EL SUEÑO DE LA VIDA. ¿Poetizar lo cotidiano o cotidianizar lo poético?

Un autor irrumpe en el escenario, urgiendo al público a implicarse en su discurso político social, argumentando que va a detener la función que iba tener lugar porque solo es teatro burgués, complaciente. Mientras, en el exterior del teatro, se oye el estruendo de bombardeos, de revueltas en las calles. Quizá esa revolución, o esa guerra, en las calles acabe irrumpiendo también en escena.

Este podría ser un intento de sinopsis de «El sueño de la vida», obra escrita por Alberto Conejero que completa la «Comedia sin título» que Federico García Lorca dejó inacabada. Nosotros la hemos podido ver en la sala grande del Teatro Español dirigida por Lluis Pascual.

Lorca no pudo completar su «Comedia sin título». Estaba ahí el reto, o no, ya dependerá de cada cual, de dar la opción a un dramaturgo (o dramaturga) de adjudicarse la tarea de rematar o continuar la obra con dos actos más que se sumarían al único que quedó escrito. Esta tarea solo podía recaer en alguien que admirase, sobremanera, la obra del escritor andaluz y no se amedrentase al tener que desbrozar el poderoso imaginario lorquiano. Ese «alguien» fue Alberto Conejero. La expectación se presumía elevada. En el teatro español podríamos asistir a un acto de sentido homenaje, tributo y admiración. Lorca había muerto sin terminar su obra y Conejero había aceptado las reglas del juego de bisagra. De fusión de dos imaginarios, de dos autorías en «El sueño de la vida» (título que el propio Lorca había barajado para su pieza antes de ser fusilado al comienzo de la Guerra Civil española).

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Todo comenzaría, dentro del teatro, tal y como está planteado en el primer acto de Lorca. Los límites de dos mundos: el de la ficción y el de la realidad, hibridados, hermanados. Teatro dentro del teatro, al fin y al cabo, que, si somos rigurosos, no representa nada nuevo, salvo lograr aquello que anhelaba Lorca: aproximarse a la realidad con fervor. Muchos teóricos de la obra de Lorca dirían que estamos, en este primer acto, ante un ensayo dentro de un ensayo. De acuerdo, el efecto puede generar cierta confusión en el espectador e incluso resultar efectista, pero no efectivo a estas alturas, desde una mirada contemporánea. Quizá sí lo siga siendo desde una mirada lorquiana, en la que la meta teatralidad pueda ser vista, o entendida, como elemento revulsivo en cierto modo. Las consignas y los significantes de otrora no logran el mismo efecto hoy en día. Si Lorca quería mostrar al público cuánto de inverosímil hay en el teatro, lo que hacía era meter al espectador en las bambalinas, en los sótanos de ensayo, del otro lado del telón algo más que como voyeurs de primera fila. Respetamos ese código y lo asumimos como parte del hecho Lorquiano. Todo el primer acto discurre en esa dirección. ¿Hacia dónde guiará la mirada, la solución de continuidad, el autor que toma el relevo?

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Veamos el rumbo marcado en el segundo y tercer acto. Todo el posible juego Pirandelliano, desaparece. Se evapora a medida que avanzan los actos. El público pasa a ser, de nuevo, convidado de piedra en términos de mero espectador de lo que comienza a ocurrir sobre el escenario. Apenas se ve increpado, amonestado, advertido. Toda la reflexión con el espectador, esa mirada intencionada de Lorca, pasa un segundo plano dejando el protagonismo a un exceso de poetización que transforma la propuesta, quizá sin quererlo, en un ejercicio sobre estilizado, artístico, y deviene casi en artefacto aburguesado. ¿Y si el deseo de Lorca era que los espectadores no dejasen de estar presentes? ¿Por qué se muta, en el segundo y tercer actos, hacia una enunciación, hacia los parlamentos declamados, hacia una mera interpretación lírica que no interpela ya al patio de butacas? Nos gustaría habernos sentido dentro de ese sótano que parece, cada vez, más asediado, nos hubiese gustado sentir el miedo de las bombas, el hambre de la revolución, el activismo de la vida colándose en el teatro. Sin embargo, sucede que todo acaba convirtiéndose en una «casa en la que nada ocurre», en un fin de la «encerrona»; se nos saca del ritual de la fantasía en el momento en que todo lo imaginado es enunciado, contado, expuesto. Al leer lo que decía Ian Gibson (citando al periódico «El Heraldo» en su libro «Lorca y el mundo gay») de que esta obra sería «sumamente fuerte» y que «dada su intensidad emocional, podría hacer perder los nervios a los espectadores», debemos reconocer que nos esperábamos un clímax menos prefabricado e impostado, avanzando claramente hacia un final ¿certero?

