EMILIA. Cuando una «O» podría cambiarlo todo.

La Real Academia de la lengua Española nace en el año 1713  a iniciativa de un aristócrata con la intención de «fijar las voces y vocablos de la lengua castellana en su mayor propiedad, elegancia y pureza». Para lema de la misma se escogería el siguiente: «Limpia, fija y da esplendor». (No, no es broma aunque parezca el anuncio de un fregasuelos).

La RAE nació con 24 sillones aunque en la actualidad sus filas cuentan con 46 académicos y académicas cuyos nuevos miembros son elegidos/as, de por vida, por el resto de los que ya forman parte de la institución. Todo muy solemne. Para hacerlo aún más solemne, a los académicos/as se les denomina Inmortales. La primera mujer en entrar en la academia fue Mª Isidra Guzmán y de la Cerda. Ocurrió en el año 1784, o sea 71 años después de la creación de la RAE, ahí es nada. Todo parecía comenzar a cobrar sentido: la RAE se abría a las mujeres aunque fuese 71 años después de su fundación.

El problema es que Isidra Guzmán, por un misterioso e incognoscible arrebato de los académicos, no sabemos si por su juventud, —pues con 17 años se convertía en Doctora y catedrática por la Universidad  de  Alcalá— pese a ser la primera mujer en acceder a la RAE, acabó por convertirse en una excepción a la regla: ninguna otra mujer accedería a un sillón de la RAE hasta el año 1979. Casi dos siglos más tarde entraba como la segunda mujer académica, tras Isidra Guzmán, Carmen Conde.

En la obra teatral «Emilia» que estos días recupera el Teatro del Barrio, la historia nos emplaza para hablarnos de otra mujer que intentó hasta en tres ocasiones su ingreso en la RAE recibiendo siempre el mismo estribillo por parte de los académicos: «No hay sitio para señoras». La RAE reconocía su valor como escritora, «su valía intelectual», le decían por carta los académicos pero Emilia terminaba en  «a». Quizás si su nombre terminase en «o», las cosas hubiesen sido de otro modo.

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«Emilia», que toma como referencia para su relato monologado a la figura de la escritora gallega Emilia Pardo Bazán, es una excelente muestra de teatro realista desde un punto de vista ético; una suerte de teatro documental que forma parte de ese proyecto/trilogía llamado «Mujeres que se atreven»: teatro sobre mujeres, escrito, dirigido e interpretado por mujeres —a la espera de ser contadas están las historias de María Teresa León y a Gloria Fuertes—. Un teatro de calidad al que nos tiene acostumbrados el Teatro del Barrio.

En el repaso de las discriminaciones por parte de las academias literarias o científicas del resto del mundo, por el simple hecho de ser mujer, no nos llevaremos ninguna sorpresa con relación a lo ocurrido en España. Marie Curie, sin ir más lejos, dos veces premio Nobel de Física y Química fue rechazada en votación a principios de siglo XX —1911— por los miembros varones de la academia científica Francesa.

«Emilia» se convierte en manos de Pilar Gómez, la actriz que le da vida, en una obra necesaria que es toda una llamada al feminismo o, se diría más, al humanismo.

Emilia Pardo Bazán, la que intentó hasta en tres ocasiones acceder a la RAE, se planta frente a los académicos para que estos escuchen sus poderosas razones para ser admitida. Así arranca la obra.

Con una escenografía minimalista, una silla decimonónica y poco más que un traje, al estilo polisón, que viste a la protagonista. Todo es evocado. Desde el bedel de la entrada de la RAE a los académicos sentados en sus tribunas siendo espoleados, apelados, por la Pardo Bazán. También los momentos más hermosos como ese en el que Emilia habla con uno de sus hijos con ternura, verdadero alegato ironizante sobre la compatibilidad de la ternura y la intelectualidad en un mismo recipiente; sobre el papel que parece habérsele reservado a la mujer en su doble rol: o eliges ser madre o eliges ser otra cosa. Y en esa otra cosa cabe no solo la elección de ser escritora, autónoma, viajada, instruida, culta, progresista, activista, sino también de ser libre en la sexualidad y en los afectos. He aquí otra de las tramas o intrahistorias de «Emilia»: cuando se nos relata la historia de amor clandestino entre Emilia Pardo Bazán y el escritor Benito Pérez Galdós.

