Decía Enrique Jardiel Poncela que intentar definir el humorismo es como pretender atravesar una mariposa usando a manera de alfiler un poste de telégrafos.
Intentar definir su humor es una tarea igual de compleja pues su obra está repleta de ingenio, inteligencia, dosis de medida trascendencia y todo ello oculto, subrepticio, bajo el parapeto de la risa.
El Teatro Galileo programa estos días tórridos, de tormentas de verano y altas temperaturas, en su terraza al aire libre, la obra «Cuatro corazones con freno y marcha atrás» del escritor madrileño.
Jardiel Poncela sigue siendo un desconocido para buena parte del público. Uno de esos autores que han vivido a la sombra de otras figuras como Mihura. No obstante se puede decir de él que fue escritor prolífico, hombre de fuerte temperamento capaz de hacer fruncir el entrecejo a griegos y troyanos —tanto republicanos como el propio Franco lo censuraron y le dieron la espalda—, hombre que fue contratado por la FOX americana como guionista y cruzó el charco para trabajar en Hollywood antes que nadie, y también errante, exiliado de España en Francia o Argentina.
Muchas veces le ha perseguido el estribillo de los rumores de ser hombre de derechas, misógino, aunque el paso del tiempo parece estar haciendo con él las paces y agigantando su legado teatral. Una sala del Teatro Fernán Gómez lleva su nombre y un prestigioso premio de la SGAE también. Igualmente, cada año se editan nuevos títulos que sus nietos y familiares atesoran.
Mucho de su talante humorístico y su filosofía de la risa frente a la verdad es un claro débito a Gómez de la Serna o al mismísimo Óscar Wilde aunque, según cuentan, «Cuatro corazones con freno y marcha atrás» debe su inspiración por parte de Poncela a la obra de Pierre Camí llamada «Los caballitos misteriosos», en la que se narra la historia de tres ancianos que dan marcha atrás sus vidas y consiguen llegar a la infancia (lo que viene siendo un Benjamin Button).
En la obra se nos cuenta que tras fallecer el tío de uno de los protagonistas aparece una suculenta herencia que no podrá ser cobrada hasta que pasen sesenta años. Es decir, cuando los herederos hayan muerto de viejos. No obstante, un doctor amigo de la familia ha descubierto una pócima: unas sales que otorgan la vida eterna y el rejuvenecimiento.
Hablar de la inmortalidad en el año 1936 resultaba iconoclasta y nada aburguesado. Jardiel Poncela hace un ejercicio de salto con pértiga y trae a la reflexión filosófica el tema de la muerte. La inmortalidad no es más que una excusa para hablar de la vida dilatada, dilatándose, de la deshumanización cuando todo se eterniza y del deseo irremediable y paradójico de poner punto y final a la existencia por mucho que deseemos vivir para siempre.
Si uno se adentra en la biografía de Poncela observa que hay en su escritura un poso de meditabunda y disimulada filosofía. El autor leía a Heideger, a Shopenhauer, a Sartre y, como no, a Ortega y Gasset. Jardiel Poncela haría famoso el Jardielismo: el empleo del sentido del humor y la comedia en el teatro que se empezaba a escribir en España tras su fallecimiento. Es más, Jardiel Poncela se anticipó a Ionesco o a Adamov en la comicidad dramática y su influencia traspasó fronteras: los juegos de palabras, los diálogos absurdos, las realidades inadmisibles y extravagantes conforman el Jardielismo.
Jardiel Poncela fue una suerte de outsider en la España de su generación, un hombre que vivió el final de sus días con amargura según relatan sus biógrafos, acuciado por un cáncer y por las deudas, por la soledad.
Hay que preguntarse de dónde procede esa falta de didactismo en sus obras, esa gratificante falta de apetito por la moralina y agradecerle siempre el oficio de cómico, de humorista, estando, con su escritura, a la altura de los Hermanos Marx o de Chaplin.
