INCENDIOS: el perdón como cortafuegos.

Wajdi Mouawad revela de sí mismo que siempre le han gustado los pájaros. Que su niñez sigue anclada en Líbano, sus andares son de nómada, no acostumbrado a asentarse. Diría de él mismo que es griego porque ama a Aquiles, a Hércules, a Antígona y tantos otros. También judío, un poco, por su amor a Kafka o a Jesús. Musulmán, claro, por su lengua materna y Cristiano, por Shakespeare, por Giotto. Le molesta que le pregunten si es que está obsesionado por el asunto de la identidad: el preguntarse qué es. No se hace esas preguntas habitualmente. Le da más miedo perder la pureza, la pasión, con el paso de los años. Todo esto y más lo contó en una entrevista que concedió a Laurence Liban.

Wajdi Mouawad es el autor de «Incendios», obra dirigida por Mario Gas que se puede ver en Teatro de La Abadía hasta el mes de septiembre.

De ella se ha hablado tanto que es difícil establecer un punto de vista diferente, inusitado.

Comencemos por la sinopsis: una mujer ha fallecido y ha dejado hecho un testamento. Sus dos hijos, mellizos, reciben sendas cartas de un notario. Cartas que les llevarán en la búsqueda de su padre y de un recién descubierto hermano que ignoraban tener.

Muy resumidamente, el autor plantea como detonante de la historia este episodio, in media res, desde el que todo comienza a ramificarse y a multiplicarse, en estructura rizomática, como en las tragedias más escrupulosas. Con todo, por mucho que «Incendios» eche raíces en Sófocles, lo cierto es que sus frutos son posmodernos, una recreación de lo sagrado, de lo clasicista, pero tamizado.

A Mouawad no le gusta que le pregunten por el tema de la identidad aunque cualquiera lo diría al ver «Incendios» pues la pieza parece sustentarse en este eje pero, en realidad, si nos fijamos bien, si nos concentramos bien, observaremos que la pregunta no es sobre la identidad, sobre el «qué soy». No.  «Incendios» trata de responder a un  «quién soy»,  a un «quiénes somos» y en qué podemos convertirnos en el devenir de una existencia. El autor libanés explora las quiebras que se dan en lo cotidiano, quiebras que nos hacen tomar decisiones, salir de las encrucijadas para entrar a otras y así sucesivamente. Todo es una reflexión sobre el origen. Parece que el autor estuviese indagando sobre su propia historia de nómada. Suponemos que un exiliado, igual que un adoptado, siempre persigue ese viaje al punto de partida. Y así es.

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«Incendios» forma parte de una tetralogía compuesta por otras tres obras: «Bosques», «Litoral» y «Cielos». Las cuatro piezas componen un conjunto con muchos denominadores comunes. Uno de ellos es la irrupción de lo sagrado en una vida ordinaria. Esa es una de las quiebras.

Los dos hijos que reciben el testamento de su madre viven sin mucha materia extraordinaria en sus vidas. Uno de ellos es aspirante a boxeador y, la otra, una joven que hace su doctorado en matemáticas. Lo sagrado irrumpe en forma de dos cartas que su madre les traspasa con el encargo de entregar esas cartas a dos destinatarios que parecen ocupar un lugar casi mítico: el padre desaparecido que pensaban que estaba muerto, y quizá no lo esté, y la revelación de que tienen un hermano del que nunca habían oído hablar y al que han de entregarle la otra carta.

Es de este modo como irrumpe lo sagrado en su cotidianidad. Lo sagrado en términos existenciales, como una ruptura de la linealidad, de la causa y el efecto, como una ruptura de la lógica; una alfombra que alguien nos quita, de golpe, bajo los pies.

No hay nada más teatral que una búsqueda, un caminar hacia los orígenes, como si los orígenes fuesen un oráculo que se alejase cada vez que damos un paso hacia ese horizonte. Un eterno retorno cimentado sobre la base de preguntas y respuestas que son como llaves que abren pesadas puertas.

Mouawad abre la jaula a estos dos hermanos y los echa a volar hacia lo incógnito. Su vuelo no es errático, es providencial. En la obra hay una escritura poética, sencilla, repleta de ecos, de estelas, que recuerdan a sus otras obras, no solo a las de la tetralogía sino a obras como «Un obús en el corazón». La guerra es un personaje más, trenzado en palabras, hecho drama e historia. Igual que en otras de sus obras, Wajdi Mouawad coloca al espectador frente a frente con el dolor de las guerras, de las masacres, de lo inhumano, en un claro ejercicio de ética de la crueldad. De nuevo, aquí vemos la imagen de un autobús ardiendo, lleno de mujeres, de niños, de ancianos. De nuevo está la figura de la madre y el autor parece hacer un homenaje a todas las madres, a todas las mujeres que son las fuertes, las abnegadas, las hercúleas en esta odisea de la vida de dos hermanos que es, al final, la odisea de un pueblo, de una humanidad.

