AVENIDA Q. Barrio que te quiero barrio.

Un recién licenciado busca comenzar a trabajar y desarrollar sus metas, pero la vida no es lo que esperaba y el primer golpe de realidad son los precios de la vivienda. Por ese motivo, termina viviendo en un barrio llamado «Avenida Q» donde los alquileres son algo más asequibles y donde pronto comenzará a confraternizar con su comunidad de vecinos, entre otros: una rumana que ha estudiado psicología, pero que no encuentra empleo, su pareja, un hombre que nunca pudo llegar a ser estrella de la comedia en televisión, una chica monstruo o una pareja de amigos desde la infancia en la que uno de ellos oculta su homosexualidad.

Esta podría ser una suerte de sinopsis del musical «Avenida Q» que, dirigida por Gabriel Olivares y José Félix Romero, nosotros hemos podido ver en La estación-Gran Teatro CaixaBank Príncipe Pío, en Madrid.

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Si explicásemos a alguien qué es «Avenida Q», diríamos que se trata de un musical protagonizado por muñecos de trapo e importado de Broadway donde tuvo bastante éxito y se mantiene a lo largo de los años. Los muñecos son movidos por personas que los manipulan y que no se ocultan en escena sino que se ven al completo. Son estas personas, actores y actrices diestros en el canto y la interpretación, los que dan vida a esos muñecos. Cierto es que en el musical también hay tres protagonistas que no son muñecos de trapo/gomaespuma. El musical se caracteriza por se una sátira (una especie de lampoon de «Barrio Sésamo») con cierta carga de irreverencia por medio de sus canciones y sus letras cuyos contenidos van desde la mierda de vida que implica la precariedad para diferentes generaciones, hasta el racismo, la homosexualidad reprimida o el consumo de pornografía.

Dejemos dicho, en primer término, para que conste negro sobre blanco, que todas las actrices y actores están estupendos y que sus habilidades de canto sobresalen y se defienden bien sobre el escenario en lo interpretativo  (mención especial para Mary Capel y Jaime Figueroa, especialmente habilidosos como marionetistas y con una capacidad interpretativa inteligente en movimientos y en recursos). Dejemos dicho, también, que la adaptación de Tuti Fernández, los decorados de Ana Tusell y la escenografía de Tusell y Asier Sancho son fabulosas. Dicho lo cual, al espectáculo le falta una dirección más audaz. Más capaz de exprimir la irreverencia a la que se apela en los programas de mano. Por desgracia, echamos de menos una intensidad mayor de su mordiente.

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Por si fuera poco, la pretendida emoción no llega en ninguna de las escenas en las que se supone que debería aflorar: la historia de los dos amigos y la homosexualidad soterrada por uno de ellos resulta tratada de manera pazguata e incluso, a veces, uno tiene la sensación de que se señalase al homosexual de nuevo, en 2024, con frases y juicios morales que aburren y alejan a cualquier espectador inteligente (a no ser que se pretenda hacer mofa/burla para hacer reír a un sector trasnochado de la audiencia al poner énfasis en expresiones más propias de Arévalo o Bertín Osborne como «perder aceite»).

Lo mismo sucede con la elección de una rumana para compendiar una serie de aspavientos reduccionistas y estereotipados sobre esta nacionalidad subrayándose, hasta la hipérbole, el marcado e impostado acento (Ay, si el Príncipe de Valaquia levantase la cabeza).

Recordemos que en 2011 ya pudo verse en Madrid una producción de «Avenida Q» de la mano de la compañía Yllana y, en aquel montaje, el personaje de la rumana estereotipada era el de una extravagante terapeuta Japonesa. Igualmente, en la versión de Yllana, el personaje del chico estrella infantil (en la versión original norteamericana un papel que interpretaba Gary Coleman, estrella infantil de la serie de televisión «Arnold» y ya fallecido) era interpretado por un actor negro, en un claro guiño al original. Dos referencias bien traídas, en la versión de 2011, que en esta versión de 2024 se diluyen en personajes nada interesantes, demasiado planos y, desde luego, mucho menos inclusivos. Si todo ello se quiere compensar con canciones como esa en la que se canta que «todos somos un poquito racistas», podemos asegurar que la cosa no termina de contrabalancearse en lo que respecta al tono del montaje.

