LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO. Brochazo gordo con pincel fino

Un joven viaja a Londres con frecuencia desde la campiña inglesa. En Londres todos le conocen como Ernesto, pero pronto le revelará a un amigo que «Ernesto» es solo el nombre que se ha inventado de un hermano imaginario que vive en la ciudad y gracias al cual encuentra una excusa para viajar con asiduidad desde el campo hasta que, claro, no pueda ocultar más su mascarada.

Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «La importancia de llamarse Ernesto» que, con texto de Oscar Wilde y dirección de David Selvas, nosotros pudimos ver en el Teatro Pavón, en Madrid.

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Tal vez, el director, David Selvas, se imbuyó del espíritu de lo que Wilde decía de «La importancia de llamarse Ernesto» cuando hablaba de que debía ser «exquisitamente trivial, una delicada burbuja de fantasía, y tiene como filosofía el hecho de que debemos tratar todas las cosas triviales de la vida con seriedad, y todas las cosas serias de la vida con una trivialidad sincera y estudiada». Un pensamiento muy adelantado para la época victoriana en la que se contextualiza su obra. El tratamiento de los temas serios con trivialidad y los temas triviales con seriedad parece una empresa encomiable, pero ¿sucede esto en la propuesta que podemos ver en el Teatro Pavón? ¿Acaso no existe una sutil diferencia entre trivializar y frivolizar? Si «trivial» es aquello que es entendido con facilidad, que cae por su propio peso y «frívolo» es todo aquello que concede demasiada importancia a las cosas banales y, aplicado a las personas, obras o espectáculos, algo poco serio, de temática ligera, sensual, cuando no inmoral. Nosotros debemos reconocer que sentimos que en esta propuesta se optó por lo segundo antes que por lo primero.

Aunque se trate de una diferencia que se preste a muchos matices, lo que concluimos al terminar el espectáculo es que todos los intentos han ido en la dirección de frivolizar con el material que aportan las diferentes capas del texto. No hay nada de malo en ello, pero en nuestro caso, la ejecución de lo visto en escena termina por sonarnos demasiado afectado y frívolo; muy próximo a lo tontorrón o juguetón desde la sensualización en cada uno de los personajes. Entendemos la idea de querer actualizar el clásico dandista wildeano con los engranajes del siglo XXI y nos parece legítimo, pero hay muchas cosas que nos chirrían en ese intento que, por otra parte, parece haber convencido a buen número de crítica y público (y ese es su mayor acierto).

Tenemos una escritura absolutamente divertida y perversa, a partes iguales, en sus enredos  y sabemos que quitarle el peso del contexto en el que surge y se escribe es complicado: una crítica mordaz contra la hipocresía y mascarada de los estatus sociales de clases aburguesadas donde lo que importa es la fachada y el qué dirán. Digamos que esto puede seguir teniendo sentido puesto que el clasismo sigue existiendo en nuestra sociedad (con una derivada a la aporofobia más acuciante). Podríamos decir que varios de los personajes que aparecen en «La importancia de llamarse Ernesto» encajarían idealmente en la categoría de aporofóbicos y, seguramente, serían votantes de los Tories en Reino Unido cuando no de algún partido reaccionario y xenófobo. Pensemos en Lady Bracknell: podría perfectamente estar en una manifestación a favor del BREXIT. (¿Acudiría a Ferraz a rezar el rosario en una versión ibérica del personaje?) Wilde pretendía burlarse de ese tipo de atributos, de esa forma de estar en el mundo donde lo que primaba era la autocompasión de clase, antes que la compasión hacia los demás. Libertad, poca o ninguna para elegir. El propio Ernesto podría encarnar esa libertad ansiada por Wilde (que terminaría en prisión por su conducta homosexual).

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En todo ese sustrato que otorga la obra, el director elige musicalizarla. Hay música en la obra y se habla de ella; de hecho, la primera escena arranca hablando de la música de piano que toca Algernon. No hay ningún problema con elaborar un repertorio de canciones para que los personajes canten y den la forma de un musical (en esta caso ligero, ligerísimo) a este  montaje de «La importancia de llamarse Ernesto», pero, de nuevo, se frivoliza con esta parte. Aquí parece que estuviésemos viendo una suerte de «Los dos lados de la cama» sin la aquiescencia de Wilde, of course (que ya en el título de su obra jugaba con las palabras puesto que, en inglés, su idioma original, Ernest suena como Earnest que significa «serio»).  La importancia de ser serio. Ironía filosófica del maestro irlandés.

Que, oye, nadie va aquí de pureta ni de gazmoño, pero es que todo queda, en escena, demasiado ingenuo-pop, un poco a lo France Gall back to1965 que, mire usted, a lo mejor en un anuncio de Estrella Damm queda pintón (rollo «yes Sir, i can boogie»), pero en las tablas de un escenario, poner a cantar a este elenco de una forma tan bobalicona, a nosotros pues no nos cuaja.

Con todo, la historia de Wilde es poderosa y eficaz en su escritura como revulsivo (más, suponemos, en 1895, cuando se estrenó en el St. James Theater de Londres). Un revulsivo a modo de cóctel (molotov) que iba dirigido a estallar en la cara de los opulentos, de las rancias clases altas, victorianas y apolilladas, preocupadas por sus tejemanejes con el matrimonio entre familias de pedigrí para que, por ejemplo, Güendolín (uno de los personajes de la obra) se case con alguien con más alcurnia que Ernesto (cambia Güendolín por Cayetana y Ernesto por Pelayo y también vale para la España de 2024). 