Gabriel Olivares, dirige esta puesta en escena de la obra de Jardiel Poncela en el Teatro Galileo. Director de obras como Burundanga o la reciente «Our Town» —texto del maravilloso Thorton Wilder en quien de algún modo he pensado al ver «Cuatro corazones con freno y marcha atrás», evocando para mí «La piel de nuestros dientes»—, Olivares plantea un respeto fiel al texto de Jardiel Poncela pero asume una puesta en escena descompensada que hace caer la historia del lado de la caricatura en muchos momentos antes que del lado del humor o la sátira.
No se comprenden algunos interludios musicalizados que rompen el encanto de un texto absolutamente atemporal que no precisa de deus ex machinas en forma de ritmos de los Village People. Quizás ese tipo de artefactos están pensados para un contexto como el de la terraza de Teatro Galileo, pensados para un teatro al aire libre, de verano y para el divertimento del público, pero, desgraciadamente, rompen la fina ironía de la obra y la sepultan bajo una gruesa capa de olor a perrito caliente y tintos de verano.
Hay una maravillosa sazón en el recuperar a Jardiel Poncela y hacerle justicia como autor y este hecho es de por sí bienvenido. Hay entrega en los actores y actrices que se suben al tablado de la terraza del Teatro Galileo; hay ganas de agradar, destacando Chusa Barbero en su papel de Hortensia, la poeta que parece haber salido de una película del Woody Allen de Poderosa Afrodita y César Camino, el cartero, cuya agilidad es proporcional a su comicidad sobre el escenario. Ambos destacan sobre un conjunto coral pero, aún con todo, podría decirse que falta apariencia, catadura, quizás, y uno toma conciencia de lo difícil que es actuar dándole sentido a los textos, voraces y surrealistas, del autor.
En escena, la obra va ganando pulso hacia el final pero hay que reconocer que se desvanece la esencia del teatro y del texto al introducirlo en una especie de barbacoa al aire libre. El espacio no resulta idóneo pues cuando la atención se divide, la ejecución se resiente.
Con todo, póngase el foco en los aciertos, que los hay, y están en su mayoría en el tercer acto, colofón de una obra adelantada a su tiempo, de un autor capaz de reírse de sí mismo y de los demás, no en este orden.
La risa frente a la verdad, como mantra Jardeliano, parece un buen mantra. Sin embargo, no se trata de buscar ninguna verdad en sus obras pues de lo que se trata es de reírse de todo, de absolutamente todo: el amor, la pareja, los avances científicos, la ciencia, los médicos, las guerras, la angustia existencial, sí, y de la vida eterna o de la muerte, ambas incluidas.
El humor no se parece a la verdad, no tiene que parecerse, es otra cosa. El humor es fantasía, es revelación, es epifanía, es alegato y escape, es burbuja, es disparate. La risa frente a la verdad, de nuevo, porque la verdad, como decía Jardiel Poncela, se parece bastante a la falta de imaginación.
CUATRO CORAZONES CON FRENO Y MARCHA ATRÁS
Autor: Enrique Jardiel Poncela
Dirección: Gabriel Olivares
Reparto: César Camino, Álex Cuevas, David García Palencia, Chusa Barbero, Patric Martino, Silvia Acosta, Eduard Alejandre, Esperanza de la Vega, Pedro Forero, Asier Iturriaga, Guillermo Sanjuán, Mateo Rubistein
Ayudante de Dirección: Venci D. Kostov
Producción: Gaspar Soria
Escenografía y vestuario: Marta Guedán
Vestuario: Claudia Pérez
Iluminación: Carlos Alzueta
Espacio sonoro: Ricardo Rey
Asesores de movimiento: Diana Bernedo, Andrés Acevedo
Asesores de voz: Yolanda Ulloa
Fotografía: Nacho Peña
Diseño Gráfico: Alberto Valle / Hawork Studio
Distribución: Iñaki Díez
Reseña de @EfeJotaSuarez
Puntuación: DOS CABALLOS