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Las correspondencia entre ambos que solo se conserva en una dirección —la de las cartas enviadas por Emilia a Galdós— revela  cuánto de apasionados podían ser ambos. Ella ya había escrito «Los Pazos de Ulloa» y él «Fotunata y Jacinta». Sus encuentros se producían en carruajes, en viajes en los que se encontraban por Europa, siempre tratando de preservar la discreción. Pensemos qué se nos quiere narrar con estos episodios: probablemente poner de manifiesto que la sexualidad femenina era y seguía siendo una especie de animal deformado por la mirada del hombre que igual que decía que en la academia no podían entrar señoras, veía con ojos de frivolidad que una mujer se librase del yugo del patriarcado y resolviese hacer de su capa un sayo, como lo hizo Emilia Pardo Bazán con Galdós o con Lázaro Galdiano tras separarse de José Quiroga.

Aquellos tiempos en los que algunos académicos llamaban «puta» a la novelista gallega no están nada alejados de estos en los que vivimos, pese a haber dejado atrás doscientos años. Es esta «Emilia» una obra bien hilvanada y, sobre todo, bien interpretada por Pilar Gómez en muchos sentidos. Por un lado, su pose es verosímil, parece bordar a una aristrócrata gallega del siglo XIX, sus ademanes, sus ardores cuando se abanica, sus socarronerías y hay hasta talento para componer un personaje que nunca llega a caer en la caricatura incluyendo aquí la exquisita y equilibrada proeza de dotar al personaje de un acento gallego suave, delicado, armonioso, cantarín, honroso que tiene el don de nunca pasarse las línea rojas (Y esto lo escribe un gallego). Pilar Gómez está espléndida en su emoción. Para mí, las escenas de la maternidad y la evocación de la ternura junto a la escena que evoca el encuentro más subyugante de la escritora con su miquiño Galdós, son suficientes para ir a ver la obra. Por no hablar de un final agradecido, que tiene sortilegio y es poderosísimo. Todo funciona en esta «Emilia», desde el texto de Noelia Adánez y Anna R. Costa hasta la dirección en escena a cargo de esta última y la impecable actuación de Pilar Gómez.

Al salir del teatro del barrio, uno se va con la sensación de que se ha obrado esa magia solo reservada a las obras que fascinan; con la sensación de que hemos interrumpido el tiempo para poder penetrar por una grieta en el siglo XIX y, durante una hora, nos hemos acercado a una mujer guerrera, animosa, con sus luces y sus sombras; a una de esas mujeres que han compuesto el frágil entramado histórico de conquistas en femenino, de batallas ganadas a posteriori por otras tantas mujeres que, como Emilia, se resistieron a las tutelas del estado o de los hombres como si ellos fuesen la categoría y las mujeres se pudiesen reducir a la anécdota. Es «Emilia» un poderosísimo recordatorio de aquello que decía la Pardo Bazán: «No todas las mujeres conciben hijos, pero todas conciben ideas». Y, sí, la ideas concebidas en esta función son formidables.

EMILIA

Autora: Noelia adánez & Anna R. Costa

Directora: Anna R. Costa

Intérprete: Pilar Gómez

Elementos escenográficos: Teatro del Barrio
Iluminación: Raul Baena
Espacio sonoro: Iñaki Rubio
Vestuario: Ana Labrador
Peluquería: Montse Ortega
Sombrero: Biliana Borissova
Producción ejecutiva: Sara F. Valencia
Ayte. de dirección y producción: Pablo esguevillas

Puntuación: 4 CABALLOS.

 

Reseña de @EfeJotaSuarez

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