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En la dirección echamos en falta menos malabares y peripecias que atañen a todos los personajes en su estilo y sus formas (el paroxismo está en ese baile con las plantas, tan puerilmente pretencioso como estéril). También acusamos con cierto bostezo el tono dado a la musicalización de la propuesta con dirección musical de Pere Jou y Aurora Bauzá y música original de Paula Jornet (a.k.a Pavvla), cuyo indie-folk cándido y párvulo encajará para algunos y no para otros, como es nuestro caso.

En el capítulo interpretativo nos hubiera gustado ver cómo María Pujalte encarnaba a Lady Bracknell porque creemos que lo habría hecho fantástico (se nota que nos gusta). Silvia Marsó, que es quien encarna en este montaje a la tía de Algernon (a diferencia de Pujalte que lo hizo en su estreno en el Teatro Español), está correcta y es la que más nos puede convencer de todo el elenco.  El resto, generalizando, no nos lleva a dimensionar algún perfil por su valor interpretativo y en general nos parecen demasiado impostados. Sabemos que se trata de una obra del siglo XIX, pero son pequeños detalles los que nos conducen a encontrar el brillo en una actuación y aquí no encontramos ni pepitas de oro. Todo muy relamido, muy artificial.

Pensar en «La importancia de llamarse Ernesto», obliga a hacer una breve parada de «nota bene» en un dato importante que aportará contexto a la pieza, aquí y ahora: en el momento en que Wilde presentó al público esta obra, el escritor llevaba una doble vida pues pese a estar casado con una mujer, Constance LLoyd,  mantenía relaciones con varones.

¿Es posible captar las sutilezas de las referencias a la doble vida, la doble moral, la subcultura homosexual londinense en lo que vemos en el escenario del Teatro Pavón? Poco, diríamos. Muy poco. Brochazo gordo con pincel fino. La cuadratura del círculo.

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Wilde inviste su escritura de muchas capas y nos habla de lo real y lo falso, del juego de identidades, de la libertad de elegir, de las imposturas de una sociedad que prima la condición social frente a otros atributos. Nos habla de él mismo al escribir sobre la necesidad de ocultarse, de forzar códigos para llevar la vida que uno desea llevar (¿acaso no podría ser el bumburysmo lo que, más tarde, Lorca llamaría epentismo? Nos habla de poner el deleite y el hedonismo por encima de tanta corrección y sin embargo no es posible salir del teatro y reflexionar sobre algo que no sea una ligereza. Una veleidad

Otro dato: el día en que se estrenó la obra en Londres, allá por el año 1895, intentó estar entre el público el Marqués de Queensbury, pero le fue prohibida la entrada. ¿Por qué motivo? Pues porque era el padre de un joven llamado Lord Alfred Douglas, a la postre joven amante de Wilde. Poco tiempo después comenzaría la cacería por parte del Marqués de Queensbury que acusaría ante los tribunales a Wilde de sodomita, a pocos días tras el estreno de «La importancia de llamarse Ernesto». En el juicio, la acusación le hizo la siguiente pregunta al escritor:

«¿Alguna vez ha experimentado un sentimiento de adoración desmedida por una persona hermosa de sexo masculino muchos años más joven que usted?”

La respuesta del irlandés ya ha quedado para la posteridad: Wilde respondió: “Nunca he sentido adoración por nadie que no fuera yo”.

He ahí la diferencia entre una respuesta repleta de capas o la simple frivolidad. Por mucho que a algunos se lo pareciera, nótese el Marqués de Queensbury, Wilde siempre fue un tipo audaz, excéntrico, profundo, divertido, pero no necesariamente frívolo. Más de absenta que de cerveza. Por desgracia, el resultado de este montaje a nosotros no nos deja, precisamente, un sabor de experiencia gourmet.

LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO.

PUNTUACIÓN:  2 CABALLOS Y 1 PONI (Sobre cinco).

Se subirán a este caballo: Quienes busquen a Wilde como refugio en un teatro.

Se bajarán a este caballo: Quienes no quieran toparse con un Wilde versión frivolizada.

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Ficha artística

Dramaturgia: Oscar Wilde
Dirección: David Selvas
Reparto:  Silvia Marsó, Pablo Rivero, Júlia Molins, Ferran Vilajosana, Paula Jornet, Albert Triola y Gemma Brió
Traducción: Cristina Genebat
Diseño de espacio escénico: Jose Novoa
Diseño de iluminación: Mingo Albir
Diseño de espacio sonoro: Lucas Ariel Vallejos
Diseño de vestuario: María Armengol
Caracterización: Paula Ayuso
Coreografía y Movimiento: Pere Faura
Dirección Musical: Pere Jou y Aurora Bauzá (Telemann Rec.)
Música original: Paula Jornet
Ayudante de dirección: Sandra Monclús
Ayudante de vestuario: Raquel Ibort
Jefe técnico: Arnau Planchart
Regiduría: Gema Navarro
Operador de sonido: Roger Ábalos
Construcción Escenografía: Carles Hernández «Xarli» y Òscar Hernández «Ou»
Confección de vestuario: Goretti Puente
Fotografía: Felipe Mena
Teaser: Mar Orfila | Marc Mampel
Una producción de Teatre Nacional de Catalunya, La Brutal y Bitò Produccions
Con la colaboración de Marco Pascali, Punto Blanco y Óptica Sanabre
Agradecimientos: Fluren Ferrer y Dagoll Dagom

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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo

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