EL CÍCLOPE Y OTRAS RAREZAS DEL AMOR

«Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio».

Así comienza «El cíclope y otras rarezas del amor», obra escrita y dirigida por Ignasi Vidal que se puede ver en los Teatros del Canal hasta el 17 de septiembre de 2017.

Este comienzo prometía algo de lirismo en su arranque: partiendo del capítulo siete de «Rayuela», de Cortázar. Uno esperaría, así, que el resto de la obra se adentrase en los recovecos de las tres historias de pareja, a modo de vasos comunicantes, que desfilan por el escenario. Desafortunadamente, y muy pronto, uno se da cuenta de que este no va a ser el caso de «El Cíclope».

El asunto de las crisis de parejas y las historias cruzadas son territorios explorados en demasía. Para sacar provecho de ellos hay que ensuciarse, ser capaz de indagar en las honduras de las relaciones, de los afectos y no tener miedo a salir removido, vapuleado, pues es ese el único modo de salir airoso de un territorio, a priori, tan gastado. Jugar con el lenguaje debería ser otro requisito. Llevar el lenguaje a lo paradójico, al absurdo, acercarlo al abismo, dotarlo de nervio, apuntalarlo todo lo necesario, evocar lo poético, lo elevado y mezclarlo con lo ordinario para que, por mucho que se esté hablando de un tema universal y quizás manoseado —los celos, el miedo a envejecer, el final del amor, la infidelidad, etc—, quien lo escuche o quien lo vea reconozca el golpe de  la impronta, su ineludible veracidad.

En «El cíclope» nos encontramos no tanto con una falta de veracidad como con una falta de voluntad de indagación, de ensuciarse las manos y enfangar el texto hasta convertirlo realmente en una rareza que haga justicia al título. Al texto parece faltarle una hondura necesaria para emocionar, para remover en la butaca al espectador y dotar a la pieza de un clímax —ejercicio este tan necesario—.

Hay de hecho un anticlímax que tiene que ver con un momento hacia el último tramo de la obra relacionado con uno de los personajes que no volverá a aparecer en escena —hasta ahí podemos contar—. Llegado a ese punto, uno se pregunta cómo es posible encajar una intrahistoria tan sórdida en medio de un paisaje tan cándido. El resultado es de anticlímax pues los personajes, abocados a lo naif desde el principio de la obra, no son capaces, siguiendo el texto, de hacer otra cosa que volver a la superficialidad. Es difícil de entender la falta de empatía cuando se asiste a este capítulo en la obra. Los personajes se retratan con indolencia y eso lastra toda la historia.

Cuando uno se acerca los retratos de la pareja a través de un buen texto/guión encuentra que estos están dotados de ese elemento inasible, inefable, una suerte de maquinaria invisible, que los hace avanzar sin demora hacia lo sublime. Hallar esa mixtura exacta y contrarrestada entre ingenuidad y abismo, sin sobredosis de ninguno de los dos tipos, parece una proeza.

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En «El cíclope», el ritmo se hace monótono y absolutamente regular, lineal pese a jugar al ouroboros. Aquí la serpiente se muerde la cola, sí, pero a esta serpiente alguien le ha sacado todo el veneno.

No hay interpretación que amortice el conjunto, con la excepción de la de una Eva Isanta más correcta que el resto. Estamos convencidos de que, pese a su vis cómica, posee voltaje suficiente para el drama.

La puesta en escena se convierte en una enorme rayuela a modo transformer, trabajo de Curt Allen Willmer y es original, desde luego. Las coreografías de los personajes pasan fundamentalmente por levantar y encajar las piezas de un suelo móvil pues en el resto de la interpretación en escena se nos presentan más bien planos; les falta pujanza, capacidad de evocar.

Decía Julio Cortázar: «Yo creo que desde muy pequeño mi desdicha y mi dicha al mismo tiempo fue el no aceptar las cosas como dadas. A mí no me bastaba con que me dijeran que eso era una mesa, o que la palabra «madre» era la palabra «madre» y ahí se acababa todo. Al contrario, en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mí un itinerario misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba».

Ojalá este cíclope de Ignasi Vidal tuviese la fuerza de los seres mitológicos, su brío, su atrevimiento, sus rarezas.

Ojalá este retrato del concepto «pareja», que el autor Barcelonés hace en esta obra, fuese un itinerario —mucho, mucho, mucho, más misterioso del que nos ofrece— y se hubiese atrevido a franquear, a atravesar, todo ese enorme parapeto de convencionalismos y tópicos que rodean a la palabra pareja sin miedo a estrellarse. Solo cuando no se aceptan las cosas como dadas es cuando surge la literatura, parece decirnos Cortázar. Solo cuando no se aceptan las cosas como dadas puede surgir también el buen teatro.

 

EL CÍCLOPE Y OTRAS RAREZAS DEL AMOR

Autor y director: Ignasi Vidal

Reparto (por orden alfabético): Manu Baqueiro, Daniel Freire, Eva Isanta, Sara Rivero, Celia Vioque

Ayudante de Dirección: Antonio Rincón-Cano

Iluminación: Sergio Gracia

Escenografía: Curt Allen Wilmer (aapee) en colaboración con Leticia Gañan (estudioDedos)

Música:  Marc Álvarez

Vestuario: Bea Carballo

Diseño gráfico: David Ruiz

Prensa: Daniel Mejías.

Una producción deEMILIA YAGÜE PRODUCCIONES / OLYMPIA METROPOLITANA  / UNAHORAMENOS

Reseña de @EfeJotaSuarez

Puntuación: 2 Caballos

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