CASA DE MUÑECAS. El mordisco de la tarántula.

Sobre un escenario rosa y negro, con un piano absolutamente versátil como único elemento decorativo, se presentaba, en la sala Jardiel Pocela del Teatro Fernán Gómez, la obra del Noruego Henrik Ibsen «Casa de Muñecas» que podrá verse hasta el 17 de diciembre con versión del texto a cargo de Pedro Villora y dirección de José Gómez-Friha.

«Casa de muñecas», es una obra ya convertida en clásico, texto dramático canónico, y completamente ortodoxo con principio, nudo y desenlace. Escrita por Ibsen en el 1879, relata la vida familiar y matrimonial de Nora y Torvaldo: pareja que tiene tres hijos y aparenta completa felicidad. Aparenta solamente pues, en breve, conoceremos que Nora ha ocultado un secreto a su marido que hará que los cimientos de su sólida relación se tambaleen.

Un análisis de la obra apela a la tarea de situarla en su momento histórico que no es el actual sino finales del siglo XIX y en otra latitud bien distinta: Noruega.

En aquel año en que la obra se publica, el papel social de la mujer era, salvando las distancias históricas, difícil de soportar. Ninguna mujer, de hecho, había ingresado o, mejor dicho, ninguna mujer había sido admitida, hasta la fecha, en la universidad de Oslo, la capital del país y el rol femenino estaba subyugado al de esposa y madre, ambas siempre tareas inseparables.

Partiendo de esa tesitura de desigualdad social, el entramado de «Casa de muñecas» cobra más sentido por cuanto tiene de precursor, o de valiente, el escribir una trama en la que una mujer será protagonista, Nora Helmer,  y pasará a convertirse en espuela y en abanderada de la crítica a una sociedad en la que las mujeres se limitaban a ser sumisas.

Ibsen no solo cuestiona o plantea el papel dentro del matrimonio sino que revela su necesidad de cuestionar el papel de la mujer en la sociedad en su conjunto.

Lo que se desprende de la lectura de «Casa de muñecas» es un retrato agrio, descarnado, sí, y dramático, de la situación de Nora.

Sabemos que el propio autor, Ibsen, intentaba dar un nuevo rumbo al teatro de su época, saliéndose de los estrechos márgenes del teatro romántico y ramplón. Por esta razón, sorprende la mirada que se traslada en esta «Casa de muñecas» de Gómez-Friha donde la actriz que interpreta a Nora, Mamen Camacho, levanta desde el principio un papel enteramente naif, desenfadado y cándido que trata de ajustar a las coordenadas de otra Nora atormentada, turbada, desesperada, por momentos.

Nos gusta cómo Camacho es capaz de sortearse y soslayarse a sí misma, desde sus arrebatos de esposa y madre enteramente bondadosa y entregada a la tarea, para permitirse penetrar en las rugosidades de una Nora que va ganando conciencia de su identidad de muñeca domesticada, que no domesticable, a lo largo de la función y hasta el final: momento en el que su punto de vista ha cambiado y la Nora empoderada, sale del armario de su casita/jaula de muñecas con la misma impronta que su predecesora en el cargo, Madame Bovary, lo había hecho unos años antes.

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Es cierto que Nora mantiene ese pulso consigo misma, a lo Jekyll y Hyde, moviéndose entre el candor, la bondad y, al mismo tiempo, desvelándonos su rechazo, contestatario, ante la moralidad de una época y de unas normas fuertemente establecidas. Nora, en una exégesis del texto y del personaje, viene a ser la metáfora de que no hay que aceptar las cosas tal y como son, sin cuestionarlas.

Son, de hecho, personas como Nora y como tantas otras mujeres y hombres, reales o literarios, quienes saltando las normas, con nervio y temperamento, han conseguido quebrantar los paradigmas, los engranajes que las fijaban.

En la función y en el texto, el personaje de Krogstad, el prestamista, se parece mucho al de Nora: víctima y verdugo a un tiempo. Su rol antagónico es el que lo humaniza, al fin y al cabo, igual que a la protagonista. Los demás personajes son una suerte de elementos necesarios que contribuyen a mantener flotante el suspenso de la trama que, conviene señalar, en esta versión de Villora y dirección de Gómez –Friha, está muy bien conseguido.

No es sencillo que una historia mil veces contada siga suscitando perplejidad y emoción y esta «Casa de muñecas» lo logra. Estamos ante un texto perfectamente entrelazado para que sus dobleces y sus intrahistorias sigan resonando en el espectador considerando, además, toda la mitología eficaz de los personajes de Ibsen,  completamente universales.

Nos sorprenden de este montaje, en cualquier caso, algunos aspectos que no acaban de pulir, del todo, el resultado final.

Por un lado, las interpretaciones son desiguales. Nos gusta Mamen Camacho que compone a una Nora enérgica, arrolladora, aunque en muchos momentos también un tanto hiperbólica quizá fruto de una dirección de escena que la obliga a transitar el territorio de los cupcakes, el  territorio del color rosa chicle estereotipado o del rol de la mujer que parece vivir sobre una capa gruesa de azúcar de caramelo derretido.

Ibsen hace decir a Nora en un momento de la obra: «A las mujeres no nos enseñan nada, pero nos enteramos de todo» y nos gusta más esa señora Helmer que comienza a revelarse y a revelarnos el cisma subterráneo que está procesando; esa señora Helmer que nos hace ver la procesión que va por dentro.

El resto de las interpretaciones resultan un tanto más anodinas aunque destacaríamos la del diálogo entre Krogstad y Cristina Linden, una vez que han quedado a solas en la casa del matrimonio Helmer. Nos gusta ese momento que recrean y que resuelven eficazmente Andrés Requejo y Elsa González.

