Una madre se levanta de la cama. En la cocina le espera su hijo: un joven que parece no estar pasando por su mejor momento de estado mental. Esa misma tarde/noche la madre y el padre han tomado la decisión de que el chico sea internado en una clínica para que profesionales de salud mental se ocupen de él. Todo lo que queda entre ese momento, desde que la madre se levanta de la cama, y el momento de irse a la clínica es lo que nos ofrece la obra «He nacido para verte sonreír» en forma de monólogo o diálogo casi de ausentes. La obra, escrita por Santiago Loza y dirigida por Pablo Messiez, ha vuelto a ser re programada en el Teatro de la Abadía.
Lo que más destaca de todo el conjunto es su sencillez. Sencillez en términos de solvencia escénica, dramatúrgica e interpretativa. Sencillez que es, al mismo tiempo, un acierto de factores que se han conjugado en la pieza para poder decir de ella que se trata de una delicia.
Por un lado, la escenografía nos traslada al interior de una casa de una familia de clase media. Más concretamente a la cocina. Allí es donde todo sucede: donde la madre y su hijo luchan, a brazo partido, contra sus fantasmagorías de última hora, antes de que irrumpa en sus vidas ese hiato que supondrá la separación, la distancia entre ambos dada la frágil salud mental del muchacho.
La cocina logra un realismo que otorga crudeza y sensibilidad a partes iguales. ¿Quién no puede reconocerse en un lugar, nada sociófugo, como es una cocina? Un lugar tan acogedor, tan propicio para una conversación a fuego lento, antes del punto y aparte en las vidas de ambos. La eficaz escenografía de Elisa Sanz, además, sitúa la cocina dentro de lo que podría ser un gigantesco nido. Un nido que es metáfora de la crianza, de la urdimbre familiar y de los vínculos. Creemos que el trabajo escenográfico es honesto y creativo.
Por otro lado, podemos hablar del capítulo de las interpretaciones. Dos interpretaciones en escena. La madre, interpretada por Isabel Ordaz y el hijo que interpreta Fernando Delgado-Hierro. Es en esta pieza la madre la que porta el texto, la palabra, y el hijo el que debe hacer frente a un punto de vista a través del mundo interior, no del verbo, solo a través de su gestualidad y su cuerpo. Ambos lo tienen complicado en la escaramuza pero, igualmente, ambos logran unas interpretaciones extraordinarias.
Isabel Ordaz transita entre el desencanto de una madre que ha vivido una vida de entrega y de abnegación completas, la aspereza de una madre fusional en su atadura y la ternura que aún le puede quedar a una mujer que tuvo que dejar, muy pronto, de ser y de parecer una niña. Su interpretación es arriesgada, verosímil, bellamente amasada, como el pan de un buen obrador; sabe calcular y razonar cada pequeña o gran embestida, sabe dibujar otros caracteres con sus poses, que alcanzan más allá de las palabras y del discurso, y sabe, también, evocar y nivelar a un personaje al que, gracias a su interpretación, consigue añadir la levadura necesaria para que todo fermente.
El hijo, interpretado por Fernando Delgado-Hierro, se sitúa en escena como elemento ineludible, como un ser ausente y presente que dota al conjunto de esa extrañeza dolorosa precisa. Se mueve prudente, cadenciosamente, sabiendo que hay un fuego interior que debe arderle pero no quemarle. Un hijo orbitando lejano, en su propio planeta quizá inhabitable, que solo llega a recibir los mensajes de la nave nodriza desde la cocina pero no responde a ninguno. Contrapunto eficaz en la obra que acaba perfectamente enunciada. Sus movimientos parecen estar guiados por un metrónomo que sólo el escucha. Difícil reto el de estar en la situación sin estarlo, al mismo tiempo.
Tenemos, pues, una obra que ya convence por su puesta en escena y sus interpretaciones y, claro, por lo que se nota de la batuta de una dirección con excelente trabajo de sístole/diástole. Todo bombea.
Hablemos, por último del texto. ¿Qué nos ofrece en este apartado el autor Santiago Loza?
