Esther, Anna y el pequeño Johan (hijo de esta última y sobrino de Esther) han tenido que detenerse en una ciudad en medio de un viaje en tren que estaban realizando de vuelta a su país. El lugar en el que se bajan, porque Esther se encuentra enferma y necesita hacer un descanso unos días, es un lugar que está en guerra. Una guerra civil. Los tres se hospedan durante unos días en un pequeño hotel en el que no hay huéspedes. Todo resultará bastante decadente e inhóspito para las dos hermanas, pero no tanto para el pequeño Johan cuyo asombro por cada detalle pone algo de esperanza.
Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «El silencio» (Tystnaden) que, con dramaturgia de Ben Kidd y Joel Nordström y dirección a cargo de Bush Moukarzel (de la compañía «Dead Centre«), nosotros pudimos ver en la Sala Roja de los Teatros del Canal, en Madrid.
Bergman comentaba sobre su película «El silencio» que:
«No debe haber ninguno de esos efectos oníricos antiguos y trillados, como visiones difuminadas o fundidos. El film al completo debe presentar el aspecto de un sueño».
No sabemos si la compañía Dead Centre, fundada en 2012 y con sedes en Dublín y Londres, abordó el proyecto de llevar a escena esta obra cinematográfica del director sueco considerando este ángulo de presentarla como el aspecto de un sueño (aunque en esta propuesta abunden los difuminados o fundidos entre teatro y cine). Somos conscientes del enorme trabajo técnico y escenográfico que posee la propuesta que, sin duda, fascina por ese lado pues deja al espectador embelesado con la cadencia de las imágenes que se van fusionando e hibridando en escena a modo de collage entre teatro y cine (con predominio de este último como estética). Nos hacemos cargo de la imponente puesta en escena capaz de recrear el hotel en el que los protagonistas se detienen para hacer un alto en su viaje. El artefacto coreográfico y escenográfico funciona engrasadísimo y demuestra una potencia escénica incuestionable. En ese aspecto, el montaje se merece el mayor de los elogios. Pero nuestro análisis, más allá de recaer en los aspectos formales, debe hacer crítica acerca del resto de elementos que componen la propuesta y de las emociones, ya saben ustedes que subjetivas, que nos ha arrancado estando en el patio de butacas. Es por esta razón que primero mencionamos la fascinación del apartado formal. Ni una sola objeción» a este. Ahora bien, en conjunto, la propuesta nos resultó algo redundante teniendo en cuenta que la película de Bergman ya reúne absolutamente todas las cualidades, muy por encima, de las que aporta este espectáculo. Sin haber mediocridad alguna, porque no la hay, la pieza terminó por hacérsenos mucho más fría e impenetrable, más abstrusa, que la película de Bergman, lo cual es natural dado que el cine permite gestionar las emociones a través de las imágenes de un modo más puro y genuino.
En la cinta de Bergman vemos y reconocemos mucho mejor el contexto más amplio en el que se inserta la historia de las dos hermanas: en un país en guerra. Imágenes, aunque a cuentagotas, de tanques, de personas caídas por el fuego cruzado en las calles, de un caballo esquelético. Imágenes más reducidas en la propuesta de Dead Centre tal vez para remachar el aislamiento de las dos hermanas y el niño en un hotel que funciona como un islote dentro del caos. Como una reserva esperanzadora dentro de la barbarie.
El hotel se convierte es espacio de contrición y de semi-confesión (cada palabra es menos importante que cada silencio); en ensoñación más próxima a la fiebre de una enfermedad, de la muerte que está por llegar, que a una ensoñación hipnagógica propia de la duermevela.
Los habitantes del hotel (aquí se cambian los enanos de la película por unas prostitutas que ejercen en un local cercano) parecen estar a medio camino entre los que regentarían un hotel en temporada baja y los que lo regentarían en un país en franca decadencia. Es esta, precisamente, la decadencia el síntoma visible en todo lo que ocurre a los protagonistas excepto en lo que le sucede a Johan, el hijo de Anna, cuyos ojos, cuya mirada de niño asombrado y letárgico que se pasea por las instalaciones, es reemplazada por la de una cámara que porta un técnico (sus imágenes serán pasadas a una gran pantalla que, jugando con las transparencias, los crossovers, muestra lo que capta en directo la cámara junto a otras imágenes pregrabadas y junto a las acciones que se van sucediendo, tras esa pantalla transparente, sobre el escenario).