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Hay tantas lecciones en Incendios que sería largo de relatar al buscar en el subtexto. Una de las lecciones principales guarda relación con la premisa del perdón o, si se prefiere, de perdonarse a uno mismo. Sin duda esto proviene de un sentimiento personalísimo del propio autor. Wadji Mouawad comenta en numerosas entrevistas que a él le inocularon el odio desde pequeño, en una de esas transmisiones inter-generacionales que también son patentes en la obra, de madre a hijos, de abuelos a nietos. El autor confiesa, en una entrevista a un periódico, que dentro de él hay un insecto detestable y que no puede matarlo pero sí domesticarlo. Ese insecto del que habla, que es el odio, está también en «Incendios». El odio al que no profesa tu mismo credo, el que no tiene tu misma raza. Y de ese odio procede la catarsis reparadora y edificante que es esta obra porque la lección no es que debemos odiar, sino que debemos aprender a domesticar nuestros odios más intensos.

El personaje del hijo aspirante a boxeador es un claro alegato a favor de encontrar métodos más sublimes de luchar en la vida que dándonos puñetazos. El personaje de la hija, estudiando doctorado en matemáticas, supone la metáfora en torno a cuánto de irresoluble hay por mucho que siempre nos hayan dicho que uno más uno suman dos. La figura de la madre, en su juventud, es el retrato/homenaje a una nómada, a una mujer cuya abuela le pidió que aprendiese a escribir y leer para, llegado el momento, volviese a tallar una inscripción en su lápida sin nombre. Este personaje, que aparece en una serie de flashes que nos van desvelando el pasado, los orígenes, nada tiene que ver con la madre que los hermanos creían tener pues, de mayor, de anciana, se convirtió en una madre silenciosa, callada, hermética. La madre es la que porta el rol más mitificado de todos, la madre que reúne las luces y las sombras, todas ellas. Los demás personajes no dejan de darle hondura al texto, a las acciones que suenan a batir de alas.

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Destacaría, sobre todas las interpretaciones, una soberbia. La del actor Ramón Barea: absolutamente gigantesco. El que mayor dramatismo y sentido del humor conjuga, el que más humanidad, más luz y más pureza ostenta. Según tengo entendido, hay quienes dicen que en la traducción del francés al español se pierde cierto tono de sentido del humor en el papel del notario que representa, entre otros, magníficamente Ramón Barea. No sé si eso es así en realidad puesto que a este actor no le faltan resortes. Su ternura en escena es de tal grado que es imposible no quedarse boquiabierto. En sus diferentes roles sentencia, desenreda nudos, logra capturar la mecánica de cada personaje y es pura entrega. Desde luego hay otros parlamentos que son emocionantes, monólogos, soliloquios, descarnados, intensos, de esos que hacen que suene la saliva al pasar por la garganta. Tragar saliva es de valientes, dice la madre, Nuria Espert, otra de las actrices que en esta tragedia apabulla con sus maneras. Su papel de abuela abre una brecha en cualquier corazón y sus parlamentos compasivos, en sus confesiones ante un tribunal, alcanzan el paroxismo.

No hay un solo actor o actriz que no esté a la altura en este «Incendios» que dirige, como un albatros, Mario Gas. La escenografía de Carl Fillion impecable, sin un solo «pero»; ni uno. Carlota Olcina, Laia Marull y Lucía Barrado están fantásticas al igual que equilibrados en sus papeles Álex García, Alberto Iglesias y Germán Torres.

Todos los que salen en escena son pájaros volando en este cielo que ha pintado para ellos Wajdi Mouawad con sus palabras; pájaros asustados, lejos de sus nidos quemados, incendiados, buscando un refugio en un mundo ilegible, en un mundo dolorido y doloroso; un refugio que, al final, siempre está en las palabras, en tres de ellas, fundamentalmente: aprender a perdonar. Pues solo el perdón apaga los incendios del alma.

 

INCENDIOS

Autor: Wajdi Mouawad.

Director: Mario Gas.

Intérpretes: (Por orden de aparición)

Ramón Barea: Hermile Lebel, El Médico, Abdessamad, Malak
Álex García: Simon, Wahaba, El guía
Carlota Olcina: Jeanne
Alberto Iglesias: Ralph, Antoine, Miliciano, El conserje, El hombre, Chamseddine
Laia Marull: Nawal joven
German Torres: Nihad
Nuria Espert: Jihane, madre de Nawal, Nazira, abuela de Nawal, Nawal
Lucía Barrado: Elhame, Sawda

Traductor: Eladio de Pablo
Escenografía: Carl Fillion
Escenógrafa asociada: Anna Tusell
Vestuario: Antonio Belart
Videoescena: Álvaro Luna
Espacio sonoro: Orestes Gas
Iluminación: Felipe Ramos
Productores delegados: Paco Pena y Alicia Moreno
Producción: Pilar de Yzaguirre / Ysarca SL

PUNTUACIÓN: 5 CABALLOS

Reeña de @EfeJotaSuarez

autor

 

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