El texto es un texto ajustado al equilibrio. Nada desnortado. Bello. Hermoso. Engarzado al conjunto. Nos gusta cuando las palabras toman tierra y cuando se elevan poéticamente, cuando el drama se palpa pero siempre es roce, friccion, sin llegar al exabrupto. La obra se ve con un respingo contenido. La pieza funciona muy bien y nos persuade. Nos hace entrar en ese nido enmarañado de lo familiar.
A diferencia de muchos, creemos que la obra no es dulce sino más siniestra de lo que puede parecer en su envoltura. Si deshacemos el lazo y abrimos el paquete, creemos que Santiago Loza nos presenta un vínculo que pudiera ser visto casi como patológico. Los estudios del llamado fenómeno de la puerta giratoria en esquizofrenia demuestran que las familias y su comunicación son las que hacen que algunos miembros enfermen al no poder dar acuse de recibo a dobles vínculos repletos de paradojas. ¿Vemos en el hijo de «He nacido para verte sonreír» a una presa en un nido del que no puede escapar? ¿A un pájaro adulto que no ha podido echar a volar, más allá de las cuatro paredes de su casa, y que solo reconoce en la música, en las melodías, en las óperas, el canto de otros pájaros que, a diferencia de él, sí han podido volar en libertad?
Recordemos que en esta obra la única voz es la de madre. Con toda su parcialidad. No escuchamos al hijo, ni la versión paterna. Todo queda soterrado bajo una capa mistificada de la relación madre hijo que siempre es mitológica, simbólica y a menudo idealizada.
Quizá este hijo no tuvo más remedio que enfermar para sobrevivir a una relación fusionada, sobre protectora. El propio título hace mención a esa dependencia: He nacido para verte sonreír. Como si esa fuese toda la tarea de una madre, lejos de cualquier otra posibilidad de autorrealización. Toda la evolución de las especies del reino animal está pensada en una única dirección: hacer que sus miembros, las criaturas que se han parido, se proyecten hacia delante. Esta tarea a menudo se paraliza en la especie humana que hace más bien lo contrario: retiene, domina, vincula enfermizamente, anuda tan fuerte que no deja que los hijos, las hijas, vuelen lejos. Como decía Kalhil Gibrán: «Tus hijos/as no son tus hijos/as, son hijos/as de la vida» y el padre o la madre son solo «el arco desde el cual los hijos/as son, como flechas vivas, lanzados». Puede ser un tanto naif pero encierra una verdad bastante honesta. Aquí, ¿pareciera que la madre no existiese para alimentar a su cría sino para nutrirse de ella? Quizá, la madre ¿debería haber nacido para sonreír antes que para ver sonreír al hijo como tarea nada emancipadora? ¿Es esta, quizá, una mirada personalísima sobre la madre de esta obra por parte de quien redacta estas líneas? Puede ser. Solo otra vuelta de tuerca. No hay de que asustarse.
En cualquier caso, recordémoslo: estamos ante una obra espléndida. Altamente recomendable. Bien escrita, interpretada y dirigida.
A nosotros, nos ha encantado contemplar este nido con la mirada fascinada del ornitólogo que asiste al ritual de dos aves criadas en cautividad.
HE NACIDO PARA VERTE SONREÍR
PUNTUACIÓN: 4 CABALLOS
Se subirán a este caballo: Todos/as los/as que pongan en valor un texto sensible, unas excelentes interpretaciones y una cuidada dirección.
Se bajarán de este caballo: Definitivamente, creemos que nadie debería bajarse.
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Ficha artística
Autor: Santiago Loza
Dirección: Pablo Messiez
Intérpretes: Isabel Ordaz, Fernando Delgado-Hierro
Escenografía y vestuario: Elisa Sanz
Iluminación: Paloma Parra
Diseño de sonido: Nicolás Rodríguez
Ayudante escenografía: Paula Castellano
Ayudante dirección: Domingo Milesi y Andrea Delicado
Reseña de @EfeJota Suarez