UN OBÚS EN EL CORAZÓN. Cómo aprender a cabalgar el propio tigre

Un hombre recibe una llamada en mitad de la noche. La llamada es de un hermano que le dice: ven. Y el hombre va. Todo el resto de la historia es el monólogo de ese hombre que va; que acude a la llamada de su hermano porque su madre está muriéndose y debe ir al hospital a visitarla en sus últimos momentos.

Estamos ante Un obús en el corazón: texto del autor Wajdi Mouawad, uno de los dramaturgos más habilidosos para penetrar en la conciencia humana y en el sufrimiento.

Wajdi Mouawad escribe en esta obra sobre la muerte, sobre los que se van y los que nos quedamos y sobre esa encrucijada en la que nos sitúa la pérdida de alguien tan importante en nuestra vida como lo es una madre. Escribe también acerca de las guerras, de la infancia, de los miedos, de hacerse adulto y de confrontar el vértigo del sinsentido de una humanidad aquejada. Teatro rima con piromanía, ¿no es así?

Sobre el escenario de los Teatros Luchana, representando este excelente texto, el actor Hovik Keuchkerian. Mitad libanés, mitad español, el actor se mete en el pellejo de un hombre atribulado, fuerte, apabullante, un hombre que pinta cuadros y que se enfrenta a la muerte de su madre como el que se enfrenta a un careo con sus temores más atávicos.

Sabe bien Wajdi Mouawad adentrarse en las relaciones familiares con solvencia, llegar hasta ese epicentro de donde emana la emoción y lo universal y transmitirlo para hacer que quien lee o asiste a la representación de sus textos se sienta interpelado y no pueda huir de ese rapto que asestan sus palabras.

Mouawad parece decirnos que la muerte es una suerte de exilio, y que todos sentiremos esa sacudida en forma de destierro que supone perder a una madre. Todos tenemos que enfrentarnos a ello y lo mejor es hacerlo con lucidez, sin terrores abstractos, sin miedos, quizás heredados de la infancia, donde la madre siempre es vista como un ser hermosísimo, eterno, imposible de derribar que, al llegar la vejez, nos coloca en la tesitura del espanto de aceptar que todo se termina. Ese resquebrajamiento cuando se descubre que todo lo que parecía cierto no lo era.

A esta historia hay que sumarle que la madre aquí ha cambiado su cuerpo, su fisionomía, fruto del cáncer que está a punto de llevársela y el hijo se enfrenta además a ese doloroso ejercicio de recordar a la madre que fue, su rostro hermoso, su jovialidad, su belleza antes de ser velada por la enfermedad.

Aquí se congregan varios temas —esa idea del autor de la búsqueda de nexos universales­—: la pérdida de la madre o el implacable deterioro que comporta la enfermedad sobre nuestros cuerpos. Ante ellos, es imposible no conmoverse o autocompadecerse. Y luego está, de fondo, como la hierba que crece en un jardín rodeando a las plantas con flor, el tema de la guerra. El tema de la incomprensible mezquindad humana, de lo más abyecto que hay en todos nosotros. Todo ello compone un monólogo de una belleza flagrante.

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Podemos agradecerle al autor su relato, desde luego, pero hay que señalar que la dirección —de Santiago Sánchez— y la interpretación — de Hovik Keuchkerianhan sabido acercarse a lo encomiable en este viaje del antihéroe.

Sobre la escena un tipo de envergadura de boxeador, con semblante troquelado por la propia vida, de sobria indumentaria, con voz de niño y de hombre, con gestos comedidos y saturados de turbación, vibrante cuando susurra, delicado, visceral, capaz de la entrega más absoluta, un actor que se fusiona con el texto de tal manera que es tan difícil de separar como separar al bailarín  del baile; embriagador cuando le toca, Hovik Keuchkerian lleva el monólogo, nada sencillo de ejecutar, con una eficacia incontestable. Transmite con tal acierto que uno querría seguir escuchándole más y más.

Su interpretación es de esas que consiguen evocar con gran fuerza de tal forma que aunque sobre el escenario solo haya un sofá-cama, el público podrá ver un autobús en llamas, una mujer fantasmal con una pata de palo, una manada de lobos, una sala de espera de un hospital desolador, un papá Noel inquietante, un niño montando en patinete; podrá ver la guerra, oler la metralla, sentir un nudo en el estómago, poner cara a la voluntad de un hombre que hace recuento de batallas perdidas y, por descontado, sentir que la emoción anega la sala.

No estamos ante un texto triste sino sublime por lo bien que entremezcla lo trágico con lo prosaico. El personaje tiene humor y humanidad. Así pues, hay momentos para la sonrisa como los hay para la mirada escarchada.

Si hay algo que Mouawad hace —en este páramo de las historias posmodernas que a menudo disuelven las tramas como azucarillos— es contar historias que son reconocibles y están bien urdidas privilegiando el texto y su poética frente a la dirección escénica.

Ha dicho Wajdi Mouawad en alguna entrevista que: «somos casas habitadas por un inquilino del que no sabemos nada». En Un obús en el corazón, el protagonista es ese inquilino dispuesto a salir de su pequeña salita interior tranquilizante y a explorar los pasadizos que conducen, quizás, hasta el lugar donde viven los tigres con dientes de sable. Pero eso es la vida: encontrar a tu propio tigre con dientes de sable y, algún día, aprender a cabalgarlo.

Un obús en el corazón

Autor: Wajdi Mouawad

Dirección: Santiago Sánchez

Intérprete: Hovik Keuchkerian

Escenografía: Dino Ibáñez

Vestuario: Elena Sánchez Canales

Diseño de iluminación: Rafael Mojas

Diseño de sonido: José Luis Álvarez

Proyección audiovisual: David Bernués.

Construcción escénica: Esteva S.A

Realización de vestuario: Esther Moreno

Diseño gráfico: MINIM comunicación

Fotografía: Owain Shaw

Imágenes de cartel: Sergio Frías y Octavio Ruiz

Producción: Ana Beltrán

Prensa y comunicación: María Díaz

Distribución: Emilia Yagüe

Agente teatral del texto: Simard Agence Artistique Inc.

Reseña de @EfeJotaSuarez

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