda a un personaje salido de una película de Woody Allen. Igualmente diestro se mantiene en la conversación con la madre de su chica, o cuando ocupa su lugar en la cena cargada de ritual judío.

«Una vida americana» se torna en brillante dramaturgia, bien orquestada y ejecutada en todos sus extremos. Se gradece, y mucho, un teatro como este. 

Nadie puede salir con queja tras haber sido espectador/a de este estupendo texto de Lucía Carballal que, con su narrativa sobre las identidades, parece querer señalarnos algo así como que no somos conscientes de la tremenda cantidad de energía que gastamos en intentar ser quienes ansiamos ser y no quienes los demás querrían que fuésemos.

UNA VIDA AMERICANA

Se subirán a este caballo: Cualquiera que desee pasar un rato absolutamente delicioso en el teatro.

Se bajarán de este caballo: No creemos que nadie quiera bajarse de este caballo ganador.

PUNTUACIÓN: 5 CABALLOS.

***

Ficha Artística:

Autora: Lucía Carballal

Dirección; Víctor Sánchez

Intérpretes: Cristina Marcos, Esther Isla, Vicy Luengo y César Camino.

Vestuario: Guadalupe Valero

Iluminación: Luis Perdiguero

Escenografía: Alessio Meloni

Composición musical: Luis Miguel Cobo

Dirección de producción: Miguel Cuerdo

Una producción de  LA ZONA.

*Fotografía de portada: Javier Naval.

Reseña de @EfejotaSuarez

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