NADA. Hacia el existencialismo y más allá.

Año 1944. Andrea, una joven de dieciocho años, llega a Barcelona para vivir en casa de sus tíos y comenzar sus estudios en la ciudad. Son los años de la posguerra y del hambre. La guerra ha dejado muchas heridas en la sociedad y Andrea deberá descubrirse a sí misma a través del acercamiento a una familia con muchas carencias económicas y afectivas y a través de los primeros vínculos profundos de amistad y amor con nuevas amistades que conocerá en la universidad.

Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «Nada» que, adaptada por Joan Yago de la novela de Carmen Laforet y con dirección de Beatriz Jaén, nosotros pudimos ver en el Teatro María Guerrero, en Madrid.

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“La etapa posterior a la guerra civil no fue una etapa oscura, sino de reconstrucción, de progreso y de reconciliación para lograr la unidad nacional”. Esta perla la soltó un diputado de la ultra-derecha en el contexto de un debate parlamentario pocos días antes de escribir esta crítica. Parece obvio que en nuestro país hace falta muchísima más pedagogía en torno a aquellos años oscuros ya no solo de la guerra civil sino de la posguerra. Negacionismo y revisionismo sin frenos, el de algunos, que es peligroso y dañino para cualquier persona decente y, particularmente, para las nuevas generaciones que, por desgracia, parecen validar antes a cualquier abundio al que ven en Tik Tok o en Instagram antes que a una persona razonable y objetiva. Por suerte la historia no es una hoja en blanco sino que nos interpela y nos describe lo acontecido para que recordemos. El olvido es fruto de la inmadurez. La propia voz de Andrea, la protagonista de «Nada», viene a hablarnos de esa Barcelona de posguerra, sofocante, descorazonadora, inquietante, donde el hambre lleva a la violencia; donde el rencor conduce en línea recta a la insoportable desazón interna.

A su llegada, Andrea deberá convivir en una casa antigua, oscura, acostumbrada a la carencia, con su abuela, su tía angustias, dos de sus tíos, Román y Juan, Gloria (la mujer de Juan), una criada, un perro y el bebé de Gloria y Juan. Atraviesa toda la historia el hambre que afecta y atañe a todos los personajes. El hambre como aglutinadora de la crispación en la psique de Andrea y su familia y el hambre asimismo como delineante de clases sociales bien diferenciadas como la que distinguirá claramente a la familia de Andrea de las familias de los nuevos amigos que hará en la Universidad, especialmente la familia de Ena, una joven que se convertirá en su amiga íntima. Pese al hambre, Andrea no despliega modales propios de una pícara sino más bien modales que se ajustan a una chica asombrada, algo ingenua y huérfana no solo de padre y de madre sino también de asideros a los que agarrarse en lo irreal o pesadillesco que la ha tocado vivir en el piso de la calle Aribau y en su estancia en Barcelona.

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Entendemos que esos años eran propensos para el estilo existencialista que va a apuntalar Carmen Laforet en su novela que se alzaba con el Premio Nadal en el año 1944. En ese momento España hacía lo que podía por recuperarse de una funesta guerra civil mientras que Europa estaba inmersa en la segunda Guerra Mundial. En ese año,el 1944, se casaría por primera vez Marilyn Monroe, se produciría el desembarco de Normandía, Anna Frank sería arrestada por la Gestapo y llevada a un campo de concentración, acontecimientos éstos, entre otros, que seguramente dejasen su impronta en el pensamiento y estilo de la escritura de Laforet.

