¿Qué es la piel? No, no me refiero a la epidermis sino a la pieza que pude ver hace unos días en el Teatro Pradillo. Así llamada: «La Piel».
Estamos ante un monologo, o falso diálogo, de una actriz sola en escena. La actriz es Teresa Rivera que toma un texto de Valeria Alonso, que también dirige la pieza.
El texto avanza en actos, narrados por una voz en off, que son cuadros poéticos cargados de eso que se ha dado en llamar posverdad y de acciones que bien podríamos encajar dentro de lo performativo. Pero esto sería casi como no decir nada.
«La piel» es un embarque en un viaje por una exhumación de recuerdos. Todo es, en realidad, una exhumanción de recuerdos en nuestras vidas. Nuestra infancia, nuestras pérdidas, la música que escuchábamos, nuestros vínculos, nuestros asombros pasados, nuestras sorpresas por primera vez.
Teresa Rivera encarna una especie de rapsoda wachowskiana, de impersonaje que trata de devolverle y expeler al público su rabia, sus incertidumbres, sus categóricas conclusiones sobre la cada vez más deshumanizada sociedad del cansancio.
Para ello toma la piel como un chivo expiatorio. Para hablar de cómo nos hemos alejado de nosotros mismos, para cuestionar la tecnología y el distanciamiento que esta crea antes que el empoderamiento que comporta. ¿Hemos sustituido el contacto de la piel con la piel por el contacto de la piel con lo pulido de un smartphone? ¿Por qué las personas buscamos la intimidad en la soledad de nuestro cuarto como hikikomoris?
Sin caer en moralinas, sin caer en lo misantrópico sin más, como quien pela la piel de una manzana pero avanza hasta llegar a las pepitas, hay aquí un intento exploratorio de ahondar, de no quedarse en lugares comunes.
Pero en el fondo la piel tiene también a la vida como sustrato. Ahí es donde hay que mirar. Porque una vida está repleta de pliegues, de capas.
La piel cascada, amoratada, hidratada, avergonzada, resentida o esperanzada es solo el resultado de una ecuación en la que debe tenerse a la vida como primera lectura. «La piel» deposita su mirada sobre las contradicciones, algunas, de la sociedad que somos, fuimos o seremos.
Pese a no haber en «La piel», como tal, un relato, una trama, si podemos encontrar un fondo poético común. Esa especie de arquetipo universal que cualquiera podría entender más allá de una trama deliberadamente desestructurada. «La piel» tiene algo. Dentro. Debajo. En su subtexto.
No nos gusta vernos reflejados como comedores de mierda. Como receptáculos en los que los que se pueda verter cualquier basura. Y eso lo palpamos enseguida en la pieza. Esa crítica. Esa observación. Aspiramos a ser grandes, maduros, pero hemos dejado de olerlo todo, de llevárnoslo todo a la boca y bajamos, sin embargo, la cabeza constantemente para mirar pantallas. El fondo poético común es el mensaje que vibra detrás de cada acto de este montaje: esa abstracción que guardamos en nuestra cabeza, compuesta de luces, sonidos, olores, recuerdos borrosos o vívidos. Todo ese aprendizaje es lo único que necesitamos para entrar en la idea de la obra. Lo demás es lastre.
En la pieza, Teresa Rivera liquida sus fantasmas con brío mientras que a nosotros, espectadores, nos llama suicidas, nos advierte de las distancias que creamos a nuestro alrededor, a veces deliberadamente infranqueables, parece reírse de nuestros automatismos, con razón, nos está llamando hipócritas mientras sonreímos, nos invita a poner los dos pies lejos de la zona de confort y a rehacernos, a repensarnos y a encontrar nuestra propia crisálida olvidada de la que huimos antes de completar cualquier metamorfosis. Porque no quisimos. Porque no queremos.
Es « la piel» un canto o desencanto con la vida pero, como sea, liberador. Un espacio para la trasgresión.
Resulta curioso, eso sí, que en una obra que alude a la piel como metáfora no haya ninguna imagen o simbología referida a ese fenómeno llamado cutting que tiene que ver con cortarse la piel, hacer pequeños cortes superficiales en la misma para, según apuntan las teorías psicológicas, sentir el dolor físico y desatender la carga del sufrimiento mental.
La piel es la gran olvidada en el juego Descartiano de mente cuerpo. La gran ignorada. Cuando uno se pone a leer sobre la piel se da cuenta de lo fascinante que es. Nuestro cuerpo cambia de piel cada 28 días. Es el órgano más grande del cuerpo humano y representa en torno al 15% del peso total de nuestro cuerpo. Casi el 50% de mugre y polvo que hay en nuestras casas es esencialmente piel muerta.
Entendemos pues este alegato simbólico de la piel. La piel merecía una pieza teatral y ya la tiene. Debemos agradecerle a Valeria Alonso, su escritura, y a Teresa Rivera su capacidad de fascinación y encantamiento sobre el escenario. Su pasmosa creación de un personaje que se planta en escena a narrar una transformación personal. Su papel de una mantis religiosa que devora su propia fábula antes de morir. Pero de morir cantando, morir llegando, regresando, nunca huyendo. Una muerte, que es aquí alegre, que no duele en el alma, que no va dejando un vacío sino un reguero de claveles rojos porque es satisfactoria y, sí, sobre todo, porque viene con una nueva piel debajo del brazo.
LA PIEL
Texto y dirección: Valeria Alonso
Idea e interpretación: Teresa Rivera
Voz en Off: Andrea Trepat
Diseño de vestuario y escenografía: Elisa Sanz
Diseño de iluminación: The Blue Stage Family
Realización Vestuario: Gabriel Bessa
Realización Escenografía: Mambo Decorados
Colaboración técnica: Noelia Tejerina
Fotos: Jean Pierre Ledos
Diseño Gráfico: Guillermo Peiró
Edición Sonora y Técnica: Rodrigo Alonso
Producción: Maltrago Teatro
Comunicación: Lemon Press.
Puntuación: 3 caballos.
Reseña de @EfeJotaSuarez