La obra no logra desembarazarse del exceso de ornato y de afectación en sus dos actos completados, más allá del primero. Y ese es su principal lastre. Le falta, a nuestro juicio, visceralidad, pulsión; el vértigo y lo lacerante de un episodio tan recalcitrante como para finiquitarla a modo de alucinación hipnopómpica.

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En el capítulo de las interpretaciones, al ser una obra tan coral, destacaríamos principalmente aquellas que lograron restallar frente a nosotros como espectadores. Por un lado, la inocencia y candidez, el encandilamiento que nos produjo Luis Perezagua y por otro, el arrebato y la hondura, histriónicamente ponderada, de Emma Vilarasau.

Nos ha faltado, aquí, el «pulso herido que sondease las cosas del otro lado». Una bisagra Lorca/Conejero mucho más apabullante, vanguardista, experimental, menos timorata. Un Lorca más punzante y abyecto con el Capitalismo, con algo más que la guerra. Sabemos de la naturaleza del arte que para Lorca pasaba por la aguda observación lírica, pero quizá está observación se refiriese no a poetizar lo cotidiano sino, antes bien, a cotidianizar lo poético. Popularizarlo. Sí, siempre contar con la poesía, hacer magia, pero sin olvidar que el teatro … «seguirá siendo teatro andando al ritmo de la época, recogiendo las emociones, los dolores, las luchas, los dramas de esa época. El teatro ha de recoger el drama total de la vida actual. Un teatro pasado, nutrido solo de la fantasía, no es teatro».

Tomando, de nuevo, las palabras del propio autor de Fuente vaqueros: «No voy a levantar el telón para agradar al público con un juego de palabras, ni con un panorama donde se vea una casa en la que nada ocurre y adonde dirige el teatro sus luces para entretener, y haceros creer que la vida es eso», nos preguntamos si este «El sueño de la vida», ¿no termina, por desgracia, convertido en su reverso? ¿En su antípoda? ¿En aquello de lo que, precisamente, el autor, ambicionaba huir? Un teatro nutrido solo de fantasía.

Nos quedamos con la honestidad que, sin duda, sabemos hay detrás de quien la escribe, continuándola, como un canto rodado, con este lance que, en términos de escritura, tiene mucho de hazaña personal, de cabalgada del propio tigre.

EL SUEÑO DE LA VIDA

PUNTUACIÓN: 3 CABALLOS
Se subirán a este caballo: Quienes atraídos/as por la llamada lorquiana deseen encontrarse con teatro y poesía.
Se bajarán de este caballo: Quienes atraídos/as por la llamada lorquiana se encuentren con poesía, pero no con teatro.

***

FICHA ARTÍSTICA

Autor: Federico García Lorca / Alberto Conejero (Continúa y finaliza la «Comedia sin título»).

Dirección: Lluís Pasqual
Reparto: Dafnis Balduz, Ester Bellver, María Isasi, Raúl Jiménez, Daniel Jumillas
Jaume Madaula, Juan Matute, Antonio Medina, Chema de Miguel, Koldo Olabarri
Sergio Otegui, Juan Paños, Luis Perezagua, César Sánchez, Nacho Sánchez, Emma Vilarasau

Músicos: Miguel Huertas e Iván Mellén

Escenografía y Vestuario Alejandro Andújar
Iluminación Pascal Merat
Dirección Musical Dani Espasa
Espacio Sonoro Roc Mateu
Videoescena Bruno Praena
Ayte dirección Carlos Roó
Ayte Escenografía y Vestuario Silvia De Marta

Una crítica de @EfejotaSuarez

francisco-javier-suarez

En facebook: https://www.facebook.com/www.mireinoporuncaballo.blog

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