Toda la sordidez, el contraste entre clases sociales, la decadencia de una época que obligaba a coquetear con la miseria, con lo lumpen, con la perspectiva de un futuro altamente volátil por delante, todo eso que se encuentra en la novela, está también en esta adaptación teatral que, en sus tres horas de duración, no escatima en apego a la novela dejándonos intuir que Joan Yago ha hecho más un trabajo de conservación antes que de selección al bucear en «Nada». Si el ambiente y la esencia están estupendamente captadas es porque en la adaptación teatral la voz narrativa de la protagonista, en primera persona, no deja de funcionar como una traslación de la voz de la novela en un porcentaje tan alto que llegamos a escuchar a la protagonista de la obra teatral narrarnos cosas que estamos viendo como si de una locución para un podcast se tratase. Así, por ejemplo, Andrea hila tan fino al describir lo que observa que nos llegamos a encontrar con frases como: «Mi tío sacó una pistola» o «alguien pasó su mano por mi hombro» cuando estamos viendo cómo, en escena, alguien saca una pistola o alguien toca en el hombro a Andrea. Este subrayado parece, a todas luces, innecesario pues no aporta ni suma nada al hecho de lo que estamos observando ya en escena. Es como echarle sal a un lomo de bacalao que habíamos dejado toda la noche para que se desalase. Algo así. Una cosa es el respeto a la novela y otra caer en la redundancia entre lo representado y lo narrado. Ese es el principal handicap de la propuesta que, afortunadamente, levanta el vuelo con una agilidad más que meritoria gracias a un texto interesante, a un elenco equilibrado, una estupenda dirección junto a un notable diseño de escenografía.

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En el apartado de las interpretaciones encontramos a diferentes personajes que pueblan este microcosmos  y que pueden ser vistos como compendio de aquella España en gris oscuro que no terminaba de salir del sufrimiento heredado de una miserable guerra civil y se anquilosaba ante la rémora de un franquismo tan imperante como recalcitrante. En esa paleta de personajes, destacaremos los que, a nuestro juicio, potencian la trama. En el papel protagónico tenemos a Andrea (que interpreta Júlia Roch) y que soporta todo el peso de la voz narrativa en primera persona. Su jovialidad teñida de ingenuidad así como de desazón ante el mundo que le rodea están completamente logradas pues su manera de encarnar el personaje se compadece con el de una joven hambrienta en todos los sentidos, abismada y contrariada frente a una familia cuyo brillo ha cesado hace mucho, una especie de Holden Caulfield versión femenina en una Barcelona arrasada por la posguerra. Por otro lado, destacamos el papel de Gloria, la mujer de Juan (tío de Andrea). Gloria, interpretada por Laura Ferrer, es el paradigma de un tipo de mujer que padecía el mayor de los machismos y las misoginias en aquella España invertebrada: la mujer que deseaba un trato igualitario, que era la que apagaba los fuegos a un marido pusilánime y falto de control de impulsos y la que se buscaba la vida para poder traer algo de dinero a casa con el que alimentar a un hijo enfermo. Por ese talante, el de un incipiente «empoderamiento» femenino, ese tipo de mujer que encarna Gloria sería el chivo expiatorio para cualquier varón inseguro, consciente de la degradación de su estatus de burgués venido a menos, incapaz de gestionar emociones en condiciones de igualdad con el sexo opuesto (este es el personaje de Juan en la obra que encarna el actor Manuel Minaya). En escena están francamente bien coreografiadas las escenas de la violencia que Juan ejerce sobre Gloria y sobre el resto de mujeres de la casa. Una violencia explícita a base de golpes y una más sutil a base de comentarios, censuras, gestos y verbalizaciones que denotan todo el terrorismo íntimo que habitaba en esa casa de la calle Aribau.

