ANTÍGONA: muero, luego existo.

Antígona. Nombre de mujer. Nombre de mito. Comencemos por su árbol genealógico. Hija de Edipo y Yocasta, quienes cometieron incesto. O sea, hija de un incesto. Y hermana de Ismene, Eteocles y Polinices. Antígona vuelve a casa tras acompañar a su padre, el ya ciego Edipo, al exilio. Su casa es Tebas. Allí se encuentra a sus dos hermanos Eteocles y Polinices luchando por hacerse con el poder de la ciudad. Ambos mueren en esa lucha fratricida y el que se hace con el trono que dejó Edipo es nada menos que Creonte, sí, hermano de Yocasta y así pues, tío de Antígona y sus hermanos. Cuando Antígona llega a una Tebas devastada, ya con sus hermanos varones muertos, Creonte decide traer la paz y reinstaurar una política del dictado de la ley. Y una de las primeras leyes que dicta es la siguiente: Eteocles, que luchó por el bien de Tebas, será enterrado con honores. Tendrá sepultura como se merece. No obstante, Polinices, que es visto como un traidor a Tebas, será condenado a no ser enterrado y su cuerpo podrá ser devorado por las aves carroñeras pues reposará a la intemperie. El que incumpla esa ley y pretenda dar el más mínimo homenaje o ritual de enterramiento al traidor Polinices, será castigado con la pena de muerte.  La «Antígona» de Sófocles pasará a la acción y, sí, el conflicto estalla en ese punto porque ella desafiará a Creonte al enterrar a su hermano Polinices.

He ahí el argumento/sinopsis de uno de los mitos más arraigados en la cultura popular. El de Antígona. Obra de teatro clásico de Sófocles y también de Higino, y de Eurípides (cuyos textos no se han conservado del mismo modo que los del autor de «Edipo Rey»).

«Antígona» cuenta con versiones para todos los gustos: desde óperas hasta insertos en la contemporaneidad como las piezas de Jean Anouilh o Bertold Brecht pasando por las revisitaciones más actuales en manos de filósofos de la posverdad (véase la reescritura del clásico por parte del filósofo Esloveno Slavok Zizek). La versión que estos días se puede ver en el Teatro Pavón Kamikaze es la del director Miguel del Arco. Versión superlativa de la que ahora hablaré.

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Pero, primero, detengámonos en lo que entraña el nombre de «Antígona».

Por un lado, es una de esas palabras que han alcanzado el tejido de una metáfora. Es posible hablar de Antígonas, a lo Steiner, lo mismo que es posible escuchar cómo se menciona este mito en debates que van desde lo político, a lo ético; desde el feminismo hasta el activismo pasando por los movimientos anti sistema, etc.

El rango alcanzado es ya de poderosa fuerza indeleble. Si uno piensa en sus connotaciones, se encuentra con que «Antígona» vendría a ser la metáfora de la lucha por las causas elevadas y nobles. La lucha por las causas perdidas. La lucha de los oprimidos, de los silenciados, contra todos los que detentan el poder. Ese es, nada menos, el estatus quo que la palabra «Antígona» ha ido adquiriendo a lo largo de la historia. Otra lectura, en este caso etimológica de la palabra griega, nos conducirá hasta otro recoveco bien diferente: en su origen, «Antígona» significa «inflexible» u «opuesta a la maternidad».

Tras ver la «Antígona» recreada por Del Arco, uno se da cuenta de que el director ha indagado en todas cuantas interpretaciones o connotaciones se hayan podido hacer del mito y, con gran acierto, ha puesto el foco en otro de los personajes sin los que Antígona no sería nada: Creonte.

Precisamente es la figura de Creonte, la némesis de Antígona, quien ha fortalecido esa connotación del mito: la lucha de la familia frente a las frías reglas del Estado. Los buenos frente a los malos (o los no tan buenos frente a los no tan malos). Si no fuera por Creonte, Antígona no se habría convertido en emblema universal. Nos encontramos, así pues, frente a  una potente visión de Miguel del Arco que, es indudable, sitúa la mirada más atenta y ecuánime posible sobre el estigmatizado Creonte logrando hacer de esta «Antígona» una obra como pocas veces narrada; una obra original y plena, que observa la amalgama que late subterránea y hace justicia al clásico al abordarlo como un todo abierto, actualizable y renovable siendo esta, la infidelidad, la mejor manera de serle fiel a la pieza.

Nos aproximamos, en la mirada de Miguel del Arco, al anatemizado Creonte; vamos más allá de los lindes que establecía el mito y nos ubicamos frente a un Creonte feminizado, humanizado más que la propia Antígona. Esta es una perspectiva absolutamente brillante. El resultado es excepcional.

Creonte es interpretado en esta «Antígona» por una Carmen Machi en estado de gracia. Un Creonte que se impone con sus ademanes, con su voz, con su fragilidad. Un Creonte que no necesita pertrecharse de las imposturas de la masculinidad frente a una Antígona que podría precisamente encarnar su significado etimológico: inflexible, dura como una piedra.

