Año 2037. El partido político «Pueblo en pie» gobierna España. La ministra de cultura de ese gobierno encarga a la nueva directora del Museo del Prado que contrate los servicios de una reputada pintora copista para llevar a cabo una reproducción/copia del cuadro «Las Meninas» de Velázquez. La elegida es una monja llamada Sor Ángela que aceptará el desafío de copiar el famoso lienzo y pasará horas en el Museo para cumplir con el trabajo descubriendo, más tarde, que se trata de un encargo políticamente envenenado.
Hasta aquí lo que podría ser un resumen de «La autora de las Meninas» protagonizada por Carmen Machi en el papel de Sor Ángela en una obra que escribe y dirige Ernesto Caballero y que se puede ver en el Teatro Valle-Inclán.
Tomemos aire. Vayamos, paso a paso, desgranando las sensaciones de esta ¿sátira?, de esta pieza de ¿teatro bufonesco? Es pronto para decidirlo.
Los asuntos que recoge la obra son variados. Por un lado el debate en torno a la idea de la copia y el original y en torno a la reflexión de si una copia puede trascender al original y apropiarse de este o si debemos observar el arte como un sancta sactorum intocable. Por otro lado, en una forma nada desapasionada y despolitizada, la invectiva política agazapada tras un falsete de humorada.
Acudamos primero al asunto de la copia. Estamos en 2037. Se nos informa al comienzo. Sor Ángela, que bien podría ser un trasunto del mediático Padre Ángel, es la monja a la que el Museo del Prado encarga hacer una copia de «Las Meninas». Una monja hechizada con la tarea de copiar a Velázquez. No hay en ella ningún sentido inicial de incomodidad ante la petición de copiar un cuadro como ese porque ella ya ha copiado muchos. Bien. Busquemos aquí un hilo del que tirar. ¿Debería Sor Ángela aceptar alegremente el encargo de copiar un Velázquez así de fácil, solo pensando en el dinero que ello pueda reportar a su congregación? Parece que no es un dato relevante para la trama, al menos para el autor. No sabemos si para el espectador.
El autor nos presenta a una mujer que compara su arte de la copia con el arte de hacer pastelitos en el obrador de su convento. No hay escollos. La copia tiene sentido. Estamos en 2037 y todo parece posible en una España que ha abrazado a un nuevo gobierno de ¿izquierdas? ¿Comunistas de la nouvelle vague? Nuevos dirigentes y personas encargadas de tutelar al país.
Aquí, Ernesto Caballero, quizá intenta hablarnos acerca de que la nueva política de «Pueblo en pie» es solo una mala reproducción de la anterior vieja política, empleando así la metáfora de la copia y el original. Incluso alude a los Chinos (no sabemos si en 20 años seguirán siendo comunistas) que lo copian todo y parecen no tener moralidad en este aspecto. La copia del cuadro deviene en salvoconducto, dentro del tratamiento del texto, para hacer una apelación directa, una crítica nada mordaz, a las nuevas maneras de entender el arte como algo vivo (sí, a las artes vivas) y se transforma en agigantado sambenito: la izquierda de «pueblo en pie» es irreflexiva, intolerante y cicatera. El arte y la cultura en sus manos parece solo servir como un medio para alcanzar sus fines. Descubriremos que «Pueblo en pie» es malo; una mala copia de todo lo anterior aumentada e imposible a de corregir. (Nos sorprende un dato revelador que nos tiene despistados: Sor Ángela no se persigna ni una sola vez en toda la obra pese a ver cómo todo su mundo Apolíneo se tambalea frente a las Dionisíacas decisiones de «Pueblo en pie» . Sospechoso).
El asunto de la copia, y todos sus maravillosos matices y potencial riqueza textual, se desdibuja por completo ante la perturbadora visión autoral de lo que nos depara el futuro (20 años vista): una mascarada en la que la nueva izquierda nos decepcionará por el lado cultural que es por donde más duele a sus votantes. La gran ofensa.
El retrato que Ernesto Caballero traza aquí es de brocha gorda. No hay matices que permitan dejar jugar a la imaginación. Todo es explicado y sentenciado y «La autora de las Meninas» se despeña por un precipicio inconcebible.
No es curiosa esta mirada occidentalizada sobre el concepto de la copia y el original. Siempre ha sido así: occidente prestigia lo original y devalúa la copia y, como dice el filósofo Byung Chul Han, «Oriente posee una mirada mucho menos esencialista sobre el asunto». Oriente no ve la copia como algo malo. Aquí, la mirada de Caballero parece haber optado por el argumento Hegeliano primero al escoger una monja, lo religioso, y segundo por ofrecer un tono tan moralista, tan poco equidistante.