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Lo forzadamente embarazoso se entremezcla con una buena dosis de sentimentalismo que afea y desdibuja, en muchos segmentos, el conjunto. Es ese sentimentalismo chicloso, blanquecino, el que no aporta nada, especialmente en el relato del noviazgo que se da entre Kate Monster y el chico recién llegado al barrio. ¿De veras esa historia puede copar la mayor parte de la trama pretendiendo no caer en el abismo de la gazmoñería?

Algo parecido sucede con el chico que una vez fue estrella infantil. Nada de su historia interesa ni encaja en el corpus de una reflexión, si es que eso se desea, en torno a la precariedad que afecta a una generación sobradamente preparada o en torno a la idea de que el tiempo corre a la contra y no siempre llegan las oportunidades deseadas.

Pero… que «no panda el cúnipo» porque también somos capaces de ver el lado bueno y de escribir las siguientes tres palabras mágicas: «menos mal que…». Y en efecto, menos mal que quedan para el disfrute personajes como el del vecino monstruo adicto al porno (sí, poco subido de todo, pero algo más picante) o personajes como los de los ositos de las malas ideas: dos pequeños osos de peluche que, a modo de voces de la conciencia, se ocupan de meter los peores consejos posibles en la cabeza de algunos de los protagonistas. Estos dos personajes tienen su punch (e incluso diría que tienen su spin off) pues probablemente sean los más ácidos y mordaces de la función. También nos interesa el momento en que aparece la cantante voluptuosa y arrolladora o el momento de la canción de «Schadenfreude» (palabra alemana que significa sentir placer ante la desgracia de los demás).

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Más allá de sus carencias en el relato higienizado y menos sucio de lo que deseábamos encontrarnos, hay momentos gozosos y hemos de ser justos al subrayar el fantástico trabajo de escenografía, iluminación, interpretaciones vocales, luz y sonido. Lo que se ve y escucha en escena también brilla por momentos y no podemos obviar que estamos ante una estupenda producción de «Avenida Q» y que, pese a todos los peros en la dirección y en algunos segmentos del libreto, uno puede llegar a sentirse reconfortado por el maravilloso barrio (que te quiero barrio) y la maravillosa y variopinta comunidad que lo habita.

Al final, si nos esforzamos un poco, incluso podemos llegar a escuchar los ecos de esa idea que sostiene que cualquier comunidad se desintegra en cuanto consiente en abandonar al más débil de sus miembros.

Por suerte en «Avenida Q» nadie abandona a nadie y ese debería ser, sin duda alguna, su mensaje más penetrante en la audiencia.

 

AVENIDA Q

PUNTUACIÓN:  3 CABALLOS (Sobre cinco).

Se subirán a este caballo: Quienes, entre tanto sentimentalismo, sean capaces de hallar las pepitas de oro que atesora.

Se bajarán a este caballo: Quienes se queden descontentos ante una falta de mordiente significativa.

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Ficha artística

Intérpretes: Alberto Scarlatta,  Lucía Ambrosini, Diego Monzón, Jaime Figueroa, Mary Capel, Paula Soto, Ezequiel Rojo y Dani Orgaz
 

Dirección: Gabriel Olivares y José Félix Romero

Adaptación: Tuti Fernández

Libreto: Jeff Whitty

Dirección musical: Tuti Fernández

Escenografía: Anna Tusell y Asier Sancho

Decorados:  Anna Tusell

Iluminación: Ezequiel Nobili

Vestuario: Eduardo de la Fuente

Música: Robert Lopez y Jeff Marx

Letras:  Robert Lopez y Jeff Marx

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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo

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