HISTORIA DE UNA ESCALERA. Milagro costumbrista con descansillo de fondo

En una modesta comunidad de vecinos, cuatro familias conviven en una de sus plantas. Seremos testigos de cómo sus vidas, a lo largo de treinta años, se entrecruzan en la escalera del bloque y conoceremos sus historias sencillas en las que jóvenes llenos de anhelos verán cómo sus posibilidades de hacerlos realidad se van al traste dada la precaria situación socioeconómica que les ha tocado vivir. 

Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «Historia de una escalera» que, con texto de Antonio Buero Vallejo y dirección de Helena Pimenta, nosotros pudimos ver en la sala principal del Teatro Español, en Madrid.

Teniendo en cuenta esa idea de «jóvenes con anhelos incapaces de cumplir sus sueños«, cabría preguntarnos cómo de actual puede seguir siendo «Historia de una escalera» de Buero en el año 2025. Cierto es que esa idea sigue teniendo vigencia en la sociedad de nuestros días donde los proyectos vitales, la posibilidad de tener una casa propia o formar una familia, se transforman,  desafortunadamente, en lejanos horizontes. La obra del dramaturgo se estrenaba en el mismo Teatro Español allá por el año 1949 y, contra todo pronóstico (especialmente por parte de los que gestionaban el adocenado teatro de aquellos años), atraería a un numeroso público, tanto que se suspenderían funciones del Don Juan Tenorio en beneficio del éxito del guadalajareño. Ciertamente, el teatro social y realista del texto se adecuaría bien a los incipientes años cincuenta de una España hambrienta, no de cultura, si no de lo más elemental, de comida; una España que entraba en una década bisagra (los años 50) que se movería entre el inmovilismo y el desarrollismo.

No era poca cosa encontrarse en el principal teatro madrileño un texto con un mensaje realista, alejado del simbolismo explícito, capaz de observar a personajes cansados, hastiados de la vida que les había tocado vivir en un bloque de viviendas de la capital. Personajes que además ofrecerían una panorámica de un país a lo largo de 30 años poniendo en escena varias generaciones y diferentes contextos sociales que, a decir verdad, recreaban la imagen de una España cuyas vacas flacas afectaban no solo a la clase media o baja.

La frustración como epítome de décadas en las que se había ido condensando el poso de la indefensión aprendida: una guerra civil atroz que habría dejado sumido al país en la franca decadencia en todos los ámbitos. No se trata de comparar el contexto de los años 50 con el actual, pero hemos de decir que, pese a las diferencias, obviamente, también contamos con un texto atemporal que permite a los espectadores empatizar con las historias de los personajes: un tipo que aspira a convertirse en pudiente y a vivir la buena vida, pero que termina casado con una joven a la que realmente no desea, solo por salir de su precaria situación económica; otra pareja formada también desde el deseo de uno y la resignación de la otra parte que se afanarán por salir adelante; una mujer que soporta la violencia de su pareja llegando a justificarlo; unas vecinas que ven cómo la factura de la luz se les lleva una buena parte del poco sueldo o subsidio que perciben. 

Pese a que entre el segundo y tercer acto del texto podríamos contextualizar la impronta de la Guerra civil española (1936/1939), el autor no deja constancia de ello de forma explícita y debe ser el espectador quien se las apañe para recrear cómo llegan los personajes hasta el tercer acto tras haber padecido las vicisitudes de la contienda. Digamos que si Buero aludía a la guerra civil, en esta obra que le valdría el Premio de Teatro Lope de Vega, tal vez no lo hubiera ganado o, de ganarlo, tal vez no habría sido representada. La censura campaba a sus anchas. Los tres actos que se suceden en la obra comprenden los siguientes períodos: primer acto: 1919, segundo acto: 1929 y tercer acto: 1949 y, podemos reconocer que, aunque la guerra civil no se mencione, asistimos a un devastador paso del tiempo sobre las vidas de los personajes y las tres generaciones  que comparecen, pero nunca sabremos el peso específico de la guerra en esa devastación. Al contrario, diríamos que hacia el tercer acto, todos parecen bastante más aburguesados.

He aquí la controversia del teatro posibilista o imposibilista en la que quedarían bien retratados autores como Buero y Alfonso Sastre, respectivamente. Mientras que Buero afirmaba que el creador habría de hallar los modos de expresarse en una sociedad constreñida por condicionamientos de censura, lo que viene siendo hacer «posible» que la obra llegue al gran público, Sastre señalaba que, en una dictadura, ningún teatro puede aspirar a ser posible porque habrá de cuestionarse tal dictadura y si no se cuestiona lo que en realidad está buscando el autor es el aplauso fácil (lo cual, ay, no le parecía muy legítimo). Sastre afirmaba lo siguiente: “todo teatro debe ser considerado posible hasta que sea imposibilitado; y toda imposibilitación debe ser acogida como una sorpresa” mientras que Buero defendería un «teatro difícil resuelto a expresarse con la mayor holgura, no solo hecho para estar escrito, sino también para ser estrenado. Un teatro lo más arriesgado posible, pero no temerario». (El posibilitador que lo posibilite buen posibilitador será). Diríamos que, a día de hoy, en nuestro panorama teatral, abundan más los Bueros que los Sastre. 

