Una carencia ocupa el núcleo de nuestro ser. Una carencia que pasaremos intentando negar el resto de nuestras vidas. ¿A quién no le cuesta asumir ese leitmotiv Lacaniano de que el sujeto es básicamente nada? Que somos nada.
A Nagore —Nuria Mencía— le ha dejado su pareja hace ya un año y no es capaz de levantar cabeza. Le cuesta asumir que la vida ha de seguir sin esa persona con la que convivió tantos años. Para que Nagore se recupere, su madre, —interpretada por Verónica Forqué— se ocupará de que se relacione con gente que ella conoce: un profesor de yoga, el hermano de este, fisioterapeuta, el hijo del profesor de yoga y su novia.
Este es el arranque de La respiración, obra de Alfredo Sanzol, que de nuevo está en el Teatro de La Abadía, tras el éxito en los recientes Premios Max de teatro donde Nuria Mencía se llevó el galardón a la mejor actriz protagonista junto al premio a la mejor autoría teatral para Alfredo Sanzol.
A Nagore —una suerte de alter ego del autor en la obra— le ocurre eso de lo que hablaba Lacan: que se siente vacía, que siente la nada, que está hecha un guiñapo porque se siente incompleta. Sí, de acuerdo, está su niña de cinco años y su madre que la quiere mucho pero, fundamentalmente, se siente sola y a punto de derribo.
La respiración es una comedia y no, tranquilidad, no habla de Lacan. Pero es también, pese a pivotar sobre un artefacto cómico autoconsciente capaz de reconocerse en el exabrupto y el delirio, una obra apuntalada por turbaciones reconocibles en cada uno de nosotros: la soledad, la infidelidad, el rehacer una vida desde cero, la reconquista de la intimidad, la fortaleza de autoconcepto.
Nagore desea estar de nuevo completa, pasear de la mano con alguien, formar equipo con alguien, y sobre todo dormir, sí, volver a respirar, dejar de hiperventilar.
El problema de Nagore es que ese equipo que desea formar con alguien tras su ruptura pasa por estar de nuevo con su ex, del que no se ha podido olvidar. Le toca hacer el duelo pero no sabe cómo —o no puede o no quiere—. Todos conseguimos identificarnos enteramente en ese arquetipo que personifica Nagore: el que es abandonado, el que es dejado, al que un día le dicen: «ya no te quiero, esto se ha acabado, tenemos que hablar». Cualquier variación de la fórmula conduce al mismo lugar: la desilusión.
Nagore está desilusionada y es ahí donde entra su madre con su coro griego de amistades a las que su hija irá conociendo de un modo acelerado, como quien aprende un idioma con mil palabras. Un coro griego que, descubriremos a lo largo de la función, tiene un objetivo terapéutico: conseguir que Nagore encuentre su camino de baldosas amarillas o que regrese al otro lado del espejo donde habitan los Alfredos.
Sanzol pone sobre la mesa el asunto de la recuperación, de la cura. ¿Cómo se logra tras un trance como el de una punzante ruptura? Esta pregunta se responde a lo largo de la pieza y he de decir que el giro ideado en La respiración funciona exquisitamente como potentísima metáfora de unas cuantas cosas. Entre ellas, la de la crítica a una sociedad que enseguida cae en aquello de consejos vendo pero para mí no tengo. La quimérica y singular pandilla que arropa y seduce a Nagore, capitaneada por su madre, presenta la forma de una especie de organismo unicelular que, a pesar de ser partidario del hedonismo y del poliamor homosensual, acaba demostrando que la individualidad no está en peligro de extinción. Es este grupo de personas, este coro griego seductor, el que ayuda a Nagore a dividir su atención haciéndola salir por un rato de su madriguera preparada para el automartirio.
Podríamos imaginarnos a Nagore escuchando canciones de Nacho Vegas o de Simon & Garfunkel semejante a una suerte de Bridget Jones escuchando el “All by myself” de Celine Dion pero, ay, cuando Nagore conoce a los amigos de su madre descubrirá canciones cantadas con el guitalele —una mezcla de guitarra y ukelele—, descubrirá el yoga, descubrirá que la pareja es algo limitante y castrador, que no hay que buscar a alguien que nos complete porque ese alguien está buscándonos a nosotros y, mientras, podemos dejarnos llevar y dejar de sufrir por una ruptura y “reír” a placer, disfrutar de la anarquía relacional, pensar aquello de ¿por qué un único amor cuando se pueden vivir varios amores únicos? Podemos idealizar y atravesar esa fantasía y meternos en ella y sentir que el dolor solo era una fantasmagoría. Todo vale para lograr recuperarse y seguir viviendo. La desilusión, entonces, se convierte en un explosivo a desarticular. De pronto Nagore se ve engullida por la voracidad del amor, por lo Dionisíaco de unos personajes que han entrado en su vida Apolínea para decirle que es maravillosa como mujer, como persona, para decirle que es guapa, deseable sexualmente, que vale un potosí, que amar solo a uno es cosa de locos y que se permita construir para lo inesperado.