Ahí, deberíamos envidiar a los Chinos, lo oriental: cercanos al pragmatismo, a la falta de esencia, al vacío, a la nada. Quizá en occidente estamos aún demasiado apegados a lo sagrado y, así visto, todo pueda parecer un acto sacrílego. Quizá deberíamos atender a las transformaciones incesantes que tienen lugar a nuestro alrededor, a cada paso, e interiorizar aquella idea de Freud de que nada es realmente original, ni siquiera nuestra propia memoria, pues incluso esta es el resultado de capas y capas, de huellas que se suman unas a otras. En este punto debemos darle la razón a Sor Ángela cuando dice que ella es la autora de las Meninas. O, más aún, a la directora del museo que dice que el cuadro no es de Velázquez sino que es de todos y cada uno de los ciudadanos y ciudadanas.
Si «La autora de las Meninas» está hablando de esto, ergo, podría ser interesante. Si lo que subyace en el texto es hablar de la necesidad de estar abiertos a los cambios, de tolerarlos y no ser tan socarrones con el asunto de la identidad, entonces podría ser atractivo. La falsificación también define la imagen del maestro. Quizá de lo que «La autora de las Meninas» quiere hablarnos es del hecho de que ¿podemos y debemos perderles el temor reverencial a los maestros porque hasta ellos fueron aprendices en su momento? La España de dentro de 20 años no será una copia de la España de ahora porque España debería ser tomada como un significante sin identidad para llenar de nuevos significados. ¿Es de esto de lo que habla «La autora de las Meninas» bajo capas y capas y capas de pintura que solo un avezado restaurador podría observar? Puede ser. O eso querríamos pensar. No obstante, la obra se desnorta muy lejos de estas coordenadas y le perdemos la pista a estas reflexiones que no dejan de ser, al final, solo espejismos. Todo lo que queda son un texto y unas actuaciones muy poco certeros.
El papel de la directora del museo y el del guarda de seguridad, resultan sorprendentemente desnivelados, afectadísimos (¿por qué han perdido todo poso de naturalidad y parecen salidos de un mal tebeo?) y hasta engolados. Es harto difícil aunar un lenguaje sedicioso con un lenguaje cándido, modo agua y aceite, y esperar que la mezcla resulte, sin que uno no quede encima del otro.
Carmen Machi sortea, como solo una actriz tan solvente como ella podría hacerlo, un papel que le hace un flaco favor. Su interpretación es paródica, trasquilada, repleta de aspavientos incomprensibles, conducida sin remedio hasta el callejón sin salida de la aflictiva hipérbole. Sabemos que su vis cómica es fantástica, desde luego, y esta actriz está superdotada para lo que le echen pero, en esta obra, su brillo no consigue sostener al texto. ¿De veras una monja, pueril pero culta, diría que Prometeo robó el fuego al «Altísimo»? ¿De veras una monja pazguata admira a Kandinsky? ¿De veras es necesario ese gag del guarda de seguridad con la linterna dentro de un bolsillo del pantalón? ¿De veras estamos en el año 2037? ¿De veras todos esos referentes culturales tipo Walter Benjamin, Duchamp, Foucault, Tristán Tzara, Warhol, etc, se nos presentan tan alejados de un discurso que los hibride?
No es sencillo escribir una comedia coherente. El humor es escurridizo cuando lo que se pretende es que este sea inteligente y sólido.
En esta obra echamos en falta, además de unas muy mejorables interpretaciones, un texto que hubiese sido más valiente para acercarnos a esa reflexión de que la idea de «lo original» está estrechamente vinculada con la idea de la verdad y que «la verdad», ese artefacto foucaltiano, es también una técnica cultural que atenta contra el cambio por medio de la exclusión y la trascendencia.
«La autora de las Meninas» nos deja un regusto amargo pues sus imprimaciones parecen estar hechas con una paletina y, sí, reconozcámoslo, esperábamos un pincel de punta más fina y redondeada, capaz de pintar, diestramente, muchos, muchos otros detalles.
LA AUTORA DE LAS MENINAS
***
Se subirán a este caballo: Aquellos/as a quienes les dé igual galopar sin silla de montura. Aquellos/as que les dé igual el fondo y las formas.
Se bajarán de este caballo: Todos los demás.
PUNTUACIÓN: 2 CABALLOS Y UN PONI