Ocurre que en esta «Antígona», Creonte parece despertar más simpatías pero no porque sea una criatura frágil y del todo humana (¿O quizás si? ¿Más humana que la propia Antígona?). Creonte se nos presenta Kantiano, el hombre, en este caso la mujer, que porta la antorcha del deber, de lo irrenunciable.

La posición de Antígona, la del «muero, luego existo», resulta inhabitable e incluso su propia hermana, Ismene, más conciliadora y con más sentido común, se lo dice:

«El amor que te inspira tu hermano es bien extraño. (…) Parece que lo amaras solo porque esté muerto, que estuvieras dispuesta a matar lo que amas».

No olvidemos que esta afirmación, de hermana a hermana, posee un significado de gran hondura. ¿Cuál es el amor que mueve a Antígona? No se trata de un amor maternal, no se trata de un amor cálido y afectuoso sino de una pulsión de muerte. Antígona actúa como una muerta en vida. A ella le falta amor por la vida. Quizá movida por la rabia, por la autodestrucción, Antígona quiere cumplir con su propia profecía: nada me retiene en este mundo. Y, así, todos sus actos la conducen, como a su padre, a un final previsto.

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Lo grande de la visita que Miguel del Arco hace sobre el clásico es su posición frente a Creonte. Creonte es humanizado. Quizá exista mucho ruido en torno a la figura de este personaje. Su identificación con el malo está marcada a hierro. Sin embargo, la interpretación de Carmen Machi  consigue que veamos tanta irracionalidad en su sobrina como en el mismo. Una abraza la disidencia, el otro la eunomia: el bien del estado. ¿Por qué habríamos de criticar a un Creonte que desprecia la superchería y elogia la razón? Que apela a la ley de los hombres y no de los dioses. Pareciera lo más sensato apostar por quien es capaz de maniobrar con tal grado de rectitud manteniéndose ajeno a las influencias de las pasiones, de los afectos. La ley es igual para todos, parece decir. Sean estos, o no, familia. Si mandamos ese mensaje al pueblo, el pueblo lo agradecerá. Eso piensa Creonte.

El problema está en no aclarar los matices: Cuántos cadáveres, cuantas muertes ha causado Polinices en Tebas. A cuantas familias ha dejado sin sus seres queridos.  Recurramos a la etimología: Polinices significa Pendenciero.  Polinices se enfrentó a su hermano Eteocles y lucharon hasta darse muerte el uno al otro por una sola cosa: el poder del trono de Tebas. Podríamos extraer de este retrato una conclusión al menos: Polinices no era un santo.

¿Por qué razón entonces la imagen de Creonte ha sucumbido a menudo frente a la de Antígona? ¿Por qué Antígona ha sido sublimada? Si somos justos y pensamos más allá de una visión edulcorada de su decisión de dar sepultura a su hermano, podríamos preguntarnos: ¿Acaso su hermana Ismene era más inhumana que Antígona?

Si Antígona ha atravesado el mito y se ha hecho con un puesto en la gloria de los justos es porque quizá a menudo no leemos entre líneas. Quizá Miguel del Arco, en su experimentación con el texto de Sófocles, intentó penetrar en estos pliegues. Mirando más allá de la superficie.

Antígona argumenta religiosamente. No es una abanderada de la razón sino de la sinrazón. Para ella, las leyes de los dioses están por encima de las de los mortales. Ahí es nada. Superchería en estado puro. ¿Qué pensaríamos de alguien así en la actualidad? Las leyes de los dioses, realmente son las tiránicas. No las leyes consuetudinarias. Así parece. ¿No somos nosotros, como sociedad los primeros que pensamos que se haga justicia aunque perezca el mundo? No somos nosotros, como sociedad, los que hemos urdido aquello de que la ley es igual para todos. ¿No somos nosotros los que hemos legitimado aquello de que «el desconocimiento de la ley no nos exime de cumplirla»? Pues Antígona conocía la ley y, aun así, la incumplió.

Es posible que, en último término, en esta obra no se esté hablando de esto sino de algo más profundo: de la imposición simbólica (que, además, comporta la inversión entre lo real y lo ideal: vemos lo ideal cuando deberíamos estar viendo lo real y viceversa).

¿Por qué Ismene queda en un segundo plano frente a Antígona? Deliberadamente Sófocles emplea a Ismene como la figura de una mujer sensata, racional, medida. La figura del verdadero amor. La mujer que trata de buscar la comprensión, la magnanimidad. Quizá sea Ismene la que mejor haya comprendido que lo que su hermano Polinices hizo debe ser castigado. Que la ley debe ser cumplida. Sin embargo, la imposición simbólica nos conduce a ver a Antígona como a la heroína. Nos ocurre algo similar cuando mueren cien niños en Siria y dos o tres en Europa. Nos puede la imposición simbólica. Nos puede la falsa urgencia. El argumento de que «Antígona solo quiere dar sepultura a su hermano como se merece»  es solo una forma de examinar su conducta. No obstante también habrá quien piense que «Antígona solo está desafiando a una ley apelando a un falso amor, apelando a las pasiones, a los dioses». Recordemos, en este punto, que Antígona reconoce que no haría ni por sus hijos, ni por su esposo, ni por nadie más, lo que hizo por su hermano. Y ese «nadie más» incluye a cualquier otro ciudadano, a cualquier otro oprimido. Su interés es el individual, no el general. No piensa en Tebas. Piensa en sí misma.