Cuánto de verdad hay en este coro griego: una elocuente metáfora de esa sociedad que se autoengaña para conseguir autoayudarse, de esa sociedad que se resiste al malestar porque cree que así se blinda, parapetada en la idealización, negadora del dolor. No obstante, he aquí el delicioso epílogo de Sanzol en este texto, atravesar la fantasía y autoengañarse es solo un mecanismo de defensa y aprendizaje temporal para sacar la cabeza del agua y respirar, respirar, respirar. Nagore se percatará de que ese coro griego apunta al sol y ella ha estado mirando al dedo.
Todos los actores y actrices están equilibrados dentro de los momentos de disparate o dentro de aquellos que se alejan de lo naif. Destacan Nuria Mencía, en el papel principal, la que lleva el peso pesado de una mujer somatizadora, abrumada, confusa. Posee vis cómica y una gestualidad veloz, diestra para la autoparodia. Lo más lastrado de su interpretación quizás sea el tono de la voz, por momentos más próximo al de una cundera del barrio de Embajadores que al de una abogada de nivel medio alto. Nuria Mencía gana cuando modula ese tono. En cualquier caso, está espléndida en su conjunto, forcejeando con sus propios demonios. Destacaría también a José Ramón Iglesias, el fisioterapeuta, que se muestra henchido y vigoroso en todos sus apariciones pero especialmente brillante en el fragmento en el que relata que se ha encontrado en la cuesta de Santo Domingo a su ex pareja besándose con su nueva relación. También Verónica Forqué resulta maravillosamente eficaz en su papel de madre intermitente, inconfundible en sus modulaciones. Martiño Rivas resulta más esquemático, prefijado en un cliché que posibilita poco margen de maniobra pero se le ven ademanes cuando intenta bracear contracorriente. Pietro Olivera y Camila Viyuela están muy equilibrados y no rechinan en un conjunto que sabe respetarse y escucharse en escena.
La idea de Alfredo Sanzol de jugar en La respiración con lo fantástico, con la ilusión de alternativas, es caballo vencedor en esta pieza. Si no fuese así, sí colegiría las críticas que he leído en otras reseñas tildándola de excesivamente ingenua por momentos. Pero Alfredo Sanzol resuelve con pericia y la obra salta con pértiga sobre esas profusiones o ñoñerías y no se ve lastrada. Todo encaja hacia el final y comprendemos la ingeniería. (Definitivo punto de inflexión el momento del sacacorchos: esa especie de regreso a Kansas de Nagore).
Sanzol nos ha hablado, durante una hora y cuarenta minutos, de la cura de la desilusión. Una cura que demanda que uno mismo pague su propio rescate, igual que lo hizo el Barón de Münchausen cuando cayó en una ciénaga con su caballo: tirando de su coleta y levantándose a sí mismo porque no había nadie alrededor para ayudarle.
Sanzol nos habla de que uno, al final, debe tomar responsabilidad, hacerse autoconsciente y descubrir que para que deje de doler hay que aceptar el dolor, permitir el desencanto.
La cura de la desilusión supone atravesar la fantasía y reconocer que la mayor parte de las veces la existencia se parece a una ficción que, sí, felizmente, podemos reescribir las veces que haga falta.
LA RESPIRACIÓN
Autor y director: Alfredo Sanzol.
Intérpretes: Verónica Forqué, José Ramón Iglesias, Nuria Mencía, Pietro Olivera, Martiño Rivas y Camila Viyuela
Música: Fernando Velázquez
Escenografía y vestuario: Alejandro Andújar
Diseño de iluminación: Pedro Yagüe
Diseño gráfico y fotografías: Javier Naval
Ayte. de dirección: Laura Galán
Ayte. de producción: Sara Brogueras
Producción ejecutiva: Jair Souza-Ferreira
Director técnico: Alfonso Ramos
Construcción decorado: May Servicios
Realización vestuario: Ángel Domingo / María Calderón
Dirección de Producción: Nadia Corral / Miguel Cuerdo
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Reseña de @EfeJotaSuarez