Se nos presenta muy desentrenada sobre las tablas la interpretación de Oriol Tarrasón cuyo Torvaldo resulta inseguro, forzado y hace que su papel se desdibuje por cuanta firmeza deja de demostrar.

Correcto, sin aspavientos innecesarios, el papel del doctor Rank, en manos de Sergio Reques que sabe dotar de cierto halo de angustia estoica a su personaje.

Por otro lado, al margen de las interpretaciones, contamos con una puesta en escena arriesgada, al estilo de una ideación del espacio que parece sacada de un boceto dibujado por Lewis Carrol, lo cual no estaría mal para enfrentar un drama no naturalista pero quizá la propuesta, en una parte, resulte un tanto naif y apegada a la literalidad del título antes que  para una obra compleja y dramática como en realidad es «Casa de muñecas».

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Pensamos que, pese a todo, hay un logro fantástico, un hallazgo en la escena, que es ese momento en que Nora revela, al encenderse la luz ultravioleta, las cuentas ocultas que ella ha ido haciendo a lo largo de su vida matrimonial para sostener la familia y la pareja. Es un momento bellísimo y muy logrado como propuesta escénica y estética y debemos señalarlo.

Además, enlaza con una poética de lo simbólico que Ibsen siempre introducía en sus textos: la idea de elaborar complejos significantes a través de símbolos era algo que parecía gustarle mucho al dramaturgo noruego.

Así, podemos encontrar simbología en sus obras como el potro blanco que aparece en «Peer Gynt», el valor simbólico del pato silvestre, las pistolas que usa el General Gabler, la Voz del gran Boigen, la coronación con hojas de parra que Hedda Gabler propone para Lovborg, la aparición del mar, de los acantilados, de los fiordos. Hay también un momento de fuertes connotaciones simbólicas que pasa bastante desapercibido en la obra «Casa de muñecas» y, sin embargo, parece importante. Se trata del baile de la Tarantella que Nora dice que va a bailar en una fiesta.

En esta versión, el baile queda en un plano muy periférico y quizá hubiese resultado interesante jugar más con esa estética de potentes ligaduras que tiene esta danza. Recordemos que la tarantela es un baile que tiene a la tarántula como sustrato del mismo. La picadura de la tarántula como motivo de la danza: una vez que aquella ha picado, la persona entra en un estado de envenenamiento físico y espiritual completo; pasa a ser ya una tarantata y solo la danza y el baile pueden suponer una curación.

La elección de esta danza por parte de Ibsen, no parece baladí. En escena, en esta versión de «Casa de muñecas», el piano se erige como elemento principal y, reconozcámoslo, la tarantela queda muy poco investida por el halo poderoso que podría tener sobre el personaje de Nora: una mujer cuya picadura ha sentido sobre todo su cuerpo y cuyo veneno está a punto de llevarla a deshacer su familia y su matrimonio, dando un portazo a los límites que parecían absolutamente impermeables para su época.

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El final de esta versión, a diferencia de la obra clásica, se reescribe. La reescritura nos sitúa frente a un momento de anticlímax que nos deja una sensación agridulce. El momento de la conversación de Nora con Torvaldo, sentados uno frente al otro, tras haberse descubierto el secreto y haberle dicho Torvaldo a su mujer una serie de cosas que cambiarán a Nora para siempre, ese momento que podríamos llamar de la verdadera picadura de la tarántula, se engarza, en esta puesta en escena, demasiado precipitadamente, casi sin permitir transición a la catástrofe que acaba de ocurrir en la vida del matrimonio; casi sin permitir al espectador, ni a los personajes, conquistar una pausa conveniente, necesaria, que permita pensar sobre lo ocurrido, para evitar la sensación final de cierre atropellado.

Sucede, así pues, que se da una ruptura de ritmo estrepitosa creando un efecto, entendemos que no deliberado, de aceleración de los acontecimientos, de hacer que Nora, llegado el colofón del texto, se muestre didáctica, activista, sí, pero también descoordinada, abrupta y mal encajada con relación al resto del conjunto; como si las dos últimas escenas reclamasen no un atajo sino, más bien, cierto recorrido entre ellas.

Antes de sentarse, y decirle a su marido lo que le dice, Nora parece pedir a gritos una escena de transformación, de punto de vista, de meditación, de escrutinio más sosegado sobre lo que acaba de ocurrir. No es que se eche en falta el portazo. En absoluto. Hay cientos de formas de dar un portazo simbólicamente pero la elección, en esta versión, que sobre el texto parece adecuada y nos gusta, no acaba siendo del todo eficaz en escena, teatralmente hablando. Pensamos que obedece más a una cuestión de dirección escénica antes que al texto dado que es muy sugestiva la propuesta de que Nora rechace dar el portazo y se siente a hablar.

Nos gusta la mirada de Villora sobre el final, su reescritura. No obstante, sería conveniente que, en escena, diese tiempo a que bajase la polvareda antes del no portazo. Solo así se completaría el ritual, la danza conclusiva que dejaría al espectador con menos dosis de veneno en los labios.

CASA DE MUÑECAS

Autor: Henrik Ibsen
Versión: Pedro Villora
Dirección: José Gómez-Friha

Reparto:
Nora: Mamen Camacho
Torvaldo: Oriol Tarrasón
Rank: Sergio Reques
KrogstadAndrés Requejo
CristinaElsa González

Diseño de vestuario: Paola de Diego
Diseño de escenografía: José Gómez-Friha
Prensa: Josi Cortés
Distribución: Fran Ávila
Producción: Venezia Teatro s.l.u.

puntuación: 3 CABALLOS

Reseña de @EfeJotaSuarez

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