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En un espectro similar, pero más contenido y propenso a la nostalgia, al melodrama y a la impostura, se encuentra Román (que interpreta el actor Peter Vives): una especie de dandy venido a menos, un Jude Law de posguerra aferrado a su violín y a su piano así como a las decepciones de su militancia con los rojos. Mezquino a los ojos de su sobrina Andrea, alguien en quien no confiar ni con quien, genuinamente, poder contar. Destacaremos, asimismo, el papel de Ena, una joven con la que Andrea traba amistad íntima en la Universidad y que interpreta maravillosamente Julia Rubio. Ena representa el reverso de la otra España, la privilegiada, la de los que no salieron perdiendo ni pasaban hambre en la posguerra pudiendo disfrutar del lado ocioso de la vida en aquellos años en los que quienes tenían los privilegios lo tenían absolutamente todo. Es descorazonador presenciar el momento en que Ena, sin rodeos, le desvela a Andrea que si le ha caído bien es por lo extraña, por lo ajena que es a todas las personas que se mueven en su entorno recalcando su extraordinaria capacidad para pasar hambre. Como si «pasar hambre» fuese una elección a modo de ayuno intermitente tan de moda en nuestros días.

El personaje que a nuestro juicio más roza la sobre-actuación es el de Angustias (en manos de la actriz Carmen Barrantes) que zozobra en su retrato de una pazguata que quiere poner en vereda a su sobrina Andrea alentándola a seguir un camino de rectitud y de vida decente. Su personaje queda bastante desdibujado de emociones y no posee la capacidad de transmitir al espectador más allá de en sus formas altamente caricaturescas. En otro papel algo periférico, encontramos a la abuela (que interpreta la actriz Amparo Pamplona). La abuela concentra la esencia de la memoria y los recuerdos de la guerra, aunque, en este caso, sentimos que esta abuela es propensa a la nostalgia, a la disociación y su personaje a menudo nos parece un tanto indolente, pasivo, ante toda la violencia que exhiben sus hijos, ante el panorama de carestía y decrepitud en el que se encuentra su familia. Su voz se nos presenta como la única capaz de elevarse entre tanto cinismo sórdido cuando recurre a tirar de anecdotario o cuando echa mano de un sentido del humor cándido y trasnochado.

Beatriz Jaén dirige con eficacia este montaje que, pese a sus tres horas de duración, se ve y se siente ágil, capaz de hacerse cargo del viaje iniciático hacia la madurez de la protagonista, de hacernos padecer al mismo tiempo la ilusión y desilusión que tan arraigadas se encuentran en el texto, la espesura de la violencia familiar y, obviamente, todo ese sentimiento existencialista de Andrea frente a la nada, frente a un mundo que muchas veces parece irrespirable, inhabitable, pero que es el único en el que puede ya no solo existir sino insistir y, finalmente, resistir. He ahí su potencial moraleja oculta.

 

NADA

PUNTUACIÓN:  3 CABALLOS Y 1 PONI (Sobre cinco).

Se subirán a este caballo: Quienes disfruten de adaptaciones en las que el teatro se hibrida con la narrativa.

Se bajarán a este caballo: Quienes se asusten ante montajes de tres horas de duración.

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Ficha artística

Autoría

Carmen Laforet

Adaptación

Joan Yago

Dirección

Beatriz Jaén

Reparto

Carmen Barrantes (Angustias), Jordan Blasco (Iturdiaga /Jaime), Pau Escobar (Pons), Laura Ferrer (Gloria), Manuel Minaya (Juan), Amparo Pamplona (Abuela), Júlia Roch (Andrea), Julia Rubio (Ena), Andrea Soto (Antonia / Madre de Ena) y Peter Vives (Román).

Escenografía

Pablo Menor Palomo

Iluminación

Enrique Chueca

Vestuario

Laura Cosar

Música y espacio sonoro

Luis Miguel Cobo

Vídeo

Margo García

Coreografía

Natalia Fernandes

Ayudante de dirección

Romeo Urbano

Ayudante de escenografía

Alberto González Araujo

Ayudante de iluminación

Andrea Burgos

Ayudante de vestuario

Sara Lamadrid

Diseño de cartel

Emilio Lorente

Fotografía y tráiler

Bárbara Sánchez Palomero

Realización de escenografía

READEST

Sombrerera plumista

Henar Iglesias

Moda técnica

Marucha G. Mateos

Confección

Raquel Bermúdez

Producción

Centro Dramático Nacional

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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo

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