Bergman siempre ha expuesto en sus obras (cine y teatro) el carácter indecible de la realidad. La realidad que no puede ser nombrada pues el mero hecho de intentarlo cae del lado de lo inefable. El silencio o los silencios (entre las dos hermanas, el silencio de los que habitan una ciudad en guerra, pero no la mencionan, el silencio del hijo que deambula aguardando, aprehendiendo, sin decir nada, el silencio de lo masturbatorio frente al silencio del sexo irrefrenable e igualmente solitario de hacerlo con alguien cuyo idioma desconoces, el silencio de las células que se van apagando por dentro con la enfermedad), devienen aquí en artefacto explicativo: tal vez solo usemos el lenguaje para distraernos del horror vacui, para aferrarnos ante el vértigo de la existencia.
En el capítulo de las interpretaciones, correctas las de las dos protagonistas hermanas: con sus respectivos ademanes y rictus contenidos, propensos a lo que los/las espectadores/as pueden prever: la petrificación de los sentimientos. Digamos que, con los personajes que les han correspondido, es muy complicado que haya una emoción poderosa que llegue al patio de butacas. El distanciamiento que nos alcanza y nos atraviesa, por un lado, en base al empleo recurrente de las imágenes y los planos cinematográficos y, por otro lado, en base a las interpretaciones desapasionadas, sostenidas en lo intrapsíquico, es la marca de la propuesta. Distanciamiento que, al fin y al cabo, tal vez sea lo que debemos sentir en este corolario de silencios. Si la calidez y la ternura, como emociones, deben pasar desapercibidas, el objetivo está cumplido puesto que el tono es bello, sí, pero de una belleza gélida, que a menudo es un tipo de belleza más disuasoria.
Es este un silencio de subtextos, un silencio de diálogos internos, de voces de la conciencia hablando dentro de las cabezas de las protagonistas.
Es este un teatro elegante, técnicamente impecable, pero, sin lugar a dudas, un tanto contemplativo. Una suerte de variaciones Bergman (parafraseando las variaciones Goldberg de Bach, que suenan en la función) que acaban por sonar como un Réquiem timokano (timokano en el sentido de idioma inventado indescifrable) repleto, eso sí, de una gran dosis de liturgia.
EL SILENCIO
PUNTUACIÓN: 3 CABALLOS Y 1 PONI (Sobre cinco).
Se subirán a este caballo: Quienes disfruten del hermanamiento entre teatro y cine con la impronta de Ingmar Bergman.
Se bajarán a este caballo: Aquellos/as que, tal vez, hayan encontrado la propuesta escorada hacia lo cinematográfico.
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FICHA ARTÍSTICA
Adaptación: Mark O’Halloran, Dead Centre
Traducción al sueco: Joel Nordström
Dirección: Bush Moukarzel
Asistente de dirección: Gemma Carbone
Dirección de vídeo: Grant Gee
Elenco: Mia Höglund-Melin, Sandra Redlaff, Christer Fjellström, Ramtin Parvaneh, Karin Lycke, Marta Andersson Larson, Berna Inceoglu, Anna Jukic, Farrokh Tavakoli
Escenografía: Jeremy Herbert
Diseño de vestuario: Maja Kall
Diseño de máscaras: Patricia Svajger
Diseño de iluminación: Max Mitle
Diseño de sonido: Kevin Gleeson
Compositor: Kevin Gleeson
Dramaturgia: Ben Kidd, Joel Nordström
Editorial: Fundación Ingmar Bergman (manuscrito original)
El espectáculo se realiza dentro del proyecto internacional “Prospero Extended Theatre”, gracias al apoyo del programa “Europa Creativa” de la Unión Europea.
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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo
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