LA MADRE. Sobrevivir al «yo»

Una mujer, esposa y madre, comienza a padecer la desesperación de la soledad al saber que su marido tiene una relación con otra mujer y al percatarse de que su hijo favorito ha abandonado el nido.

Esta podría ser una sinopsis de la obra «La madre» que, con texto de Florian Zeller, dirección de Juan Carlos Fisher y protagonizada por Aitana Sánchez-Gijón, nosotros pudimos ver en el Teatro Pavón, en Madrid.

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El amor de madre ha sido mil veces contado (en el cine, el teatro, la literatura) en términos de abnegación, sacrificio, entrega. La madre que lo da todo por sus hijos, que se desdobla en asombrosas capacidades multitarea, que deja de lado su carrera profesional, que encuentra en su rol materno la felicidad, la quintaesencia de la vida. Suena bastante aburrido. Estando ante un texto de Florian Zeller, autor francés y multipremiado (no, «multipremiado» no es un gentilicio), podemos intuir que las costuras de «La madre» que veremos en escena no se compadecerán con las de una madre abnegada, sacrificada, incondicional, en el sentido cándido de los términos, sino que se nos ofrecerá un retrato oscuro, perturbador, propio de una maternidad en el precipicio, sin rastro de humor sino de sarcasmo, de cinismo. Toda una voladura interna programada para explotar desde el interior del personaje protagonista.

La madre que encarna aquí Aitana Sánchez-Gijón se ubica en una etapa vital que ya ha pasado, con creces, la crianza y se acerca a la etapa evolutiva del nido vacío. Tenemos a un hijo de veintipico años que se ha ido de casa a vivir con su pareja. En casa se han quedado el padre y la madre. Por un lado, un padre que no acusa, en su día a día, el impacto de la marcha de su hijo del hogar familiar puesto que no le afecta y lo entiende como algo absolutamente natural. Por otro lado, más protagónica (y agónica), la figura de una madre que padece un enorme conflicto en su psique al no comprender cómo es posible que su hijo varón (encima el más mimado de mamá) ni siquiera se digne a llamarla, a preguntarle cómo está, a acudir a casa a cenar o comer algún día, después de todo el sacrificio y los peajes que ella, como madre, pagó por él. Es lo menos que un buen hijo debería hacer, ¿no? Pero, amigos/as lectores/as, el hijo de esta obra se ha echado novia y, obviamente, su cabeza está en otro lugar.

Esta idea, la de otra mujer ocupando los desvelos y todas las atenciones y pensamientos del hijo (que una vez parió), se convierten en rumiaciones cuasi esquizoides en la cabecita de la madre que, como no, comenzará a fantasear con la idea de que su hijo rompa con su pareja y regrese, así, al hogar para que ella pueda prepararle el desayuno, hacerle la cama o, juntos, salir a cenar y a bailar. No es difícil olfatear el rastro de un cierto aroma (o tufillo) misógino en la representación de esta madre frente a dos varones con los que convive y que se nos presentan como perplejos (la «típica» perplejidad masculina) al observar los desvaríos de la mujer (esposa y madre). Al mismo tiempo, analizando la situación desde otro punto de vista, nos preguntamos cómo ambos varones pueden transitar lo cotidiano desde una apabullante falta de empatía, desde una nula capacidad de reflexión y ternura.

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El recurso utilizado por Zeller, el autor, vuelve a incidir en el ya empleado en su obra «El padre» donde la realidad era contada desde el punto de vista del protagonista: un anciano con alzheimer. De ese modo, el público asistía a una realidad tamizada por la enfermedad donde todo era quebradizo, confuso. Así mismo, en «La madre» es precisamente ésta la que filtra la historia y el relato que se cuenta de forma que lo que vemos es el fruto de una descomposición de su psique  que, a su vez, proviene de un terror o pánico a afrontar lo que quede de camino, en un momento vital de madurez y de plenitud, en la más infecunda soledad.

Zeller, de manera consciente o inconsciente, remacha la idea Ericksoniana de la generatividad (concepto referido a lo que un individuo puede/debe seguir generando llegada una etapa vital determinada: la tarea de generatividad versus estancamiento,  marcaría el final de la adultez temprana y se prolongaría durante toda la adultez intermedia).