¿Quería Sófocles que pensásemos en esta imposición simbólica? ¿Quería que discutiésemos quien tiene más razón? Muchas preguntas.

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Al final, Antígona y Creonte no son la noche y el día si no que se parecen enormemente. En sus desmesuradas defensas por una causa.

Lo excepcional de la propuesta de esta «Antígona»  visitada por Del Arco es su capacidad para humanizar a Creonte. Hay una indagación reveladora. Voluntad de experimentación. Hacer que Creonte sea interpretado por una mujer es un triunfo. En la figura de Creonte se hibrida así la de su propia esposa, Eurídice de Tebas. Maternidad y paternidad conjugadas en un solo rol.

Hay muchas escenas emocionantes en la obra dirigida por Miguel del Arco. Una de ellas, de fuerte carga simbólica, es la del encuentro entre Hemón, hijo de Creonte, con su padre/madre. En esta escena asistimos a uno de los duelos interpretativos más maravillosos de toda la función descubriendo así al actor Raúl Prieto que interpreta a Hemón en un ejercicio de absoluta maestría. Hay piedad, afecto, desgarro en su interpretación en la que se mide con Carmen Machi de igual a igual. Y gracias a esa escena, el clímax final de la obra colapsa emocionando y agarrotando al público en su butaca.

Elogiable igualmente la interpretación que Cristóbal Suárez hace de un Tiresias casi salido de una película de Guillermo del Toro. Interpretación de esas que valen por una ovación apasionada. Junto a Raúl Prieto, Carmen Machi  y Ángela Cremonte, los más sobresalientes de esta Antígona, con diferencia.

Y, aun así, todo el conjunto está superdotado, impecablemente armonizado. Además de la dirección escénica, a la que no puede ponérsele un solo pero, la obra goza de un artefacto artístico y estilístico apabullante. En el centro del escenario, una gran bola, quizás una representación del mundo, sobre la que se proyectan imágenes. Y nada más. El resto del engranaje funciona por si solo porque hay indiscutible talento.

Las coreografías del corifeo, trabajo de Antonio Ruz, son excelentes. Toda una suerte de ritual, de ceremonia; una coreografía cumplidora de propósitos mágicos, oscura y hermosa. Se consiguen invocar un sinfín de elementos que aportan riqueza al conjunto. Las coreografías son una amplificación del corifeo, del pueblo que contempla cómo sobrevendrá la tragedia. Y poseen ese halo trágico, mítico, apoyándose también en un vestuario, iluminación y música que le van como anillo al dedo a esta «Antígona», en cartel hasta el 3 de septiembre de 2017.

La historia de «Antígona» —y de Creonte— es también la historia de cada uno de nosotros; la historia que podemos distinguir en asuntos de plena actualidad como el caso de Juana Rivas, o el terrible desafío de guerra entre Trump y Kim Jong Un, etc.

Desde «Antígona» podemos extraer la última de las reflexiones, que no la definitiva,  aquello de que — y conste que esta frase se le atribuye a Sófocles—: «cuando la violencia de las pasiones mengua y su fuego se amortigua, el hombre se ve libre de un pelotón de tiranos».  Reflexión, sí, absolutamente necesaria.

Antígona

Autor: Sófocles

Versión y Dirección: Miguel del Arco

Intérpretes: Manuela Paso (Antígona), Ángela Cremonte (Ismene), Carmen Machi (Creonte), Yon González (Corifeo), Silvia Álvarez (Corifeo), José Luis Martínez (Guardia), Raúl Prieto (Hemón) y Cristóbal Suárez (Tiresias)

Música: Arnau Vilà

Diseño de escenografía: Eduardo Moreno, Alejandro Andújar y Beatriz San Juan

Auxiliar de escenografía: Elisa Cano

Diseño de iluminación: Juanjo Llorens

Diseño de sonido: Sandra Vicente y Enrique Mingo

Vestuario: Beatriz San Juan

Ayudante de vestuario: Almudena Bautista

Vídeo: Eduardo Moreno

Coreografía: Antonio Ruz

Ayudante de dirección: Israel Elejalde

Auxiliar de dirección: Cynthia Miranda

Producción: Aitor Tejada y Jordi Buxó

Producción ejecutiva: Elisa Fernández

Ayudante de producción: Léa Béguin

Coordinación técnica: Eduardo Moreno y Pau Fullana

Construcción de escenografía: Scenik, Cledin, Sfumato, Mekitron, Stonex/ETC

Una producción de Teatro de la Ciudad y Teatro de La Abadía

 

Reseña de @EfeJotaSuarez

 

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