En el apartado de la dirección, Helena Pimenta resuelve con eficacia una obra que se ve sin demasiadas estridencias y que no arremete contra nada de forma explícita pues mantiene su embeleso realista a la par que costumbristamente pazguato: una suerte de «Cuéntame cómo pasó», pero con menos personajes carismáticos.

En las interpretaciones destaca la siempre versátil Gloria Muñoz que vale para un roto y para un descosido. Su papel es enérgico y logra una recepción del público nada desdeñable. Con todo, no podemos hablar de un protagónico en este reparto coral. Sí diremos que todo está bastante equilibrado en el capítulo interpretativo con matices: el papel de Urbano, el sindicalista, tiene la fuerza de la fisionomía de Agus Ruiz, pero nos falta, por momentos, que esta fuerza del fenotipo no desdibuje todo el barrunto mental del personaje que queda retratado un poco a la manera de un tipo algo primario. Compendia mejor su ruido interior el personaje de Fernando, el ambicioso que no llega a nada, que recae en el actor David Luque: su descenso a los infiernos de la aceptación de una realidad matrimonial que se le ha ido de las manos y su posición de tener que vivir la vida con el rabo entre las piernas, echando mano de la poca soberbia que le queda, es genuina y muy creíble. Los personajes más desdibujados y los que menos nos interesan son, tal vez, los de la tercera generación: los hijos de la parejas formadas por Fernando y Elvira y por Urbano y Carmina. 

La escenografía donde todo esto ocurre, obra de José Tomé y Marcos Carazo, es impecable y arropa con prestancia. Pimenta, la directora, se vale con acierto de los juegos que permite ese tiro de escalera que por momentos podría representar la existencia humana: esas figuras que suben y bajan y se cruzan en los descansillos, transformados, apesadumbrados, desnortados y hastiados como Sísifos o esforzados como Ulises cuando regresan a casa de una compra escasa, de un trabajo nada reconfortante en una papelería o del entierro de un padre. 

Citando al propio Buero, éste afirma:

«Todo es milagro. Lo es la simple existencia de las cosas. Un milagro es la planta que crece, aunque no dé flores extrañas, y el arpa y la gruta de las voces, aunque creamos saber por qué suenan. Un milagro es el hijo que se concibe, y nace, y se hace hombre.”

Lo que no sabremos es si forma parte de ese mismo milagro que el hijo (que más tarde se hace hombre), nunca pueda ver cumplidos sus sueños.

Tal vez, en «Historia de una escalera» el milagro, costumbrista y con descansillo de fondo, se reduzca, eminentemente, a la voluntad de seguir vivos. Ustedes véanla y opinen.

 

HISTORIA DE UNA ESCALERA

PUNTUACIÓN:  3 CABALLOS (Sobre cinco).

Se subirán a este caballo: Quienes quieran caer en los brazos de un teatro realista y revisitar a Buero.

Se bajarán a este caballo: Quienes encuentren más costumbrismo posibilista que realismo imposibilitante.

Ficha artística

Autor: Antonio Buero Vallejo

Dirección: Helena Pimenta

Reparto:

Cobrador de la luz / Señor bien vestido: David Bueno

Generosa: Juana Cordero

Paca: Gloria Muñoz / Puchi Lagarde

Elvira: Gabriela Flores

Doña Asunción: Luisa Martínez Pazos

Don Manuel: Mariano Llorente

Trini: Concha Delgado

Carmina: Marta Poveda

Fernando: David Luque

Urbano: Agus Ruiz

Rosa: Carmen del Valle

Pepe: José Luis Alcobendas

Señor Juan: Javier Lago

Joven bien vestido: Alejandro Sigüenza

Manolín: Darío Ibarra / Eneko Haren / Nicolás Camacho

Carmina, hija: Andrea M. Santos

Fernando, hijo: Juan Carlos Mesonero

Escenografía: José Tomé y Marcos Carazo

Vestuario: Gabriela Salaverri

Iluminación: José Manuel Guerra

Movimiento: Nuria Castejón

Caracterización: Moisés Echevarría

Ayudante de dirección: Abel Ferris

Ayudante de vestuario: Sabina Atlanta

Residente de ayudantía de dirección: Majo Moreno

Asistente artístico: Víctor Barahona

Una producción del Teatro Español

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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo

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