Nos topamos, aquí, con una madre y esposa a la que su hijo y su marido parecen querer conducir a un estancamiento; a una fase en la que ella ya no pueda seguir generando cuidados, amor, entrega. Si el marido se va con otra y el matrimonio se finiquita y si el hijo comienza una vida lejos de casa y ni siquiera se preocupa por su madre, qué diantres va a generar ella ahora (parece especular la cabeza de la protagonista). Tal vez sea esta una idea bastante torpe y machista que funcione en el texto de Zeller no como constatación de un principio que él sostenga y apuntale sino como una premisa desde la que obligar a una reflexión, a un cuestionamiento de las propias mujeres frente a maternidades limitantes, autocastrantes, que impidan pensar en el paso, lógico y natural, hacia una siguiente pantalla cuando los hijos se van de casa. Lo que podría ser un triunfo para cualquier otra madre y mujer, que la prole se saque las castañas del fuego, para la madre aquí protagonista deviene en rotundo quiebre mental y emocional.

Entendemos que todo el diálogo interno de esta madre está atravesado de suspicacias, de recelos, de miedos. ¿No es así, acaso, como debe germinar la locura: como una tarea de permanente autosabotaje? No le ayudan, en esa dinámica, un marido y un hijo titubeantes, alejados de cualquier validación de la esposa/madre que pide a gritos un consuelo por medio de gestos, de ternuras, de escucha, de atención. Una comunicación más compasiva. Una conversación en torno al malestar sentido. Cualquiera podría considerar que la protagonista es una déspota, una de esa madres tiránicas y territoriales que no dejan crecer, que apagan al otro, que solo se empeñan en empobrecer una relación a base de generar tensiones, fricciones innecesarias. Nosotros, más allá de eso, vemos a una mujer que reclama una transición suave para no perder su cordura. Que enferma porque se ve incapaz de afrontar una etapa de soledad para la que no tiene un plan «b» que no sea atender las necesidades de su marido y de su hijo.

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Toda la obra está repleta de tensión, de diálogos que perturban, siempre calculando una distancia lo bastante considerable como para hallar, en sus escenas, algo de ternura, algo de humor. Lo que cuaja bien en escena es la representación del miedo, del pavor, de la ponzoña y la congoja de una mujer en batalla constante con sus demonios personales. Y cabe señalar que todo está logrado, muy logrado, gracias a un excelente texto, una sólida dirección de Juan Carlos Fisher y, como no, gracias a la interpretación de Aitana Sánchez-Gijón. Es la actriz quien conduce al público hasta los vericuetos y rincones donde palpar su insatisfacción, su indefensión, sus aprensiones. Y lo hace con tal solvencia y talento que no hay un solo momento en que ora nos intrigue, ora nos conmueva, ora nos encolerice o nos entren ganas de abrazarla y susurrarle que todo saldrá bien. El resto de actores y actriz que desfilan por la escena están correctos, pero quedan tan eclipsados por la interpretación de Sánchez-Gijón que se nos hace complicado destacar algo memorable donde no sea ella la que brille.

La tarea que se impone esta madre en la presente obra nos hace pensar que no nos encontramos frente a una lucha por cuidar de otros (de los hijos, de los vínculos) ni frente a una exigencia  por transferir conocimientos y aprendizajes a las generaciones que le sobrevivirán cuando ella no esté. Al contrario, lo que percibimos en el papel que Sánchez-Gijón encarna a la perfección es otra batalla, otro combate: un combate de esta madre contra sí misma por y para lograr sobrevivir al yo.

LA MADRE

PUNTUACIÓN:  4 CABALLOS (Sobre cinco).

Se subirán a este caballo: Quienes estén ávidos de un teatro dramático y perturbador.

Se bajarán a este caballo: Quienes no sepan valorar un buen texto y una gran interpretación.

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Ficha artística

Dramaturgia: Florian Zeller
Dirección: Juan Carlos Fisher
Reparto: Aitana Sánchez-Gijón, Juan Carlos Vellido, Álex Villazán y Júlia Roch
Composición musical: Joan Miquel Perez
Diseño de escenografía: Alessio Meloni (AAPEE)
Diseño de iluminación: Pedro Yagüe
Diseño de vestuario: Elda Noriega (AAPEE)
Ayte. de dirección: Rómulo Assereto
Adjunto dirección de producción: Fabián T. Ojeda Villafuerte
Jefa de producción y regiduría: Blanca Serrano
Administración: Henar Hernández
Dirección técnica: Manuel Fuster
Dirección de producción y producción ejecutiva: Nuria – Cruz Moreno
Jefa de prensa: María Díaz
Fotografía: Sergio Parra
Diseño gráfico: Eva Ramón
Distribución: Fran Ávila Distribución y producción teatral
Producción: Barco Pirata producciones y Producciones Rokamboleskas

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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo

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